GénEroos

Volumen 3/número 6/Septiembre2025-febrero 2026/ pp. 293-327

eISSN 2992-7862

https://doi.org/10.53897/RevGenEr.2025.6.11

Autoetnografía de una clínica feminista a dos voces

Auoethnography of a feminist clinic in two voices

Flor de María Gamboa Solís ORCID: 0000-0003-0220-224X

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán

Adriana Migueles Pérez Abreu ORCID: 0009-0006-2207-2074

Universidad de Morelia, Morelia, Michoacán

Recepción: 28/02/25

Aprobación: 30/07/25

Resumen

Este manuscrito expone de manera autoetnográfica, y a dos voces, el proyecto de una clínica feminista para el abordaje de violencias machistas en las subjetividades femeninas, a partir de la visibilización de los impactos del sistema patriarcal en las historias de los padecimientos subjetivos que afectan las vidas de mujeres. Se desglosa en tres esferas: teórica, clínica y sociopolítica la urdimbre de la clínica feminista. La esfera teórica que abarca una discusión entre el feminismo psicoanalítico y el psicoanálisis feminista. La esfera clínica evidencia, por un lado, la imposibilidad de la neutralidad en el tratamiento psicoanalítico y, por otro, la necesidad de incorporar una posición ideológica feminista en la escucha terapéutica, reconociendo su valor clínico. Finalmente, la esfera sociopolítica, donde se da cuenta de experiencias empíricas y datos concretos que permiten identificar la vida afectiva-subjetiva de las mujeres como el horizonte al que hay que dirigir la atención clínica feminista sin descuidar sus entrecruces sociales. El texto concluye que, para enfrentar el oleaje de posiciones autoritarias que intentan desmantelar las conquistas feministas y minimizar el sufrimiento de las mujeres reduciéndolo a casos aislados, se requiere redoblar esfuerzos que sean capaces tanto de enfrentar al sistema mismo, como a las ofertas terapéuticas que se jactan de ofrecer alivio al sufrimiento mental mediante el suministro de fármacos y de prescripciones que alienten la adaptación antes que la transformación.

Palabras clave

Autoetnografía, clínica feminista, psicoanálisis, violencias, mujeres.

Abstract

This manuscript presents, in a two-voice autoethnographic way, the project of a feminist clinic to address male violence in female subjectivities, based on uncovering the impacts of the patriarcal system on the histories of subjective suffering that affect women’s lives. It breaks down the fabric of the feminist clinic into three spheres: theoretical, clinical and socio-political. The theoretical sphere, which encompasses a discussion between psychoanalytic feminism and feminist psychoanalysis; the clinical sphere, which makes clear, on the one hand, the impossibility of neutrality in psychoanalytic treatment, and on the other, the need and clinical benefit of involving the feminist ideological position in listening to women, and finally, the socio-political sphere, where empirical experiences are reported, as well as hard data that have served as coordinates to identify that the affective-subjective life of women is the horizon to which feminist clinical attention must be directed without neglecting their social intersections. The text concludes that in order to confront the wave of authoritarian positions that attempt to dismantle feminist conquests today, and to minimise the suffering of women in everyday life, reducing it to isolated cases, a redoubling of efforts is required that is capable of confronting both the system itself, and the therapeutic offers that boast of offering relief from mental suffering through the provision of drugs and prescriptions that encourage adaptation rather than transformation.

Keywords

Autoethnography, feminist clinic, psychoanalysis, violences, women.

Introducción

Frente a la realidad de un mundo que oprime cotidianamente a las mujeres a través del sistema patriarcal, que navega en las arterias históricas de la dominación y el control de la subjetividad femenina y de lo femenino en contextos plurales de nuestra Latinoamérica, un grupo de psicoanalistas mujeres decidimos tomar cartas en el asunto y construir un proyecto de clínica feminista en el que se atendieran las bases estructurales de los padecimientos subjetivos de las mujeres. Nos interesaba profundamente superar la idea de que lo que enferma a las mujeres es exclusivamente de índole individual, producto de un mal funcionamiento de su psique o de un trastorno psicológico. En su lugar, nos propusimos impulsar estrategias terapéuticas antipatriarcales, capaces de asumir y hacer resonar dos axiomas fundamentales: primero, que lo personal es político, crisol de la lucha feminista en la década de 1970, cuyo sentido continua vigente hasta nuestros días, despertando enigmas e interés entre las mujeres; segundo, que “la psicología individual es simultáneamente psicología social” (Freud, 1921, p. 67). Este último ha sido retomado por tradiciones de lo psicosocial (Pavón-Cuéllar y Orozco-Guzmán, 2017), en las que se reflexiona la realidad desde la total convicción en la indisolubilidad del vínculo entre lo psíquico y lo social. Así lo expresan los autores antes referidos: “el objeto de los estudios psicosociales radica en el vínculo interno fundamental por lo que lo psíquico y lo social existen y se constituyen lo uno en relación con lo otro” (2017, p. 141). Asimismo, el axioma freudiano reluce en las corrientes de la psicología crítica y psicoanalíticas avanzadas, cuya localización más sobresaliente es la obra del reconocido psicoanalista británico Ian Parker (1999, 2001, 2002) y la de la también reconocida psicóloga Erica Burman (2024), sin dejar de mencionar la que despliega un grupo de académicas y académicos del Birkbeck College en Londres, Inglaterra, quienes se han caracterizado por impulsar audaces apuestas interdisciplinarias en los estudios psicosociales que consienten la presencia y vigencia del psicoanálisis más allá de lo que resulta de sus aplicaciones en los espacios de consultorios individuales. Toman al psicoanálisis como una herramienta política que tiene una misión social, la cual nos invitan a considerar al estilo de Lisa Baraitser (٢٠٢٢), cuando propone el proyecto de clínicas gratuitas y un psicoanálisis para la gente.

Es indudable que todas estas perspectivas constituyen terrenos de praxis donde se cuestiona de manera sólida la falsedad de escisiones o dicotomías tales como individual-social, interior-exterior, público-privado, y mente-cuerpo. Son tradiciones que abogan por articular fehacientemente los paisajes sociales con los individuales, la intimidad con las coyunturas político-económicas, y los vínculos familiares con las relaciones sociales personales. En esta línea, identifican —como lo hace el ejercicio autoetnográfico— las intersecciones entre el yo y la vida social (Adams, Elis y Holman, 2017). Todo ello, para interrumpir la naturalización de que lo que hace bien o sana a los sujetos, particularmente femeninos y que combatiría su malestar, radica en un ejercicio eficaz de la voluntad individual (el yo) y de la resiliencia como práctica social cotidiana. Nada más falso que esto, puesto que el malestar, siguiendo a la psicoanalista argentina Mabel Burín (1995, p. 84), es:

Una sensación subjetiva de padecimiento psíquico que no se encuadra dentro de los clásicos criterios de salud o enfermedad [...] es una situación que no refrenda la clásica división dicotómica sano-enfermo, sino que se introduce un tercer término, asociado a nociones tales como las de conflicto y crisis.

Desde ese punto de vista, el malestar ha sido tomado como una categoría heurística para analizar las tensiones, conflictos y crisis que resultan del deber ser instaurado en las posiciones sociales de género, lo que debe ser una mujer y lo que debe ser un hombre, otorgándole la posibilidad de convertirse en “rutas que abren caminos para la construcción de ideas distintas acerca del ser mujeres y hombres” (Ramos, 2018, p. 14).

En otras palabras, los axiomas que retomamos acuerpan núcleos teóricos que, por un lado, otorgan relevancia política a la diferencia sexual y, por otro, tensionan el vínculo entre el yo y las/los otras/otros, mostrando la indisolubilidad del lazo que nos une a otros cuerpos a través de la cultura: lenguaje, símbolos, representaciones y discursos. Esta red simbólica configura cuerpos en contacto que a la vez que luchan por su existencia singular, son también afectados por los poderes sociales que los atraviesan. No somos sin otras/otros y sin las instituciones públicas de la comunidad en la que vivimos, pero también somos algo más.

El rasgo distintivo del proyecto de una clínica feminista consiste en anudar, en un entramado complejo con carácter siempre exploratorio de sus tensiones, límites y posibilidades, tres elementales esferas: la teoría, la clínica y la sociopolítica.

