GénEroos

Volumen 3/número 6/Septiembre2025-febrero 2026/ pp. 36-70

eISSN 2992-7862

https://doi.org/10.53897/RevGenEr.2025.6.2

Cuidadoras mayores: entre obligaciones familiares y muros de un mercado exorbitante

Elderly caregivers: between family obligations and exorbitant market walls

Araceli Dennise Díaz Pedroza ORCID: 0000-0001-6141-1696

Universidad Autónoma de Yucatán, Yucatán, México

Recepción: 08/09/2024

Aprobación: 07/04/2025

Resumen

Este artículo expone y analiza el papel fundamental, aunque frecuentemente invisibilizado, de las adultas mayores como cuidadoras no remuneradas de otras vejeces que atraviesan por enfermedades crónicas y situaciones de dependencia en el ámbito familiar. Ante la obligación filial y las barreras económicas impuestas por un mercado de cuidados inaccesible, estas mujeres asumen el cuidado con escasas alternativas viables. Desde un enfoque cualitativo y una perspectiva feminista interseccional, el trabajo se sustenta en entrevistas a profundidad y observación participante con cinco mujeres de entre 63 y 71 años, quienes adquieren la responsabilidad de cuidados intensos y extensos hacia padres, madres y hermanas mayores con diagnósticos crónicos como demencia tipo Alzheimer, cáncer, artritis, esquizofrenia y Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica. A través de sus narrativas, estas mujeres revelan cómo se desenvuelven en un contexto en el que las opciones institucionales de cuidado, además de ser económicamente inasequibles, son rechazadas por la profunda internalización de un imperativo moral y familiar que les impone la responsabilidad del cuidado en el hogar. Esta dinámica intensifica el desgaste físico y emocional, perpetuando desigualdades y precariedades estructurales, visibilizando la ausencia de una regulación adecuada en un contexto donde el cuidado debería ser un derecho garantizado. El artículo finaliza con una reflexión crítica sobre la urgencia de reconocer, valorar y regular el trabajo de cuidado no remunerado que estas mujeres realizan, subrayando además la necesidad impostergable de establecer marcos que regulen los servicios de cuidado en el mercado local de Mérida, Yucatán.

Palabras clave

Adultas mayores, cuidados no remunerados, familias, mercado, narrativas.

Abstract

This article exposes and analyzes the fundamental, although often invisible, role of older women as unpaid caregivers of other elderly women suffering from chronic illnesses and situations of dependency in the family environment. Faced with filial obligation and the economic barriers imposed by an inaccessible care market, these women assume caregiving with few viable alternatives. From a qualitative approach and an intersectional feminist perspective, the work is based on in-depth interviews and participant observation with five women between 63 and 71 years old, who assume the responsibility of intense and extensive care for fathers, mothers and older sisters with chronic diagnoses: dementia such as Alzheimer’s, cancer, arthritis, schizophrenia and chronic obstructive pulmonary disease. Through the construction of narratives, these women reveal how they cope in a context where institutional care options, in addition to being financially inaccessible, are rejected by the profound internalization of a moral and family imperative that imposes on them the responsibility of care at home. This dynamic not only intensifies the physical and emotional exhaustion they face, but also perpetuates structural inequalities and precariousness, making visible the absence of adequate regulation in an area where care should be a guaranteed right. The article concludes with a critical reflection on the urgency of recognizing, valuing and regulating the unpaid care work that these women perform, underscoring the urgent need to establish frameworks to regulate care services in the local market of Mérida, Yucatán.

Keywords

Older women, unpaid care, families, market, narratives.

Introducción

El envejecimiento de la población es una realidad ineludible a nivel global, pero sus manifestaciones y consecuencias están profundamente determinadas por las desigualdades socioeconómicas y demográficas que moldean cada contexto. En la región de América Latina, y particularmente en México, este proceso ha estado marcado por un ritmo acelerado debido a la combinación de bajas tasas de fecundidad, cambios en la mortalidad y patrones migratorios que han transformado la estructura etaria en las últimas décadas. Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2022a), en el segundo trimestre de 2022, el país contaba con 17,958,707 personas de 60 años o más, lo que representaba el 14% de la población total. En este contexto, Yucatán se posiciona como la sexta entidad con mayor índice de envejecimiento a nivel nacional (INEGI, 2020), superado sólo por los estados de Ciudad de México, Veracruz, Morelos, Colima y Sinaloa.

Sin embargo, más allá de las cifras demográficas, es crucial examinar las condiciones en las que transcurre la vejez en estos territorios. Las dificultades que enfrentan las personas mayores en Yucatán son innegables. De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020, en el estado residían 289,035 personas de 60 años o más, de las cuales 160,942 reportaron alguna discapacidad, limitación funcional o dificultad cognitiva. Esto implica que seis de cada diez personas mayores requieren algún tipo de cuidado o apoyo directo, con una proporción de cuatro mujeres por cada dos hombres. Las limitaciones más reportadas incluyen problemas de movilidad, visión, audición y la imposibilidad de realización de actividades básicas de la vida diaria como bañarse, vestirse o alimentarse.

Ante esta realidad, resulta imperativo cuestionar la disponibilidad y accesibilidad de servicios de cuidado para este sector de la población. Si bien la Ley de los Derechos de las Personas Adultas Mayores (Diario Oficial de la Federación, 2002) establece en su artículo 9º que la familia es responsable de garantizar el bienestar de sus integrantes mayores, promoviendo su calidad de vida y protección; en la práctica, esta disposición ha servido como mecanismo para trasladar la responsabilidad del cuidado desde el Estado hacia los hogares. La ausencia de una oferta pública suficiente y la privatización de los servicios especializados han consolidado un modelo de atención excluyente, donde quienes no pueden costear opciones privadas quedan desprovistos de alternativas viables.

En Mérida, Yucatán, la situación se agrava debido a la casi inexistente infraestructura pública para el cuidado de las personas mayores con dependencia funcional. La oferta privada, aunque más amplia, es inaccesible para la mayoría y opera bajo modelos sanitaristas y asistencialistas que contradicen un enfoque basado en derechos humanos (Batthyány y Perrotta, 2023). En este contexto, la desfamiliarización del cuidado; es decir, la posibilidad de redistribuir esta responsabilidad fuera del ámbito doméstico, se convierte en una aspiración lejana, limitada por la precariedad del sistema de atención y las fuertes expectativas sociales que siguen ubicando a la familia y, en particular, a las mujeres como las principales proveedoras de cuidados. Así, el problema no radica únicamente en cómo se quisiera brindar o recibir cuidados, sino en la capacidad real que ofrecen los recursos disponibles (emocionales, materiales, económicos, de tiempo y de infraestructura) para hacerlo posible.

A partir de este panorama, un grupo profundamente invisibilizado emerge como pilar central: las mujeres mayores en los hogares multigeneracionales de Mérida. En estos entornos, donde conviven dos o incluso tres generaciones, una hija, hermana o esposa, todas adultas mayores, asume la responsabilidad de cuidar no sólo a las infancias, sino también a otras personas mayores con dependencia funcional derivada de enfermedades crónicas como demencia, Parkinson o diversos tipos de cáncer. Esta labor, indispensable para sostener la vida, se desarrolla sin reconocimiento ni recursos que mitiguen la sobrecarga que enfrentan.

El argumento central de este artículo es que, en la provisión de cuidados para las vejeces con dependencia funcional en Mérida, la responsabilidad familiar se configura como el factor determinante en un contexto donde la insuficiencia y la inaccesibilidad de los servicios especializados refuerzan la centralidad del cuidado dentro de los hogares. En este entramado, las mujeres mayores, frecuentemente invisibilizadas y desvalorizadas, asumen de manera predominante tanto el cuidado directo como indirecto de familiares mayores (Organización Internacional del Trabajo [OIT], 2024), enfrentándose a la escasez de alternativas asequibles y a una segmentación socioeconómica que distingue entre quienes pueden acceder a servicios de cuidado externos y quienes quedan excluidos de ellos. Este análisis sostiene que la sobrecarga del cuidado en mujeres mayores no es únicamente producto de la falta de infraestructura pública o los costos exorbitantes en el mercado de cuidados, sino de un arraigado modelo sociocultural que naturaliza su rol como cuidadoras.

En sociedades con estructuras familiares tradicionales, como la de la capital yucateca, persiste la expectativa de que las mujeres, particularmente aquellas de mayor edad, se encarguen del cuidado de otros, incluso cuando sus propias condiciones físicas y emocionales se ven afectadas. Así, más que una decisión individual, el cuidado muchas veces se convierte en una obligación sostenida por un andamiaje normativo y cultural que invisibiliza la labor de estas mujeres y restringe su acceso a otras opciones. Incluso en familias con los recursos para costear servicios privados, el mandato social del deber ser impone una fuerte presión para que el cuidado permanezca en el ámbito familiar. Como resultado, la responsabilidad del cuidado recae desproporcionadamente sobre las mayores, lo que amplifica las desigualdades en el acceso a recursos y atención.

Este escenario exige con urgencia una revisión crítica de los modelos de apoyo y atención a la dependencia en Yucatán, no sólo para visibilizar a quienes cuidan y a quienes requieren cuidados, sino para impulsar una redistribución equitativa de estas responsabilidades. Garantizar sistemas justos, sostenibles y fundamentados en el derecho al cuidado, con un enfoque prioritario en las personas mayores, es una tarea inaplazable.