Tomando como base la apuesta de aprender de la experiencia (Bion, 1987), este texto desarrolla las tres esferas señaladas arriba, a partir de una autoetnografía feminista (Romero Plana, 2024) fruto de las autoras. Esta metodología la entendemos, siguiendo a Mari Luz Esteban (2004), y a Carmen Gregorio Gil (2023), como un ejercicio que utiliza la experiencia personal (auto) desde nuestra condición de mujeres, para describir e interpretar (grafía) con gafas violetas configuradas en el horizonte de la crítica feminista, creencias, prácticas culturales y expectativas políticas (etno) dominantes, opresivas y normalizadas que están imbricadas en nuestro sentipensar (Fals Borda, 1984 en Escobar, 2016, p. 14) personal e ir contra ellas. Moveremos nuestra autoetnografía feminista a dos voces desde nuestra subjetividad como psicoanalistas feministas explorando profunda, honesta, analítica y reflexivamente las intersecciones entre nuestros respectivos yoes y lo social, en el marco de nuestro quehacer profesional. Nos convoca el encuentro de preocupaciones, afectos, dudas, incertidumbres y angustias comunes con relación a la violencia, muerte y dolor que cruzan las historias de vida de las mujeres que escuchamos en los espacios clínicos para politizarlos.

Este manuscrito concluye que la construcción de nuevas coordenadas para reinventar y re-escribir el ser de las mujeres en la época contemporánea, lo que conlleva elaboración de teoría feminista de la clínica psicoanalítica, fomentará reexistencias realmente emancipadas y cada vez más alejadas de ideologías (en el sentido de creencias basadas en la religión o en diferencias biológicas inherentes entre los sexos), normas y estereotipos sexuales dominantes, o por lo menos dotará de nuevas herramientas para intentarlo. Para lograrlo es necesario poner en evidencia los mecanismos del sistema patriarcal, tanto en la propia subjetividad como en la de las mujeres a quienes escuchamos. Esto implica, reconocer los pactos patriarcales que están cifrados en nuestros respectivos inconscientes, en esa singularidad universal de cada una con su deseo que va afectando y afectándonos reversiblemente a medida que se van revelando en su medio privilegiado de transporte que es la palabra. Resistir individual y colectivamente con el apoyo del psicoanálisis feminista.

Resultados

La esfera teórica. Entre psicoanálisis feminista y feminismo psicoanalítico

En esta esfera abordaremos, cada una de las autoras, un breve recorrido por lo que ha sido nuestro encuentro con el psicoanálisis feminista y sus conexiones con el feminismo psicoanalítico, para fundamentar el orbe teórico de la clínica feminista. Primero, aclararemos a qué nos referimos con uno de estos términos, para luego centrarnos en una exposición más amplia del psicoanálisis feminista.

Grosso modo, el primero —psicoanálisis feminista— nos lanza a la playa de ideas sobre el desarrollo de principios feministas en la práctica clínica; mientras que el segundo —feminismo psicoanalítico— remite al corpus teórico que desde la denominada “querella del falo”, a partir de 1925 (Lacan, 1988, p. 669), se ha desplegado hasta nuestros días con aportes y reflexiones cada vez más ricas, elaboradas por psicoanalistas mujeres.

La querella del falo es el nombre del debate acerca de la sexualidad femenina en el movimiento psicoanalítico, entendido “como resultado del complejo de Edipo considerado estructurante para el acceso a la sexualidad de los dos sexos” (Del Pozo, 2014, p. 3). Este debate dio lugar al surgimiento de dos grupos: por un lado, las seguidoras de Freud, quienes ampliaron sus teorías; por otro, sus detractoras. La psicoanalista chilena Pilar Errázuriz (2012) los clasifica del siguiente modo:

En el primer grupo destacan Marie Bonaparte (1882-1962), Helen Deutsch (1884-1982), Jeanne Lampl-de Groot (1895-1987), Ruth Mack Brunswick (1897-1946); en el segundo, Melanie Klein (1882-1960), Josine Müller (1884-1930) y Karen Horney (1885-1952), entre otras (Errázuriz, 2012, p. 13).

Nosotras nos adherimos al segundo grupo: somos detractoras del maestro, sí, pero habiendo arado los surcos iniciales de nuestro propio recorrido con el tractor de su inédito y revolucionario pensamiento. Nuestro reconocimiento a su invaluable impacto como orquestador de un antes y un después —un hito— en aspectos fundamentales de nuestra historia personal y profesional, una vez aceptado el inconsciente. Adoptamos a Freud como nuestro padre, para después, como debe ser en cualquier proceso de separación de los orígenes, “dejarás a tu padre y a tu madre” (Julien, 2002) y formar con otras y otros una familia exogámica, esta vez elegida. Ello no implica una ruptura radical con el pensamiento del padre Freud, lo que se rompe es su función de ideal normalizado como una particularidad de los propios anhelos; es decir, dejar de verlo como el único que sabe o posee la verdad, el que tiene la última palabra en materia de psicoanálisis y por ello anhelamos seguirlo, ser como él.

Para encontrar un lugar singular de enunciación en el entramado complejo de la vida social, específicamente dentro de los espacios clínicos y académicos, a partir de nuestra condición de mujeres, fue necesario anteponer la singularidad de nuestro deseo, tomando el riesgo de convertirnos a nosotras mismas en un laboratorio de investigación (Bocchetti, 1995) de todo aquello que, aun estando en la superficie de nuestras vidas, no lo veíamos.

Por ejemplo, las vicisitudes de nuestra relación con la maternidad (particularmente la que involucra a una hija), con nuestro cuerpo, las obstinadas sensaciones de inferioridad intelectual, las obsesivas culpas por no participar del modelo de ama de casa feliz y tampoco con el de femme fatale, igualmente la impotencia por no poder salir de relaciones violentas o insatisfactorias con los hombres, e incluso nuestros estados melancólicos.

Necesitábamos una síntesis nueva de experiencia y conocimiento, de práctica y de teoría, de referentes que no separaran el pensamiento de la vida ni al cuerpo y las emociones de la razón que explicaran las relaciones de poder entre hombres y mujeres, abrazando el inconsciente. La encontramos en el psicoanálisis feminista.

El psicoanálisis feminista constituye el más significativo de los avances en el psicoanálisis político (Frosh, 1999) desde la década de 1970 y 1980. Inicia con el seminal texto Psicoanálisis y feminismo, de la británica Juliet Mitchell (1974), seguido de Espéculo de la otra mujer, a cargo de la belga-francesa Luce Irigaray (1974/2007) y otras más como Silvia Tubert, Julia Kristeva y Jessica Benjamin.

En ambas obras referidas, lo que se obró fue una caja de herramientas para pensar cómo el psicoanálisis nos enseñaba el dominio de las fuerzas inconscientes, al tiempo que iluminaba caminos para explorar la internalización del patriarcado. El trabajo de Irigaray, especialmente, pero sin desconocer el de Mitchell al que también situamos genealógicamente porque una de nosotras fue dirigida en la tesis doctoral por una investigadora feminista, que a su vez había sido dirigida en la misma situación formativa, por Mitchell, despertó en nosotras la posibilidad de pensar la intersección del patriarcado con las identidades sexuadas y el poder; de construir la diferencia sexual a partir de otros derroteros en los que efectivamente lo personal es político, axioma al que hicimos referencia en la introducción de este texto, cobrara sentido creador para dejar abierto otro modo de concebir la mente inconsciente en su indisoluble relación con las estructuras del mundo externo, como es el género.

Así pues, relacionándonos entre nosotras se fueron perfilando preguntas teóricas, tales como: ¿en qué condiciones sociales, culturales y políticas emerge la subjetividad femenina?, ¿cuál es la importancia de la relación madre-hija en la estructura psíquica femenina?, ¿por qué la madre carece de voz y cuenta únicamente como deseo voraz? (Lacan, 1975/1992).

Las respuestas las fuimos coligiendo gracias a Irigaray (1974/2007; 1977/2009; 1984/2004). Hicimos clic de inmediato con sus ideas y nos aliamos con ella. La elegimos como nuestra madre, movidas por la “práctica social que rehabilita a la madre en su función simbólica hacia las mujeres” (Librería delle Donne di Milano, 1991, citado en Oria, 2007, p. 18), lo que se conoce conceptualmente como affidamento.

Esta elección implicó reconocerle autoridad femenina y depositar en ella nuestra confianza, especialmente por su propuesta teórica sumamente innovadora y crítica alrededor del lazo madre-hija, la cual está disponible en su emblemático texto Cuerpo a cuerpo con la madre (1981/2022), producto de su cuestionamiento a las representaciones negativas de ese lazo que tanto Freud (1931/1976) como Lacan (1975/1992) habían pronunciado y a las que aludiremos más adelante.

Con su cuestionamiento, Irigaray nos abrió ventanas para por fin oxigenar nuestras propias perturbaciones e inquietudes como madres unigénitas de una hija que somos las autoras. En el atisbo a la teoría irigariana de la relación madre-hija se nos reveló la fuerza primordial y originaria de lo femenino y de la feminidad en la crianza titubeante de nuestras propias hijas.