Referentes conceptuales y datos relevantes

La noción de cuidados alude a un conjunto de prácticas fundamentales orientadas a satisfacer las necesidades básicas que garantizan el bienestar y la supervivencia de las personas. Estas prácticas cumplen con la provisión de recursos físicos y simbólicos indispensables, y también desempeñan un papel crucial en la promoción de la participación e inclusión de las personas en la vida social. Por tanto, la definición propuesta por Fisher y Tronto (citadas en Tronto, 2010) a principios de los años noventa, permite reconocer, desde una perspectiva más universal, que los cuidados no sólo se limitan a los cuerpos, sino que también abarcan las distintas formas de vida. De este modo, el cuidado, entendido como una actividad propia de la especie, “incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro ‘mundo’, para que podamos vivir en él de la mejor manera posible” (Tronto, 2010, p. 160).

Las discusiones previas coinciden en definir el cuidado como una necesidad humana esencial para el bienestar y un trabajo fundamental para la reproducción de la vida. Este concepto abarca varias dimensiones, incluyendo el autocuidado, el cuidado de otros, tareas indirectas como la limpieza y la preparación de alimentos y la gestión del cuidado mismo. Además, implica la creación de espacios adecuados para el cuidado y puede ser proporcionado por los hogares, el Estado, el mercado o la comunidad, siendo también un derecho humano fundamental (Montes de Oca, 2023). Al profundizar en esta cuestión, el cuidado puede comprenderse también como la provisión diaria de atención social, emocional, cognitiva y física para todas las personas, dentro de contextos variados, ya sea a través de formas voluntarias, profesionales o en el hogar, y puede ser remunerado o no (Batthyány, 2001).

Consecuentemente, se hace imperativo vislumbrar que, aunque todas las personas necesitan o necesitarán cuidados en algún momento de su vida, la distribución de estos se ha convertido en un eje de marcada desigualdad. En particular, se argumenta que la organización social del cuidado (OSC) es inherentemente injusta y actúa como un vector que perpetúa y reproduce las brechas socioeconómicas y de género en escenarios como México. Este concepto, derivado de los regímenes de bienestar y vinculado al denominado diamante del cuidado (Razzavi, 2010), permite ampliar la perspectiva más allá del trabajo doméstico y de los cuidados no remunerados, incorporando también las interacciones entre hogares, Estado, mercado y organizaciones comunitarias en la producción y participación del cuidado.

Es crucial subrayar que la OSC se refiere a la división de responsabilidades dentro del ámbito familiar, pero también representa un componente teórico, político y de realidad social que subyace a la organización del bienestar en sociedades desiguales. La comprensión de la OSC resulta esencial para analizar cómo se distribuyen las responsabilidades de cuidado y es clave para entender la dinámica en contextos particularmente dispares, al integrar las dimensiones económica, social, política y cultural de los arreglos de cuidado (Rodríguez y Fraga, 2021).

La evidencia disponible sugiere que la organización social vigente en América Latina, y particularmente en México, presenta profundas injusticias derivadas de la disímil distribución de las responsabilidades de cuidado en dos niveles distintos: entre los actores que deberían asumir estas responsabilidades de manera corresponsable —Estado, mercado, comunidad y familias— y entre hombres y mujeres. En otras palabras, se observa que las familias han asumido históricamente la responsabilidad de sostener, reparar y mantener la vida, así como que dentro de ellas han sido las mujeres quienes han cargado desproporcionadamente con estas tareas.

Así, al profundizar en esta cuestión, las aproximaciones desde la economía feminista han mostrado que, en sociedades capitalistas, la reproducción de la vida y la provisión de bienestar han sido relegadas al ámbito del hogar, especialmente a las mismas mujeres debido a la injusta división sexual de trabajo (Carrasco et al., 2011; Pérez, 2019). Esto ha generado un costo significativo en la vida de muchas al restringir su acceso al mercado laboral remunerado, dificultar su autonomía económica y personal, limitar su participación en la esfera política y su capacidad de autocuidado, además de contribuir a la feminización de la pobreza.

De acuerdo con la Encuesta Nacional para el Sistema de Cuidados (ENASIC) (INEGI, 2022b), la tasa de participación de las personas de 15 años y más en actividades de cuidado para personas del hogar y otros hogares alcanza los 31.7 millones. Esta cifra revela una considerable desigualdad de género en la distribución de estos trabajos: mientras que el número de hombres involucrados en el cuidado es de 7.9 millones, las mujeres representan una cifra notablemente mayor, con 23.9 millones. En este contexto, resulta crucial examinar cómo, a medida que la población envejece y varían las tasas de morbilidad, se configura el rol de cuidado hacia las personas mayores en el país; los datos muestran que, entre las personas de 60 años y más, el 34.8% de aquellos con discapacidad o dependencia (un millón) no recibe cuidados, mientras que el 65.2% (1.9 millones) sí los recibe. En contraste, el 77.6% de los mayores sin discapacidad o dependencia (13.2 millones) no recibe cuidados, frente al 22.4% (3.8 millones) que sí los recibe.

A la luz de lo anterior, resulta fundamental considerar que envejecer conlleva riesgos que deben ser abordados de manera integral, evitando su reducción a una perspectiva individualista, la mercantilización del bienestar y la medicalización del sufrimiento. Estos riesgos, desde una perspectiva que considera tanto al sujeto-cuerpo individual como al cuerpo social, están vinculados con la pérdida de capacidades físicas y mentales, la disminución de la autonomía y, por ende, la capacidad de adaptación a diversos entornos. Además, incluyen la posible reducción en los roles familiares y sociales, el retiro del trabajo, la disminución de la capacidad económica y, en términos generales, el deterioro de la salud que conlleva un menor nivel de independencia (Enríquez, 2014).

Bajo estos escenarios, resulta esencial enfatizar que el fenómeno de la transición demográfica y de envejecimiento global, observado de forma acelerada en México, conlleva un aumento significativo en los desafíos relacionados con la atención y el cuidado de la población mayor. En este sentido, es fundamental destacar que, aunque una parte considerable de este sector ya demanda atención intermitente o permanente debido a enfermedades crónicas, accidentes o condiciones de salud transitorias, las opciones y modalidades de cuidado disponibles son limitadas; por ello, la familia continúa siendo la principal proveedora de cuidados intensos, extensos y especializados.1

Así, las cifras revelan que el parentesco más común entre los cuidadores de personas mayores con discapacidad o dependencia es el de hija o nieta, que abarca el 44.3% del total. Le siguen la pareja o cónyuge con un 29.4% y los hijos o nietos con un 13.8%. Otros parentescos femeninos, como hermanas o nueras representan el 9.8%. En contraste, para aquellas personas mayores sin discapacidad o dependencia, la pareja o cónyuge es la principal cuidadora con un 49.2%. Esta categoría es seguida por la hija o nieta con un 30.4%, los hijos o nietos con un 9.7% y otros familiares con un 6.9% (INEGI, 2022b).

En este sentido, se reconoce que la organización del cuidado de las personas mayores está profundamente entrelazada con una tradición sociocultural que consagra a la familia como la principal proveedora de los mismos. Así, este modelo familista, presente en gran parte de los países de la región, con fundamento en vínculos de parentesco, solidaridad intergeneracional y obligaciones del deber cumplido (Aguirre, 2011; Díaz y Villagómez, 2024), se basa en la expectativa de que la familia, y en particular las mujeres al interior de ella, debe asumir la responsabilidad directa de cuidar a sus mayores.2

En este marco, el cuidado, aunque indispensable, permanece invisibilizado y ajeno al reconocimiento como trabajo, porque se diluye en nociones como el amor y la responsabilidad. Esta concepción del cuidado como ayuda se reproduce en un contexto de fragilidad de la asistencia social y de inaccesibilidad al mercado de cuidados, ya sea por la falta de políticas estatales o por los costos prohibitivos de los servicios privados. Como resultado, las redes de reciprocidad, afecto y cercanía familiar emergen como la única estructura disponible para sostener el cuidado (Araujo et al., 2020; Zibecchi, 2014). Sin embargo, esta lógica perpetúa la desigualdad de género, colocando a las mujeres en el centro del sistema de cuidado sin reconocimiento ni compensación, reforzando así una estructura de inequidad que sigue recayendo sobre sus hombros.

Sin embargo, es esencial evitar una visión homogenizada de las mujeres cuidadoras y, en su lugar, reconocer su identidad y posición interseccional, como lo plantea Crenshaw (1989). En particular, estas mujeres, debido a su edad avanzada, enfrentan contextos y situaciones únicas que deben comprenderse en su complejidad. En México, la mayor esperanza de vida y el fenómeno de la feminización de la vejez —donde las mujeres viven en promedio 78 años frente a los 73 años de los hombres (Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, 2019)— conducen a que frecuentemente asuman responsabilidades de cuidado hacia otras personas mayores durante su propia vejez. Esto ilustra cómo, al prolongar su vida, las mujeres no sólo extienden su longevidad, sino que también amplían su rol como cuidadoras en diversas posiciones familiares, como hijas, parejas, hermanas u otros parentescos, abarcando generaciones aún más envejecidas.

Considerando estos escenarios, es fundamental reconocer que las mujeres mayores dedican una parte considerable de su vida al cuidado de otras personas. La historia social reciente ha revelado una dimensión adicional del rol de las personas mayores: no solo han sido receptoras de cuidados, sino también proveedoras activas de los mismos (Thane, 2010). Su contribución en el cuidado ha sido históricamente crucial, tanto en términos materiales como físicos y emocionales. En hogares donde mujeres adultas o jóvenes trabajan fuera de casa, madres, suegras u otras parientes mayores, asumen la responsabilidad de cuidar a las infancias y realizar tareas domésticas (Carrasco et al., 2011). Sin embargo, también se ocupan del cuidado directo e indirecto de otras personas mayores, a pesar de que ellas mismas atraviesan su vejez, muchas veces marcada por enfermedades, empobrecimiento y falta de tiempo propio para cuidar de sí mismas.