Para Irigaray (1981/2022), y queremos que esto cuente como uno de los supuestos teóricos del psicoanálisis feminista desarrollado por ella, la cultura occidental está fundada en un matricidio. La madre fue asesinada. Antes que el presunto parricidio con el que Freud explica en Tótem y Tabú (1912/1976) el origen de la civilización y el de la cultura, tal como la conocemos y habitamos ahora, aconteció un matricidio.

No en una concepción literal, desde luego, sino simbólica, que representa la ruptura con la genealogía femenina y la supresión de la figura materna en la estructura patriarcal. El matricidio no se convierte en ley social, como sí lo hace el parricidio.

Irigaray, al igual que Freud, sigue las estelas de los mitos griegos, toma el mito de Clitemnestra en la Orestíada de Esquilo. La mujer que asesina a su marido, Agamenón. “Lo mata por celos, tal vez también por miedo, y porque ha permanecido insatisfecha y frustrada durante tan largo tiempo” (Irigaray, 1981/2022, p. 35). No hay asesinato que quede impune o sobre el que no opere una venganza. Orestes, hijo de Clitemnestra y de Agamenón, es el encargado de operarla asesinando a su madre.

Herederas, pues, de su pensamiento psicoanalítico feminista de trascendentes impactos feministas psicoanalíticos, en virtud de su triple constitución identitaria: teórica, clínica y feminista, Luce Irigaray nos cautivó desde el momento en que comenzamos a leerla. Con ella iniciamos el modelaje de nuestras primeras ideas, no sólo para pensar en la relación madre-hija, sino también en torno a la perplejidad e indignación que nos provocaba la subordinación, opresión y explotación de lo femenino, la violencia contra las mujeres, el androcentrismo en la ciencia, la misoginia y el sexismo en el vasto mundo de la cultura occidental.

Nos enseñó a leer el psicoanálisis con el feminismo de la diferencia sexual y, como era esperable, esto condujo a identificar aspectos misóginos y sesgos importantes en las concepciones canónicas sobre la sexualidad femenina, lo femenino y la feminidad. De esto hay decenas de estudios en el presente.

Los siguientes párrafos comprenden aspectos de la historia de encuentro de las autoras con el psicoanálisis feminista de Irigaray. Hablaremos una a la vez, por lo que la voz narrativa cambiará a la primera persona del singular, cuando así amerite.

Realicé mi doctorado en Inglaterra y lo primero que me fue indicado por la supervisora de mi tesis, es que decidiera si la investigación que yo quería emprender se quedaría anclada al pensamiento psicoanalítico clásico (Freud y Lacan), porque de hacerlo habría que defender muy bien esa posición, ya que se me vendría encima el batallón feminista de la academia británica. Me angustié. Lo que estaba enfrentando era una desgarradura mayúscula en la piel del pensamiento con el que llevaba dos décadas repasando el psicoanálisis, y temía no estar preparada para esa mudanza, aunque me sedujo.

Acepté el desafío y, en su cresta, advino el sacudimiento intelectual —y personal— más trascendente que hubiera jamás vivido, con impactos incalculables y con efectos imperecederos al punto de que me convertí en otra persona. Sí, aconteció una conversión, como esa que de manera voluntaria lleva a cabo alguien hacia la religión de la persona amada. Y aunque puede haber vuelta atrás, lo que se deja para ampliar los márgenes desde cuyos bordes se miraba el mundo, no es sino sustratos a resignificar para impregnar a posteriori la formulación de algo nuevo. Tal como sucedió a la larga con la mudanza psicoanalítica de la piel: la clásica y hasta cierto punto cómoda y familiar, por la piel feminista y de muchas maneras incómoda.

Aprendí, habitando mi nueva piel, que mi “prelación del trabajo por sobre los lazos familiares” (Meler, 2017, p. 18) no era una “usurpación patológica de la posición masculina” (Meler, 2017, p. 18), pues, en efecto, en absoluto me interesaba parecer hombre. Dejó de asustarme mi indiferencia frente a las fiestas familiares, mi renuencia a buscar la anulación del matrimonio religioso de mi marido para poder vestirme de blanco frente a un altar, como insistía mi madre.

El estudio de la obra de Irigaray, a través de los textos más emblemáticos que sostienen sus tesis de la diferencia sexual —mencionados previamente—, representó una epifanía, en el sentido propuesto por Norman Denzin (2017), quien teje su reflexión influenciado por Victor Turner (1986, p. 85).

Momentos y experiencias interaccionales que dejan marcas en la vida de las personas. Son generalmente momentos de crisis. Las epifanías alteran las estructuras fundamentales de significado en la vida de una persona. Sus efectos pueden ser positivos o negativos. Se trata, en las palabras de Turner (1986), de fases liminales de experiencia. Son actos existenciales. Los significados de dichas experiencias son siempre otorgados retrospectivamente, en cuanto ellas son revividas y reexperimentadas en las historias que las personas cuentan acerca de aquello que les ha pasado.

Ni más ni menos, basten dos evidencias de los significados alterados y resignificados de cosas vividas con la lectura de Irigaray; la primera, cuando recién casada en aquel entonces, me fueron negados empleos por el hecho de que mi marido era una figura de autoridad —muy respetada, ¿temida?— en el ámbito educativo privado de la ciudad donde residíamos. El empleo que buscaba era precisamente en ese ámbito, porque era donde yo tenía experiencia. Muy pronto, después de concluir mis estudios universitarios de licenciatura, la institución escolar privada me dio oportunidad de desempeñarme profesionalmente como docente y psicóloga orientadora de adolescentes en una ciudad distinta a la que me había mudado con mi recién formada familia. Toqué las puertas de tres escuelas privadas, las respuestas de los potenciales empleadores, después de que hube pasado por todos los filtros estipulados para una contratación, fueron unánimes: “todo muy bien con su trayectoria y experiencia, pero (el indeseado pero), ¿qué garantías tenemos de que lo que aquí se hable y decida no se lo comunicará usted a su marido, quien es nuestra competencia?”

En ese momento no pude pensar nada, únicamente sentí rabia, frustración y gran desconcierto, estupor, incluso, nublaron mi mente. ¿Infiltrada? ¿Qué tenía que ver mi situación personal-conyugal con mis capacidades o aptitudes profesionales? Esta vivencia cruzó literalmente al otro lado del charco muchos años después, ya estando en Inglaterra, para poder contarse de otra manera, ¡vaya!, de pensarse. Había sido víctima de discriminación laboral por ser la esposa de un hombre; se me había discriminado por considerarme peligrosa, una posible soplona. No lo pude haber comprendido así antes de Irigaray.

La otra evidencia involucra mi experiencia como madre de una hija. ¿Por qué no sentía hostilidad hacia mi hija?, me preguntaba; ¿por qué estaba tan enamorada de ella y tan ausente de mi vocabulario palabras soeces e hirientes para reprenderla?, ¿de qué artes extrañas se valía mi maternidad para ni siquiera pensar en que mi hija era un fiel reflejo de mí misma o de desear que así fuera?, ¿por qué le pedía perdón cuando percibía que la había lastimado y antes de que se prolongara demasiado la ley del hielo que mi hija me aplicaba? ¿Acaso las madres piden perdón a sus hijas? Mi propia madre nunca lo hizo, a pesar de que muchas veces me sentí profundamente ofendida con sus juicios denigratorios sobre mi vida sexual. Nunca se lo expresé.

“El psicoanálisis ignora la subjetividad de la madre” (Doane y Hodges, 1995, p. 2, traducción propia). ¡Claro! ¡Con razón nada de lo que en él se teorizaba sobre las madres y las hijas tenía sentido para mí! ¿Hostilidad, estrago? ¿Cuándo, por cuáles motivos? Así que al igual que la vivencia descrita como primera evidencia, ésta, abandonó su lugar de reacia al entendimiento, gracias a Irigaray. La compensación en el saber, auspiciada por la belga-francesa, y que se rebelaba a asumir el saber de la maternidad de una hija vía Freud o Lacan, tornó la historia de perplejidad en evocación para conmover a una acción reflexiva de mayor alcance. No únicamente personal, sino colectiva.

No, no es verdad que las madres somos enemigas de las hijas y que las hijas nos odian porque no les dimos suficiente leche, atención, sacrificio, incondicionalidad o, como decía Freud (1924), porque no las dotamos con el genital correcto, el pene. Esto no invalida el hecho de que algunas hijas sí rechacen a sus madres, y algunas madres también rechacen a sus hijas.