Esto pone de relieve la importancia de abordar que los sistemas de protección informal, principalmente las redes familiares, están experimentando cambios significativos en sus dinámicas y configuraciones en la actualidad (Enríquez, 2014). Estas transformaciones evidencian el desgaste de los recursos materiales y simbólicos disponibles y subrayan la urgente necesidad de contar con apoyos formales que complementen y alivien las demandas cotidianas, así como las situaciones de crisis asociadas al cuidado, especialmente en el caso de personas mayores que cuidan de otras personas mayores en situaciones de dependencia media o avanzada.

Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre la necesidad de ir más allá del debate sobre quién debería asumir la responsabilidad del cuidado, y enfocarnos en quiénes efectivamente realizan este trabajo no remunerado y las condiciones en que lo llevan a cabo. Este enfoque permite entender que el proceso de desfamiliarización del cuidado implica una redistribución de roles y una evaluación crítica de las opciones disponibles. En un escenario ideal, donde el cuidado se conceptualiza como una cuestión de justicia social y política, es fundamental analizar las alternativas ofrecidas. Reconocer el cuidado como una responsabilidad compartida y estructural, y no exclusivamente un deber individual, se convierte en un imperativo para avanzar hacia una sociedad más equitativa y cuidadosa.

Perspectiva metodológica

La investigación se enmarca en un paradigma cualitativo, que reconoce el significado inherente en las cosas materiales y las prácticas humanas. Este enfoque permite explorar con detalle los contextos donde interactúan múltiples colaboradoras, con el objetivo de comprender y dar sentido a sus experiencias, perspectivas e historias personales/familiares. En este sentido, es imprescindible reconocer que no podemos seguir percibiendo la realidad como un simple objeto externo, desvinculado de quienes la observan y comprenden. La realidad no es algo ajeno o distante, está profundamente entrelazada con el acto de conocerla (Gurdián-Fernández, 2017).

Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre el horizonte del enfoque fenomenológico-hermenéutico, que pone en discusión los sentidos que las cuidadoras, como mujeres y como mayores, dan a sus propias experiencias y vivencias, con las interpretaciones posibles que puedan construirse a partir de referentes más amplios puestos en diálogo con las experiencias particulares (Ramírez, 2016). Por tanto, desde estas aproximaciones y enmarcadas en una perspectiva feminista e interseccional, que sostiene que el género, en interacción con otras categorías sociales como la edad, la clase o los ingresos, actúa como un eje organizador de la vida en las sociedades (Blázquez, 2010), se trabajaron narrativas que permitieron visibilizar y cuestionar las formas en que estas confluencias configuran las experiencias cotidianas en el acceso a recursos, apoyo y alternativas de cuidado.

Estas perspectivas permitieron examinar cómo las estructuras de poder y las expectativas de género influyen en la vida de las cuidadoras, ofreciendo una comprensión más profunda de sus desafíos y resistencias a la institucionalización. En contextos donde la moral familiar y la escasez de opciones de cuidado públicas y de mercado restringen sus alternativas y amplifican sus responsabilidades, estas narrativas muestran que sus experiencias están ineludiblemente politizadas, estructuradas, culturalizadas y socializadas. Así, constituyen nuestra mejor herramienta para captar las estructuras que continuamente moldean sus realidades y prácticas (Goodley et al., 2004).

De esta manera, a través de un muestreo por bola de nieve,3 se emplearon entrevistas a profundidad y observaciones participantes con cinco mujeres mayores que brindan cuidado no remunerado a familiares de edad avanzada (esposos, padres, madres y hermanas) en Mérida, Yucatán. Estas mujeres, cuyas edades oscilan entre 63 y 71 años, provienen de condiciones económicas variadas, predominantemente de estratos medios y bajos (tabla I).

Además, como parte de la investigación, se realizó una segunda fase de trabajo de campo para profundizar en los servicios de cuidado para personas mayores, específicamente en estancias de cuidados prolongados o residencias geriátricas del sector privado en Mérida, Yucatán. Lo anterior, surgió de la constatación de que el municipio sólo dispone de una estancia pública, la cual restringe su acceso exclusivamente a personas mayores en condiciones de total marginación y abandono.

Durante esta etapa, se llevó a cabo un análisis exhaustivo de los costos mensuales asociados a los servicios de cuidado y las tarifas de inscripción exigidas por algunos establecimientos como parte del proceso de admisión. Además, se evaluaron en detalle los servicios incluidos y excluidos, tales como atención médica especializada, actividades recreativas y servicios de rehabilitación. Paralelamente, se exploró el perfil de las personas mayores admitidas en estos centros, enfocándose en las condiciones físicas y cognitivas que limitan o facilitan su ingreso. Este análisis revela las exigencias y exclusiones que caracterizan el sistema de cuidado prolongado en la región.

Tabla I

Datos sociodemográficos de las colaboradoras

Nombre (modificados)

Edad

Estado civil

Estudios

Situación laboral

Ingresos propios

Persona a la

que cuida

Luz

73

Casada

Estudios

de primaria

Comerciante y cuidadora no remunerada

Mamá con demencia tipo Alzheimer

Esther

67

Casada

Estudios

de primaria

Hogar y cuidadora no remunerada

No

Esposo con Parkinson

María

71

Casada

Estudios de preparatoria

Hogar y cuidadora no remunerada

No

Mamá con artritis y Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (EPOC)

Irene

65

Soltera

Estudios de posgrado

Jubilada

Mamá con demencia, mielodisplasia y osteoporosis/papá con tumor en la cabeza

Eugenia

64

Soltera

Estudios de pregrado

Docente

Hermana con esquizofrenia

Fuente: Elaboración propia con datos de trabajo de campo.

La indagación se fundamentó en el mapa de cuidados (MACU),4 una herramienta desarrollada por el Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJERES), el Colegio de México y ONU Mujeres, diseñada para catalogar la oferta de servicios de cuidado en el país. Inicialmente, se identificaron 35 establecimientos en Mérida, Yucatán, que incluían centros de día, asilos, asociaciones y residencias geriátricas;5 sin embargo, al centrarse exclusivamente en las residencias geriátricas privadas, se logró obtener información completa de 23 espacios.

Es importante señalar que, al ser una herramienta relativamente reciente, el MACU presentó limitaciones significativas. Muchos establecimientos carecían de información completa o actualizada, como direcciones y números de contacto; en varios casos, los datos proporcionados resultaron incorrectos o insuficientes para establecer una comunicación efectiva. Además, se descubrió que algunas residencias llevaban cerradas más de tres o cuatro años.

Este camino metodológico, que combina mapeo y narrativas, reveló un aspecto crucial: el cuidado brindado por las mujeres mayores no surge únicamente del deseo o la intención personal, sino que está profundamente arraigado en un sentido de deber ser y necesidad. La limitada oferta de servicios de cuidado, a menudo inasequibles en el mercado, la escasez de opciones públicas en el municipio y la ausencia de una política pública específica refuerzan esta condición. Al mismo tiempo, el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores (INAPAM) se limita a programas recreativos y descuentos, sin atender la provisión estructural de cuidados. Sin políticas municipales que amplíen la oferta pública, la responsabilidad sigue recayendo en las familias.

Resultados

Cuando el cuidado tiene precio: la institucionalización y sus barreras estructurales

A pesar de que la organización social del cuidado en México y en varios países de América Latina ha sido históricamente definida por un enfoque familiar, desigual e inequitativo, es fundamental situar tanto las voces de las cuidadoras como el escenario en el que se estructuran estos cuidados para las personas mayores. En Yucatán, que ocupa el sexto lugar entre los estados más envejecidos del país, esta situación cobra especial relevancia, particularmente en Mérida, capital del estado, donde se concentra una elevada proporción de población mayor. Esta concentración intensifica los desafíos del cuidado, exponiendo una interacción compleja entre la limitada oferta de servicios y el rol predominante de las familias que, en algunos casos, condiciona los roles de cuidados.

Desde esta perspectiva, ¿cuántas y cuáles son las opciones disponibles en el mercado para acceder a servicios de cuidado para la vejez? Según el Observatorio de Cuidados en México (2024), basado en datos del Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (DENUE) (INEGI, 2024a), Mérida, Yucatán, cuenta con ٤٣ establecimientos dedicados al cuidado de personas mayores, lo que representa un ٤.٤٪ de la oferta total —803 establecimientos infantiles (82%) y 133 para personas con discapacidad (13.6%)—. De estos, 30 son asilos y cuatro son centros de atención para personas mayores. Entre los asilos, concebidos como estancias de cuidados prolongados, sólo uno es público, mientras que los otros 29 pertenecen al ámbito privado.

Los costos en estas instituciones privadas oscilan entre los $8,700 y los $54,000 pesos mexicanos mensuales,6 con tarifas de inscripción adicionales que van de $5,000 a $10,000. Estas cifras exceden con creces las posibilidades económicas de la mayoría de las familias yucatecas, meridanas que, de acuerdo con datos de la ENOE, en el último trimestre de 2023, tenían un salario promedio mensual de $6,720 pesos mexicanos. Sin embargo, el análisis no sólo considera ingresos salariales, sino también el impacto de vivir en entornos donde los estilos de vida son extraordinariamente costosos, pues durante la primera quincena de abril, Mérida se colocó como la tercera ciudad más cara del país, según el Índice Nacional de Precios al Consumidor (INPC) del INEGI (2024b).

En este contexto, la mercantilización de la atención a las vejeces se manifiesta en la transformación de un derecho básico a un bien de consumo, al que sólo unos pocos pueden acceder. La alta demanda y el precio elevado de los servicios de cuidado en estas ciudades exacerban la marginación y desprotección de las familias que, debido a su situación económica precaria, se ven forzadas a asumir cargas desproporcionadas. Este modelo perpetúa las desigualdades existentes y crea barreras casi insuperables para quienes necesitan apoyo y cuidados, intensificando la crisis de acceso a servicios dignos y asequibles.