El asalto dramático de la epifanía que implicó estudiar a Irigaray en Inglaterra hizo urgente convocar a la insurgencia de las mujeres en todos los espacios disponibles a mi alcance y en mi propia tierra. Yo no quería ni debía ser la única que se aventurara a la movilización del “despojo de las cargas heteropatriarcales y neoliberales de producción, como sujetas sexuales y de reproducción, servidumbre y mercancías controladas” (Romero Plana, 2024, p. 5), a la despatriarcalización del inconsciente y del psicoanálisis (Gherovici, 2023) en contextos mexicanos. Era fundamental regar la voz, hacer circular la palabra, compartir experiencias y tejer redes. Con ese objetivo en mente, la nostalgia de mi regreso a México se mitigó, corría el año 2009. Ese mismo año, un nuevo capítulo de la vida académica en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo comenzó a escribirse, y un nuevo tratado en la mía.

A continuación, la voz de la otra autora

Para conocer a Irigaray, primero tuve que conocer a Flor, quien albergaba enormes deseos de compartir con otras sus nuevos descubrimientos teóricos y sentires. Era 2012, yo estaba en el año modular de la licenciatura en psicología. ¿Mi interés?, la investigación en la feminidad y las sirenas. He de señalar que ninguno de los perfiles de los otros profesores atendía a mi curiosidad. Una propuesta de estudio, por ejemplo, fue emprenderlo desde la pulsión de muerte y la representación maligna de las sirenas; es decir, contribuir al repetido misticismo ominoso que se asigna a la feminidad desde lo aterrador y profundamente maligno.

Con el acompañamiento de Flor —sumamente paciente, cuidadoso, amoroso, reflexivo y entusiasta— fue que realicé una revisión de los textos más emblemáticos de Irigaray para poder localizar el estudio de la diferencia sexual desde el posestructuralismo y las nuevas apuestas teóricas sobre la subjetivación de las mujeres desde la recuperación de la relación madre-hija. Fue un nuevo panorama sobre lo que tradicionalmente venía escuchando en mis clases de psicoanálisis. Me encontré con una teoría que permite posicionarse con otras mujeres desde el baile, el acompañamiento, los labios y la voz, y no sólo desde el complejo de Edipo y las implicaciones subjetivas negativas que describen a la madre, por dar un ejemplo. Me permitió repensar las relaciones que entablamos como mujeres con otras mujeres.

Cuando empecé el ejercicio de escucha en un espacio clínico, no dejé de lado nunca el localizar la estela de la relación madre-hija y su vinculación con los malestares o padecimientos presentados por las analizantes, visualizando las marcas del patriarcado y sus artilugios psicodinámicos. Esto fue la base teórica que me llevó a la clínica feminista y en ella localizo la influencia de Irigaray en lo que podría llamar mi desarrollo profesional. También he de mencionar que la posibilidad de acercarme a la descripción de la relación entre mujeres, desde escrituras hechas por mujeres, influyó en mi forma de relacionarme con compañeras de trabajo y me permitió dar otro enfoque a las dinámicas que se dan entre nosotras cuando estamos en espacios en donde circula el poder.

Hay que decirlo, la violencia también opera en nuestros cuerpos. Y de esto una se da cuenta cuando apuesta a la clínica feminista. Fue importante y un reto para mi desempeñarme desde la horizontalidad con las otras con las que me relaciono, sobre todo para no caer en la repetición.

En cuanto al ámbito personal, comencé a vivir la experiencia de compartir con Flor el affidamento del que tanto leíamos, no sólo porque un punto de coincidencia inconsciente fueron las sirenas (a las dos nos cautiva esa figura femenina), sino porque se comenzó a practicar y a vivir en carne, el tejido de una relación de amor, complicidad y cuidado entre la una y la otra. Comenzamos a reflexionar juntas no sólo mi investigación, la cual concluyó felizmente con una tesis para licenciarme como psicóloga, sino también sobre nuestras experiencias que como madres transitamos al apoyar a nuestras hijas en la construcción de su libertad y autonomía. Nos hicimos cómplices de baile, de eso se trata, dice Irigaray. Ha sido genealógicamente interesante conocer a nuestras hijas a partir de los diálogos que entablamos, hablar sobre nosotras mismas desdoblando los estragos que los sistemas dominantes también han dejado en nosotras, compartir el malestar que genera el nivel de violencia que se vive, hablar de nuestras propias madres y de nosotras como hijas.

Puedo concluir este pequeño relato de mi experiencia, observando que resulta fundamental que, como mujeres, escuchemos en los espacios de formación teorías que no sólo nos describan como desconocidas, oscuras o para patologizarnos, sino escuchar escritos de mujeres sobre las mujeres. La bondad de este ejercicio de escucha es que impulsa otras configuraciones de la subjetividad femenina y de la vida concreta de una misma dentro de los espacios clínicos, y nos pone atentas a las maneras en que se acompaña y recibe acompañamiento de las subjetividades femeninas que se presentan alrededor.

Volvemos a la primera persona del plural para cerrar este apartado

El feminismo psicoanalítico desplegado por Irigaray que fue aportando fundamentales pistas para reconfigurar los pilares teóricos que soportan la escucha clínica, y así gestar el psicoanálisis feminista, lo hemos ido encontrando en otras pensadoras y psicoanalistas con práctica clínica que nos son más cercanas geopolíticamente, como las argentinas Mabel Burin (2006), Irene Meler (2006), Ana María Fernández (1994), Emilce Dio Bleichmar (1985), Martha Rosenberg (1996), con las respectivas diferencias entre los objetos de pensamiento que cada una de ellas establece, los supuestos teóricos en torno a los que coinciden y que forjaron la plataforma teórica de despegue de nuestra clínica feminista, como son los siguientes: 1) la mujer quiere un deseo propio, 2) “la mujer no es por lo que no es, ni por comparación con lo mismo (lo masculino) sino por su diferencia reafirmada” (Bochard, 2017, p. 56), 3) la función sexual en las mujeres no es principalmente la función reproductora, 4) la diferencia masculino/femenino está más allá del complejo de Edipo, 5) la asignación patriarcal de lo doméstico a las mujeres, de ser para los otros, y el poder de los afectos, produce malestares que afectan al psiquismo femenino.

La esfera clínica. La falsa neutralidad y el feminismo a cielo abierto en la escucha psicoanalítica

Entre 1912 y 1918, Freud trabajó el concepto de neutralidad como parte de sus recomendaciones técnicas y estrictamente relativas a la cura. Sus distintos sentidos son acopiados en el Diccionario de psicoanálisis (Laplanche y Pontalis, 1981, p. 256) y son los siguientes:

Una de las cualidades que definen la actitud del analista durante la cura. El analista debe ser neutral en cuanto a los valores religiosos, morales y sociales, es decir, no dirigir la cura en función de un ideal cualquiera […]; neutral con respecto a las manifestaciones transferenciales, lo que habitualmente se expresa por la fórmula “no entrar en el juego del paciente”; por último neutral en cuanto al discurso del analizado, es decir, no conceder a priori una importancia preferente, en virtud de prejuicios teóricos, a un determinado fragmento o aun determinando tipo de significaciones.

Un poco más adelante en esta misma entrada, Laplanche y Pontalis (1981, p. 257), agregan: “el que da las interpretaciones y soporta la transferencia debería ser neutral, es decir, no intervenir como individualidad psicosocial; se trata, evidentemente, de una exigencia límite”. Como se puede ver, sobre todo en el primer sentido del término neutralidad y en el complemento recién referido, la neutralidad apunta a algo imposible. ¿No filtrar las propios valores morales o sociales?, ¿no intervenir como una individualidad psicosocial, es decir, con nuestras propias creencias, con nuestra propia forma concreta de vivir?, ¿separar nuestra persona real de la analista con su función? Simple y sencillamente no se puede.

La misma idea y exigencia de neutralidad ya no es neutral. La pretensión de estar más allá de las ideologías en verdad es una ilusión pues, por más que nos obstinemos en negarlo, no podemos dejar de encarnar y transmitir una ideología (Fenoglio, en Zelcer, Caeiro y Fenoglio, 2008, p. 22).

Estamos totalmente de acuerdo con esto. Cuando se nos ha cuestionado el sólo título de nuestro proyecto clínico en virtud de su aparente ausencia de sentido: la clínica no se apellida, es clínica y punto (aludiendo a la neutralidad), hemos soportado la controversia y aprovechado lo que de ella nos ha sido útil para seguir revisando, elaborando y reelaborando las maneras en que queremos que las líneas invisibles y visibles de nuestros ideales feministas crucen nuestra práctica psicoanalítica. De hecho, el borramiento explícito de la neutralidad del psicoanálisis que practicamos, al mostrarnos públicamente como psicoanalistas feministas, ha introducido una diferencia en el modo de hacer psicoanálisis que atrae transferencialmente, generalmente a otras mujeres, pero también a algunos hombres y personas no binarias de nuestro entorno. Lo que sea que cada demandante de análisis se imagina que sucederá en su tratamiento, por haber tocado la puerta de una psicoanalista feminista y querer pagar el alquiler de sus orejas (Foucault, 1976), es oro molido como materia de análisis.