De acuerdo con Guevara-Peña (2016), la institucionalización de personas mayores se refiere al proceso de ingreso a un centro especializado donde profesionales de la salud, del ámbito psicosocial y otros profesionales se encargan de su atención y cuidado. Esta práctica suele darse en situaciones donde factores como dificultades económicas, la falta de redes familiares, problemas de salud o la vulneración de derechos conducen al ingreso de personas mayores a este tipo de residencias.

En un principio, la institucionalización se centraba en personas mayores de escasos recursos y familias incapaces de asumir el cuidado; sin embargo, con el tiempo, este fenómeno se ha extendido a aquellos con mejores condiciones económicas, que pueden costear estos servicios. Esto ha exacerbado las diferencias de clase en estos entornos, reflejando y amplificando desigualdades socioeconómicas. Además, la creciente demanda de estos servicios está vinculada a dos tendencias principales: el aumento de la esperanza de vida, que incrementa el número de personas mayores que necesitan atención y la poca disponibilidad de personas para cuidarlos (Durán, 2011). No obstante, a pesar de los cambios sociales que han alterado las condiciones del cuidado de las personas mayores, como la disminución del número de miembros familiares y el menor tiempo disponible para los cuidados, el acceso a residencias o estancias temporales privadas permanece fuera del alcance de una gran parte de la población.

En Mérida, por ejemplo, la escasez de opciones públicas —con sólo una residencia disponible— deja a muchas familias sin alternativas viables. Lo anterior, da cuenta de las distintas transformaciones en varios niveles: en el ámbito familiar, la reducción en el tamaño de las familias y el menor tiempo disponible para atender a los mayores; en el ámbito político, los cambios en las normativas laborales, de pensiones y de salud, y el aumento de la jornada laboral, que han empeorado las condiciones económicas; y en el ámbito económico, la falta de empleo y subsidios suficientes que afecta la estabilidad financiera tanto de las personas mayores que necesitan cuidados intensos, extensos o especializados, como de sus familiares (Razavi y Staab, 2010).

Si bien existen programas universales de apoyo económico para personas mayores en México, como la Pensión para el Bienestar, cuyo monto es actualmente de $6,200 bimestrales, este recurso suele ser insuficiente para cubrir los costos del cuidado a largo plazo, especialmente cuando se requieren servicios especializados. Además, es fundamental considerar las desigualdades en el acceso a pensiones contributivas dentro del sistema de protección social. De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2022), en América Latina y el Caribe, el 34.5% de las personas mayores de 65 años no cuenta con ningún tipo de ingresos ni pensiones, lo que incrementa su vulnerabilidad. En México, el INAPAM (2021) reporta que solo el 18.32% de las personas mayores reciben una pensión contributiva o jubilación, con una brecha de género significativa: 26.59% de los hombres frente al 11.20% de las mujeres. En contraste, un porcentaje considerable de personas mayores depende únicamente de la Pensión para el Bienestar que, aunque representa un ingreso mensual, no es equiparable en términos de suficiencia económica para cubrir necesidades de salud y cuidados.

“Antes muerta que institucionalizar”: más allá del dinero, el mandato inquebrantable de cuidar a cualquier costo

La institucionalización de una persona mayor no es sólo una cuestión logística o financiera, es un acto cargado de significados culturales, afectivos y morales que interpela directamente las construcciones sociales sobre el deber de cuidar. En escenarios donde el familismo está profundamente arraigado, como en Mérida, la idea de trasladar a un ser querido a una residencia geriátrica implica una barrera económica y el choque con narrativas que exaltan el cuidado en el hogar como la única opción legítima.

Este mandato inquebrantable recae con especial dureza sobre las mujeres mayores cuidadoras, quienes ven su bienestar supeditado a la lógica del sacrificio, entendido como prueba última de amor y compromiso. Más que una elección basada en necesidades y demandas objetivas, la decisión de institucionalización se convierte en un dilema moral que exige a las cuidadoras justificar su agotamiento ante un entorno que les exige seguir cuidando a cualquier costo.

Además del peso emocional que conlleva, esta decisión despierta un desbordamiento de juicios y presiones sociales que cuestionan su capacidad de cuidado y afecto. Comentarios como “si está bien, ¿por qué no la puede cuidar usted?”, “¿acaso no pueden organizarse mejor?”, o “aquí tratamos de que sea como en casa, pero nunca estará mejor cuidada que en su hogar, ¿lo reconoce?”, reflejan una narrativa estigmatizante que asocia la búsqueda de apoyo externo con la falta de amor filial o de pareja. Estas críticas, cargadas de expectativas sobre el rol de las cuidadoras, impone una presión adicional a quienes, pese al desgaste físico y cognitivo, deben debatirse entre la necesidad, el deseo y la obligación de cuidar.