Lo que sí, es que del conjunto de valores sociales, morales, religiosos ante los cuales se recomienda ser neutral, nosotras, sin haberlo preestablecido como requisito para practicar una clínica feminista y ni siquiera haberlo conversado como tema a lo largo de nuestra larga historia de amistad, coincidimos en considerarnos personas irreligiosas. En este sentido, y bajo la premisa de que el psicoanálisis es una teoría que explica el malestar y el sufrimiento a partir de las vicisitudes de la sexualidad, cumplimos uno de los requerimientos de Freud para quienquiera que desee dedicarse a la práctica de la cura del alma: “también tiene que haber superado en su persona la mezcla de lubricidad y mojigatería con que, por desdicha, tantos otros suelen abordar los problemas sexuales” (Freud, 1905, p. 256). No es una superación radical, desde luego, pero nuestra forma concreta de vivir, sin religión de por medio, facilita que cualquiera de los asaltos de la mezcla mencionada por Freud, los truquemos en enigmas a despejar para evitar que se interpongan como obstáculos en nuestra escucha.

Ahora bien, todo proyecto creativo, si es que habrá de pasar la prueba de transformación del ser, tuvo que forzosamente ser detonado por instancias de intensidad variable vinculadas a la destrucción. El lúcido pensamiento de Sabina Spielrien (1912/2021), nos alumbra en esa dirección cuando afirma que la destrucción es causa u origen del devenir. Y aunque ella sitúa esta paradoja en el terreno de la sexualidad, cuando se percata que el sexo posee una negatividad “que se revela como el aspecto subjetivo de la conducta destructiva” (p. 16) pues no olvidemos el contexto de la Primera Guerra Mundial en el que ella vivió y escribió, no impide hacer trabajar ese planteamiento en la reflexión acerca de lo que provoca el acto creativo.

Para nosotras, la clínica feminista es un proyecto creativo. Así que lo que a continuación narraremos son las instancias de destrucción que se pusieron en juego en una de las autoras, fundadora y gestora del proyecto, para impulsar esta apuesta medio atrevida y controversial que nos exigió existencia. Perseguíamos a toda costa evitar “reiterar caminos intelectuales ya recorridos” (Villoro, 2023, p. 150), aunque ello tiene sus costos, como a continuación describiremos.

La voz nuevamente en primera persona

El momento fecundo que catalizó la gestación de la clínica feminista estuvo ligado a sensaciones de aislamiento e impotencia. Lo explico.

Cuando me reincorporé, en 2009, a mis labores académicas, después de haber concluido mi doctorado, avizoraba un horizonte enorme de posibilidades para darle cabida a la línea de investigación y generación del conocimiento que traía bajo el brazo: el feminismo psicoanalítico. Se me dio la oportunidad de impartir un seminario dentro de lo que en aquellos ayeres era el módulo de psicoanálisis, ya referido por la coautora. Asimismo, me aceptaron como integrante del cuerpo académico, con vida hasta la fecha, donde se trabaja el psicoanálisis en la facultad a la que estoy adscrita. Creo que esta aceptación fue más movida por el brillo del grado de doctorado que había conquistado, pues el cuerpo académico aumentaría sus indicadores de calidad, y menos por depositar confianza en los aportes que un doctorado en estudios de género, brindaría a la reflexión psicoanalítica dentro del grupo. Aun así, se abría un camino para sembrar mis nuevas teorías, lo que fue tratado con respeto y apertura por parte de mis compañeras y compañeros psicoanalistas, pero no con interés para conocerlas o dialogarlas.

No obstante, los espacios académicos no eran los únicos que me interesaba impregnar con la sabia fresca de los saberes cosechados, también estaba en mi horizonte la clínica, misma que reabrí a mi regreso a México. ¿Con quién podría dialogar acerca de mis inquietudes por los impactos del patriarcado en la vida de las mujeres, una vez que hube identificado el lado oscuro del psicoanálisis, ese que lo ancla a su propia “versión del culto al patriarca” (Ramírez-Bermúdez, 2021, p. 19)? Con mis colegas no era opción, ya estaban demasiado metidas y metidos en sus propias versiones del psicoanálisis y en sus modos de hacer clínica. Tenía que buscar otras interlocutoras. Sí, quería que fueran mujeres porque como propone Luce Irigaray, es entre mujeres que se torna factible la elaboración de un mundo en femenino, y así la emergencia de una verdadera cultura de la diferencia sexual.

Aunada a la sensación de aislamiento, en el sentido de no poder comunicar a otras personas el mapa que quería trazar para elaborar un nuevo territorio de la clínica psicoanalítica en Morelia, Michoacán apareció la impotencia. El número de mujeres que son asesinadas todos los días en nuestro país es aberrante, al igual que el de mujeres que son abofeteadas, violadas, cosificadas, explotadas, denigradas. Tenía que hacer algo para eliminar la impotencia que me abrumaba tras haber tomado conciencia de la magnitud del problema que es la violencia contra las mujeres, habiéndola vivido yo misma, como expresé en la sección anterior. No me podía quedar de brazos cruzados frente a la terrible realidad que me azotaba en la cara mientras lavaba platos en mi cocina, doblaba ropa o impartía clases. Pero, para evitar aproximarme a la tentación del heroísmo donde hacer por y no con las demás, es un truco del imaginario con tintes narcisistas conducente únicamente a la omnipotencia, tenía que hacer con otras. “Ser, estar, sentir, pensar y hacer como mujeres desde la crítica feminista” (Romero Plana, 2024, p. 1), para dar cabida a otras reflexiones en las que se asociara el quehacer psicoanalítico con el feminismo, y en las que el yo sólo adquiere entero sentido cuando se relaciona con el nosotras.

“Un dilatado arco de tiempo” (Villoro, 2023, p. 113) transcurrió para que ese “hacer con otras” recusara mi aislamiento y doblegara mi impotencia para ceder a la creación del proyecto de la clínica feminista. Trece años. Durante los cuales obviamente pasaron muchas cosas. Sin embargo, la más relevante tuvo que ver con el programa de maestría en estudios psicoanalíticos que nació en 2014 como parte de la oferta de posgrado de la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, y en la cual se contempla una asignatura titulada psicoanálisis y estudios de género, diseñada e impartida hasta la fecha por mí. Esta asignatura me acercó a mis interlocutoras, que no podían ser sino estudiantes, luciérnagas en formación, que conociendo y sufriendo las procelosas aguas de la realidad, estaban habitadas por una cierta pulsión utópica, indispensable para cualquier cambio.

En mayo de 2022 abrí un grupo de WhatsApp al que agregué los números de contacto de las estudiantes que había identificado interesadas en el feminismo psicoanalítico, a través de nuestra relación académica en las aulas, muchas de las cuales eran mis tesistas. La respuesta que obtuve fue muy gratificante, un buen ánimo se coló en los mensajes que desfilaron de la mano de emoticones y gifs. Todas las colegas convocadas se emocionaron y aceptaron sin mayor reparo sumarse.

Despegamos. Volvemos a las dos voces

La materialización de la clínica feminista involucra tres posiciones simultáneas: ser mujer, ser analista y ser analizante, todas con el apellido autocolocado de feminista. El proceso como tal, que incluye reuniones, sesiones de supervisión, discusión de textos, requiere poner en el centro de la mesa la relación entre mujeres y sus alegorías, las presentes y las que se encuentran detrás de las historias de las participantes, sean conscientes o no de ellas. Se ha intentado pavimentar un sendero que retome los supuestos teóricos planteados anteriormente y que retorne a las mujeres y a la feminidad desde el espacio en el que parecen no existir más que en calidad de oprimidas y desdibujadas, sino es que, anuladas y victimizadas, privadas de autoridad y de potencia para gestionar la dignidad de sus vidas, ¡qué complejo! Conlleva hablar sobre lo que cada una sabemos, creemos saber y hemos aprehendido, no sólo en las aulas que nos formaron y siguen formando, sino también en nuestros espacios de análisis. Asimismo, se anima y nos animamos a poner al descubierto los mapas de la diferencia femenina que han elaborado nuestras necesidades, el tamaño de nuestros miedos y, claro, nuestras agresiones y hostilidades, aunque estás no se identifiquen claramente por momentos, o se prefiera guardar silencio en torno a ellas.

En la clínica feminista también se ha encomiado a poner las dudas que tenemos sobre nosotras mismas a partir de la historia de la que devenimos, de esa que se cuenta afuera, en las narraciones y anécdotas de la familia, así como en los discursos mediáticos y científicos. Cuestionar esas historias, anécdotas, narraciones y discursos nos ha permitido mediarlos y medirnos con respecto a ellos; romper la enajenación para alumbrar lo propio; colegir hasta dónde y de qué manera son discursos impuestos y muy frecuentemente ajenos a nuestros deseos. Y por muy doloroso que pueda resultar el desprendimiento del otro, decirle no a los regímenes afectivos de un padre/hermano/esposo/novio que amenaza con retirarnos su amor por rebelarnos a ser domesticadas, a seguir calladas porque así nos vemos más bonitas, no podría ser mayor al de aquel que supondría continuar atrapadas en la creencia de que lo que sentimos: miedo, tristeza, vergüenza, rabia, es una especie de castigo por no dejarnos llevar por las promesas de felicidad que ellos nos ofrecen. Es muy común escuchar de labios masculinos que las mujeres no sabemos lo que queremos o que con nada estamos felices, ¡No se les da gusto con nada!” se lamentan. De nuestros labios, por repercusión analógica con la morfología de nuestro sexo (dos labios que se (re)tocan todo el tiempo), lo que se escucha en el espacio de la clínica feminista, en cambio, son críticas y repudio a esas narrativas. Nos ayudamos colectivamente a romper las cadenas simbólicas e imaginarias que han atado nuestros cuerpos a la hegemonía afectiva de los hombres y a no tragarnos su promesa de felicidad (Ahmed, 2019).

El espacio de la clínica feminista ha servido para que las analistas nos encontremos, para mirarnos y reflejarnos mutuamente, para apalabrar el ideal del yo de cada una y de las mujeres que escuchamos, de cómo y de qué estamos hechas para responder al gran otro y desde dónde. Se ha empezado a hilvanar como una propuesta en la que el cuidado de la vida de manera colectiva se pone al centro. Cuidar a las analizantes, estando de su lado, que implica cuidarnos individualmente para poder seguir cuidando a otras, así como proveer acompañamiento a través de las redes que se van tejiendo. Asuntos como la interrupción de un embarazo, violación sexual, acoso y hostigamiento son tratados en el consultorio con apoyo de las redes feministas que existen afuera. Tomamos a esas redes como brazos comunicantes que, unidos a nuestra escucha, forjan comunidad porque compartimos valores y puntos de vista que afectan del mismo modo al colectivo entero de las mujeres.

Otro aspecto de gran valía ha sido la oportunidad de expresar una serie de preguntas que aparecen desde la misma necesidad que, como analistas, tenemos: ¿qué requiero para mejorar mi clínica? ¿cómo tejernos en grupo sin una figura de autoridad que se ubique en el discurso del amo o en el discurso universitario?, ¿qué palabras usan las mujeres para describirse a sí mismas y a sus malestares?, ¿qué es eso del autocuidado y las redes feministas?, ¿qué se enseña en las aulas de formación psicológica o psicoanalítica y cómo se hace? ¿cómo se usan las figuras de las maestras o de las analistas maduras y para qué?, ¿para angustiarse o para sostenerse?, ¿genera angustia o agobio adentrarse a grupos de mujeres? La lista de preguntas seguirá creciendo, así como las respuestas a las mismas.

No podemos cerrar esta sección sin aproximarnos, aunque sea someramente, a algunas de las particularidades de la clínica psicoanalítica feminista en acción.

Una de ellas es el acuerpamiento de una escucha que dará pie en algún momento durante el proceso, a la emergencia de fantasías, anhelos y expectativas, a través de las cuales se movilizan elementos de los vectores traumáticos de la historia personal de cada analizante que están interconectados con el poder, la dominación y el sometimiento masculinos.

Ilustraremos con algunos hallazgos clínicos, no sin antes aclarar que se trata de mostraciones que tuvieron lugar en el encuentro con las pacientes, y no de demostraciones o comprobaciones teóricas que, al ser producto de la aplicación del método psicoanalítico, no intentan probar una teoría, “sino que es en sí misma la construcción de una teoría” (Jardim y Rojas, 2010, p. 534). Aunado a lo anterior, vaya otra aclaración: lo que vamos a presentar son aspectos, recortes de lo escuchado que hemos privilegiado porque aluden a y entretejen discursivamente rostros de la dominación masculina. Nos resonaron cuando entraron en contacto transferencialmente con nuestras propias historias de opresión masculina al irlos escuchando en la situación clínica y momentos después cuando los compartimos entre nosotras como parte de la organización de la escritura de este texto. Ahora los queremos compartir con ustedes.

Se trata pues de fragmentos significativos que compaginamos para ilustrar el atravesamiento del patriarcado en las historias de vida de las mujeres, de las analistas y de las analizantes. En ese sentido no son la historia clínica como tal, y tampoco las pacientes los casos, por lo que

se torna completamente innecesario solicitar su consentimiento para la escritura, publicación o debate del análisis realizado por el clínico. Por el contrario, el requerimiento de su consentimiento bien podría acarrear diversas repercusiones transferenciales que comprometerían lo que ya se ha trabajado, pues cómo pedirle que avale un análisis sobre los fenómenos que ya vive y que al mismo tiempo le son tan ajenos. El confrontarlo con tal extranjería podría interrumpir el proceso elaborativo que lleva a cabo bajo transferencia (Sierra, 2020, p. 36).

Inicia el ejercicio ilustrativo una de las autoras

Una analizante llegó a mi espacio de escucha por referencias que le dieron sus compañeras de la colectiva feminista a la que pertenece, comentó asistir porque quería saber si estaba enferma de algo de la cabeza y ver si podía curarse de lo mismo. Llegó sumamente patologizada, ya que venía de otras experiencias clínicas psiquiátricas y psicológicas en las que había sido diagnosticada con esquizofrenia u otros de los llamados trastornos psicóticos. En una ocasión relató haber percibido que una de las personas psicólogas con las que acudió llegó con facha de estar bajo el influjo del alcohol, lo que la hizo sentir insegura, ya que su padre consumía dicha sustancia de manera frecuente, escenas que siempre iban acompañadas de altas expresiones de violencia. También una vez narró una experiencia con el psiquiatra, quien la hizo acostarse en un sillón; ella, al voltear a verle porque le pareció incomoda la petición, se percató de que le miraba de manera lasciva su cuerpo, sobre todo la parte del pecho. En otro momento relató, que durante una de las sesiones de otro proceso de escucha que transitó, la persona terapeuta de manera abrupta y fuera de lugar sacó un libro y le comenzó a leer una explicación teórica de lo que le pasaba, y después le comentó que no podía apoyarle, esto la hizo sentir desahuciada, al preguntarse qué era lo que tenía que nadie podía curarle. En la medida que se avanzó en la remembranza de su vida y sus recuerdos, la reelaboración de los mismos y la localización de muchas vivencias relacionadas con la violencia machista que ha vivido por parte de sus familiares, parejas e incluso personas desconocidas es que la analizante logró enunciar que en los procesos anteriores no se había sentido escuchada. Las violencias fueron abordadas en esta ocasión desde las epistemologías feministas. Comentó saberse no loca.

Se abre camino aquí la voz de la otra autora

Otra analizante inició su tratamiento aquejada de un mal de amores, tomaba pastillas psiquiátricas prescritas tiempo atrás para mitigar estados fluctuantes de alegría y tristeza (lo que se conoce en el argot psi como trastorno bipolar, antes trastorno maniaco-depresivo), que habían emergido, según su relato, a partir de sus rupturas amorosas y que a ella le parecían patológicos. Se sentía loca y desenfrenada, se autolesionaba mediante cortes en sus brazos que, a pesar de haber parado, tenía temor de que reapareciera el impulso de hacerlo. A medida que fueron fluyendo sus recuerdos, en los que visualizó escenas de locura y desenfreno en su aquel entonces amante: gritaba a la menor frustración, amenazaba con quitarse la vida, rompía objetos, se percató de que el loco y desenfrenado era él, no ella. Por otra parte, las fluctuaciones en su ánimo tenían una razón de ser, localizada en experiencias de su infancia, donde el tiempo para realizar actividades se había subjetivado de formas muy particulares por situaciones ajenas a su control, pero que se contraponen a los tiempos impuestos por los diagnósticos psiquiátricos en cuanto a los intervalos o saltos saludables entre un estado de ánimo y otro. La analizante comenzó a poner en duda, estar atrapada en un desequilibrio de su química cerebral y a permitirse admitir esas fluctuaciones como parte de su ser. Cuánta alegría o tristeza se debe sentir y por cuánto tiempo es imposible determinarlo en un protocolo de salud mental y mucho menos patologizarlo.

A través de ambos fragmentos, lo que podemos observar es el cuestionamiento de los discursos patologizadores emanados de la psiquiatría, que ha sido históricamente un campo dominado por los varones. Ha habido más médicos que médicas de la mente (Appignanesi, 2009), y una cantidad mayor de mujeres que de hombres aquejadas de padecimientos mentales, como la depresión. Según la Organización Mundial de la Salud (2023), del 3.8 % de la población que experimenta depresión, 40 % corresponde a hombres y 60 % a mujeres. Y aunque las cifras puedan ser inexactas, la ilusión cultural de que esa sea la realidad, prevalece.

Además del cuestionamiento a los diagnósticos psiquiátricos, los hallazgos que presentamos, hacen eco de un par de los supuestos teóricos que expusimos en la sección anterior. Por un lado, lo sufriente que puede llegar a ser en la condición de mujer querer un deseo propio y, por otro, el poder de los afectos que se cultivan en el entorno familiar a través de las relaciones de parentesco. Parecería que los espacios clínicos orientados por la razón cientificista se niegan a escuchar el deseo de las mujeres que desean un deseo propio, más bien se las ilustra o cosifica, y sus practicantes están convencidos de que las pastillas son el remedio para cualquier trastorno individual, sin tomar en cuenta los fuertes anclajes de los síntomas a la vida familiar.

Aquí radica la importancia y el desafío de la clínica feminista. Sin patologizar tejemos la técnica psicoanalítica con las distintas epistemologías feministas, dada la diversidad de mujeres que existimos, a través de la palabra. Esto representa un punto de encuentro entre mujeres analistas que propicia el trabajo subjetivo desde la diferencia enunciada como el posicionamiento de un deseo que no pretende hacer perfiles o descripción de rasgos reiterados. Queremos que sea un cuerpo a cuerpo con la analista.

Vale la pena decir que, en el transitar con otras mujeres en los espacios de escucha, hemos localizado algunos trazos de coincidencia entre las analizantes, y que la mayoría de las mujeres que acuden a la clínica feminista se encuentran entre los 27 y 40 años de edad, adheridas a disciplinas de las ciencias sociales y humanidades como carrera de base, principalmente dentro del arte, la filosofía, la psicología y las ciencias jurídicas, entre otras. Dentro de los diálogos que hemos tenido sobre los motivos de consulta de nuestras analizantes, encontramos que suelen ser conflictos relacionados con el cumplimiento o no cumplimiento de la maternidad, la violencia en las relaciones de pareja, el hartazgo de vivir exigencias relacionadas con los estereotipos y roles de género, por crisis derivadas de diagnósticos psiquiátricos, por pertenecer a la comunidad de la diversidad sexual y por los estragos que dejan los distintos sistemas de opresión en ellas y sus cuerpos, desde el racismo hasta el capacitismo y la religión.

Otro punto fundamental del trabajo clínico desde esta perspectiva es coadyuvar a desinflar el peso que muchas mujeres suelen otorgarle al imaginario del amor romántico en las relaciones amorosas heterosexuales que tejen. Intentamos esa operación a partir de resaltar los bordes de otros deseos; por ejemplo, el deseo de saber, de poder o de bienes materiales (Bourband, 2009). Es decir, procuramos iluminar otras esferas de la vida de las analizantes para que la prioridad que le han otorgado a la esfera amorosa-sexual, pierda prioridad cuando es violenta, y sean capaces de reconocerse en otras formas amorosas en las que su ser se ha invertido e investido.

Mucho queda por explorar en la clínica que hacemos, pero no perdemos la brújula: vivas nos queremos.

La esfera sociopolítica. La sombra de la lucha feminista en la escucha psicoanalítica

Como comentamos en la introducción de este texto, el punto de almohadillado de la clínica feminista es el interés genuino por saber cómo atender las violencias de género, que es el nombre con el que institucionalmente se conoce al oprobioso ejercicio de la ley machista que ha impuesto el patriarcado. No podemos omitir observar cómo la palabra género vuelve a sustituir lo que en realidad debería ser nombrado como violencias machistas o falocéntricas (Huacuz, 2011).

Existen cuestionamientos que rodean este terrible fenómeno porque se ha abierto la pregunta sobre cómo también ha afectado nuestras vidas, y si eso puede aparecer en nuestra función de analistas. ¿De qué manera se puede cuidar a otras de las violencias propias y de las luchas de poder que privan en la esfera social?

Hemos puesto sobre la mesa el considerar las narrativas de las mujeres y sus sentires, suspendiendo la idea en torno a que en el ámbito de la escucha clínica no-feminista y en la propia feminista no aparece la violencia. Una de las mayores certezas que ha aparecido hasta ahora es que la posición política de quien escucha tiene que filtrarse, ya hemos comentado sobre este tema en la sección anterior: la neutralidad es imposible. Lo que nos atañe ahora es clarificar un poco mejor a qué nos referimos con esto de la neutralidad. No tiene que ver con el deseo de la analista, sobre ese nos abstenemos totalmente. No tomamos a las analizantes como objetos de nuestra propia satisfacción para gozar de ellas, abusando del poder que nos confiere su confianza. Lo único que esperamos obtener de ellas como ganancia libidinal propia es el pago, simbólico o real monetario, de su sesión.

Algunas de nosotras en la clínica feminista nos hemos permitido alterar la forma tradicional del pago por las sesiones que brindamos. Esto depende en gran medida de si la clínica es nuestro único ingreso o si se trata de un ingreso adicional porque el ingreso alimenticio proviene de otra fuente. Aceptamos trueque o pago en especie: una pintura, cuando se trata de analizantes artistas; un kilo de aguacates, cuando a quien se analiza es un jardinero. Esta alteración del sistema mercantilizador de bienes y servicios denota un golpe al sistema capitalista, es de hecho anticapitalista y, así, una estrategia política afín a nuestra postura ideológica. Aceptar otros bienes como pago de las sesiones supone un abrazo a la lógica del intercambio equivalente que hemos ido absorbiendo a través de propuestas modernas de la antigua ley fundamental de la alquimia. Una de ellas, la que nos regala la mangaka japonesa Hiromi Arakawa (2000), para quien el intercambio equivalente “significa que uno no puede obtener/producir algo si no se ofrece algo del mismo valor a cambio” (Jiménez Martínez, en prensa).

La posición política ante el mundo que hemos asumido con toda seriedad y compromiso las psicoanalistas feministas, nos permite escuchar a la ciudadanía y a las mujeres, habilitando así otra trinchera de lucha que bien vale reivindicar con una leve alteración de una consigna feminista que se grita en marchas y movilizaciones: “la analista feminista escuchando también está luchando”.

Por otra parte, nuestra atención a las violencias machistas, estriba en las alarmantes cifras que exponen estudios como la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), implementada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2021), la cual aporta información sobre la presencia de la violencia que viven las mujeres mayores de 15 años separándola por tipo y modalidad, como lo establece la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) (2007). Si bien es cierto que no sólo de estadísticas vive la ciencia, sí es importante tomarlas en cuenta porque se prestan como un cartabón para orientar acciones menos neuróticas, sino sublimadas dentro de los espacios de la clínica feminista. Es importante que las analizantes vayan tomando conciencia de que lo que les sucede no es de carácter individual, sino un problema social que nos lastima a todas las mujeres.

Análisis

Dado que nuestra práctica clínica asume intereses geopolíticos situados, siguiendo las propuestas de las economías afectivas de Sara Ahmed (2019), es importante considerar datos de la entidad federativa donde vivimos. Para el caso de Michoacán, a partir de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (INEGI, 2021), encontramos que el 64.9 % de las mujeres encuestadas ha experimentado algún tipo de violencia alguna vez en su vida. La violencia más vivida es la psicológica con el 49.5%, seguida de la violencia sexual con el 39.9%. El ámbito de mayor prevalencia es la pareja con el 42.6%, seguido del espacio comunitario con el 34.7%. Por otro lado, el 42.7% la ha vivido en los últimos doce meses, señalando que de acuerdo al puntaje nacional en esta temporalidad nos encontramos por debajo de la media nacional por una décima; es decir, las mujeres del estado de Michoacán viven por nada la misma prevalencia de violencia que el índice nacional, dato estrujante hemos de señalar. Siguiendo con el tipo de violencia, es la psicológica la que se instala en el primer lugar con el 31.1%, seguida de nuevo por la sexual con el 21.3%. El ámbito de mayor incidencia es la pareja con el 24.3% y el escolar con el 23.9%.

Resulta interesante mencionar que encontrar datos a nivel local o municipal suele ser complejo; sin embargo, una de las autoras —que se desempeñó como psicóloga del Instituto de la Mujer Moreliana para la Igualdad Sustantiva, a través del Departamento de Bienestar Físico y Emocional de la ciudad de Morelia, de 2016 a 2021— se aventuró en colaboración con personas prestadoras de servicio social, de prácticas profesionales y personas becarias, a la aplicación de una encuesta de 23 ítems a mujeres, todos relacionados con violencia física, psicológica, sexual, económica, patrimonial y digital. Dos ejes rectores del documento fueron la edad y el sector, ya que Morelia se divide en cuatro cuadrantes. En total, se aplicaron 1,600 encuestas a mujeres mayores de 15 años de edad, 400 por sector y por edad para ser exactas. En este ejercicio se obtuvo que la violencia más vivida fue la psicológica, con el 95.40 %, lo que nos llevó a inferir la necesidad de establecer estrategias de intervención desde ese ámbito. Para qué darle más vueltas, la violencia psicológica era prioritaria.

Pensar en la elaboración de un instrumento que fuera aplicable a una ciudad como Morelia, en la necesidad de contar con muchas manos sensibles ante el tema para su aplicación, y sobre todo el saber que después de realizar las preguntas las mujeres participantes serían movilizadas en su subjetividad y experiencias de vida, implicó una reflexión profunda sobre la intención de la misma, además de preparar los oídos y el corazón para lo que se fuera a recibir más allá del instrumento. Una de las autoras toma la palabra.

Fue un ejercicio sobre la formación que he tenido desde los feminismos y los estudios de género, sobre las epistemologías que me dan suelo para no caer y sobre la necesidad de formación en una escucha feminista para quienes me acompañarían en la misión, además de también escucharlas en sus propios desplazamientos subjetivos, después de aplicar el instrumento y sistematizarlo. Me preparé para destapar una de las tantas coladeras de la ciudad que en realidad no están selladas. Toda mi energía se concentró en poder establecer un ejercicio que cuidara de quienes nos iban a compartir sus experiencias, de quienes las escucharíamos y de plantear estrategias de intervención desde la política pública para los resultados esperados desde la estadística que sabríamos tendríamos.

Esta experiencia amplió la rabia de mi corazón ante la violencia que vivimos las mujeres, me condujo a organizar sesiones de sensibilización, a través de abrazos y cobijo de esos oídos en formación, ante las mujeres que en su mayoría desconocían lo que es la violencia y sus diversas formas, porque eso ha sido parte de lo que nos hace el sistema. También me llevó a preguntarme el por qué no hay datos a nivel local; por qué las instancias públicas con toda la información que recolectan a diario desde las atenciones que proporcionan, parece que no hacen más que producir números; por qué desde los espacios de formación universitaria no aparecen materias vinculadas a los feminismos o a los estudios de género de manera transversal; por qué la violencia parece que no se acaba de contar y de repetirse; pero, sobre todo, por qué adquirí el compromiso con las mujeres de mi ciudad para hacer un mapa de esas vivencias lacerantes. La respuesta a esta última sigue estando en desarrollo, parte de ella fue romper el silencio local de las estadísticas mediante un zoom a nuestra realidad inmediata y particularidad, para poner ahí la posición política que he venido desarrollando desde la universidad por el acompañamiento y cobijo que, a su vez, me ha brindado la otra autora de este texto, desde 2012.

Cabe mencionar que la encuesta no se publicó de manera oficial desde la institución, ya que su sistematización coincidió con periodos de cambio de administración; sin embargo, con la complicidad de mis compañeras se organizó una rueda de prensa en la que se invitó a organizaciones de la sociedad civil, otras instituciones y medios de comunicación para exponer los principales hallazgos. Y es que vale decir de nuevo: las instancias de atención a las mujeres, dentro de las organizaciones familiares que forman las instituciones, muy frecuentemente reproducen opresiones y subordinaciones que vivimos las mujeres desde las asignaciones culturales y los sistemas dominantes. Eso no impidió que se expusiera lo que otras mujeres decidieron compartir, sus voces aparecieron para formar un solo frente en donde también aceptaron la mía. Todas las mujeres de la ciudad rompimos el silencio local de la estadística, no podíamos permitir que los datos no salieran a la luz. Era por ellas, por nosotras y por todas. No sólo rompimos el silencio con la estadística, también con la autoetnografía que ahora compartimos, dado que es una metodología que hospeda la experiencia, y es la experiencia reflexionada la que cobra primacía en la teorización de la clínica feminista.

Conclusiones

La sociedad actual, que para nuestro asombro y consternación vuelve, en un giro siniestro de la historia, a “favorecer el crimen, el goce del mal y la privación de todas las libertades” (Roudinesco, 2014, p. 181), con el único fin de acumular riqueza, poder y dominio ahora amparada en la tecnología y los algoritmos, está minando nuestras fuerzas. Plantarles cara a las tendencias políticas, cada vez más abiertamente fascistas, que pretenden eliminar las conquistas feministas recortando o suprimiendo presupuestos de política pública, así como minimizar las opresiones y explotaciones cotidianas que viven las mujeres, abogando por casos aislados, exige esfuerzos máximos de creatividad y resistencia. La clínica feminista se adhiere a estos esfuerzos, orientados no sólo al combate de la estructura patriarcal desde y en la subjetividad, sino también al cuestionamiento del poder que se manifiesta localmente en ciertas ofertas terapéuticas. Estas, en su afán de eliminar los síntomas con la inmediatez con que actúa un antidepresivo o un ansiolítico, sostienen la creencia de que la patología mental puede erradicarse mediante el fortalecimiento del yo y de la llamada autoestima. Adaptarse a la realidad antes que transformarla.

La imbricación de la esfera teórica, clínica y sociopolítica de la clínica feminista representa un tejido de resistencia desde el que pretendemos sostener espacios y procesos que no teman exponer los estragos de las violencias machistas, y en los que se analicen hasta la médula y en sus últimas consecuencias los malestares subjetivos derivados de la construcción patriarcal de la diferencia sexual, especialmente en las mujeres.

Este ejercicio autoetnográfico a dos voces nos permitió avizorar que el futuro de la clínica feminista depende de la constante reivindicación de que lo personal es político y de que la psicología individual es simultáneamente psicología social, postulados que resultan desafiantes y no siempre se logran plenamente. Asimismo, permitió alumbrar de otro modo la memoria del olvido, recordándonos cómo nos encontramos —como autoras— con teorías emancipadoras que nos transformaron profundamente, fomentando la politización de nuestros cuerpos y de nuestras identidades femeninas. Desde esa experiencia, hemos tomado esas herramientas para acompañar y apoyar los procesos emancipatorios de otras mujeres.

Nuestro trabajo como activistas y clínicas también abarca ponderar qué tanto estamos dispuestas a revisar las relaciones que entablamos con otras mujeres, dentro y fuera de los espacios explícitamente políticos y clínicos, para ir generando transformaciones en los tejidos de lo femenino. Si es que esas relaciones nos angustian o nos inspiran, y si nos angustian, intentar comprender sus fuentes; y si nos inspiran, propagar los procedimientos y condiciones subjetivas que las alentaron.

Es fundamental prestar atención al discurso del amo que se filtra en las aulas donde aprendemos y enseñamos feminismo y psicoanálisis, para evitar que se reproduzca acríticamente. Impregnar esos espacios de formación con conciencia de género y brindar consistentemente materiales de lectura de carácter subversivo, particularmente escritos por feministas, que no sólo permitan identificar y desarticular relaciones de poder, sino que también abran caminos para elaborar algo diferente. Atentar diariamente contra las violencias psiquiátricas que se coagulan en diagnósticos y clasificaciones pertinaces, para facilitar la emergencia del deseo propio, cifrado en la historia de cada mujer, que no es sino la historia de todas.

Haber tomado la palabra autoetnográficamente a dos voces desde el feminismo representó hacer posible pasar de lo individual a lo colectivo, ponderando la propuesta de que no es únicamente en lo social, en la adecuada aplicación de leyes y en el ejercicio justo de la política pública, donde se avecinarán las transformaciones reales en las vidas de las mujeres. El psicoanálisis feminista en la clínica promete otras cosas.

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Flor de María Gamboa Solís

Mexicana. Doctora en estudios de género por la Universidad de Sussex, Inglaterra; maestra en psicología de la educación, perspectiva psicoanalítica por el Instituto Michoacano de Ciencias de la Educación, en Morelia, Michoacán y licenciada en psicología clínica por la Universidad Autónoma de Querétaro. Actualmente profesora-investigadora en la Facultad de Psicología de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Líneas de investigación: violencia de género, maternidad y subjetividad, feminidad y diferencia sexual.

Correo electrónico: flor.gamboa@umich.mx

Adriana Migueles Pérez Abreu

Mexicana. Maestra en estudios de género por el Instituto Universitario de Puebla, sede Morelia, Michoacán; licenciada en psicología por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en la misma ciudad. Actualmente profesora en la Universidad de Morelia. Feminista y psicoanalista. Líneas de investigación: diferencia sexual, violencia de género, feminidad y subjetividad, relación madre-hija, sistemas de opresión, política pública feminista y la clínica feminista.

Correo electrónico: abreu_87@yahoo.es