Tal como lo refiere Esther, una mujer meridana de 67 años que cuida a su esposo con Parkinson desde hace más de siete años. Su camino ha estado lleno de desafíos y decisiones difíciles. Hace algunos años, enfrentó una etapa crítica en su vida cuando consideró la posibilidad de institucionalizar a su pareja. La enfermedad había avanzado y ella sentía que no podía proporcionar el buen cuidado especializado que él necesitaba. Estaba completamente desgastada, tanto física como emocionalmente, además de que recientemente había sido diagnosticada con fibromialgia, lo que intensificaba su agotamiento:

Sí, lo hablé con mis dos hijos porque no sólo es que yo quiera ¿no? También tenía que ver cómo lo íbamos a pagar o si se iba a poder, para empezar. Mi hijo el más grande que vive en El Paso, me dijo que él podía mandarme dinero, pero que no mucho porque también tiene familia pues; el más chico no está tan bien económicamente, él sí se las ve difícil porque no tiene un buen trabajo, pero me dijo que también iba a cooperar […] Una doctora me dijo que ella había llevado a su papá a uno de esos asilos y que estaba muy bien atendido el señor. Le pedí el número para marcar y que me dieran información, me fui de espaldas con lo que cobran [risas], “¡way!,7 carísimo” dije, pero me siguieron dando informes, ya la señorita me dijo: “¿está controlado?”, y la verdad es que sí, a Pepe nunca le faltan sus medicinas, sus masajes, su ropa limpia, todo, pero yo sentía muy mal porque no lo estaba cuidando bien, porque yo ya estaba muy cansada y me diagnosticaron luego fibromialgia. La señorita me terminó diciendo que como era difícil que yo pudiera pagarlo y que, si está controlado, mejor no busque [otras] opciones porque ellos eran de los más baratitos, habían de más de 20 mil pesos. Me sentí remal porque me hizo sentir vergüenza de que no puedo pagarlo y de que no puedo cuidarlo, fue muy duro, porque a veces una sí necesita esos respiros por ratitos o por temporadas. Es cansado, pero no hay de otra, hay que seguir haciéndolo (conversación personal, 02 de mayo de 2023).

A la luz de lo anterior, resulta fundamental visibilizar cómo la feminización y el familismo internalizado del cuidado moldean las críticas que cuestionan el compromiso y el buen cuidado al plantear la búsqueda de opciones fuera del hogar. Estas críticas imponen en las mujeres una carga emocional que les genera frustración o sensación de incompetencia, ya que cuidar a una persona mayor con pérdida de capacidades físicas, motoras o cognitivas implica ajustes profundos en sus vidas. Estos ajustes, que pueden incluir reorganizar actividades diarias, redistribuir el tiempo, posponer los cuidados hacia ellas mismas, reducir jornadas laborales o abandonar el empleo, así como mudarse con la persona a cuidar o trasladarla a su propia casa, suelen estar acompañados de afectaciones físicas, económicas y sociales que agravan la presión (Espinoza-Herrera y Alfaro-Vargas, 2021).

Sin embargo, estas críticas no siempre provienen de esferas externas o distantes; a menudo surgen de los círculos más cercanos, como amistades y familiares. Este tipo de cuestionamientos pueden ser profundamente desgastantes, ya que no sólo ponen en duda el afecto y compromiso de las mujeres mayores cuidadoras, sino también la validez de sus decisiones y el valor de sus acciones. Estas controversias cercanas pueden crear un entorno aún más desafiante para quienes ya enfrentan las exigencias físicas y emocionales del cuidado.

Luz, cuidadora de 73 años, relata que, a dos años del diagnóstico de su madre con demencia tipo Alzheimer, su familia nuclear: esposo e hijas, pusieron sobre la mesa la opción de institucionalizarla de forma temporal, pues sus cambios abruptos de comportamientos requerían una atención más focalizada; sin embargo, sus dos hermanos se opusieron, cuestionando incluso el amor que ella tenía hacia su progenitora. Estos comentarios la hicieron sentir como si estuviera fallando en su deber, a pesar de que su decisión nacía de un profundo deseo de ofrecer lo mejor en una situación cada vez más complicada, en la que no recibe apoyo ni acompañamiento:

Me decían que, si realmente la amaba, nunca habría pensado en separarme de ella, que una hija debería estar dispuesta a sacrificar todo por su madre, porque ella le dio la vida y la cuidó. ¿Te soy honesta? Sí me dolió, sí me hicieron sentir muy mal, la verdad, como que estaba negando la cruz de mi parroquia, pero no, no es así, sólo que yo no sabía nada, todo nos cayó de sorpresa, empezó con pequeños cambios, pero luego vinieron cosas más fuertes y yo ya no podía con todo, es cansado y desgastante. Me duele mi cuerpo y a veces me siento perdida, mi esposo trabaja y mis hijas igual, yo estoy solita con ella […] No, ninguno de ellos se apuntó porque pues como yo soy la única mujer, ellos dicen que yo tengo más vínculo con ella porque entre mujercitas nos entendemos, pero nunca se apuntaron, pero sí me criticaron cuando yo les comenté, no había ni dicho que eso iba a hacer, sólo les dije para que me dijeran cómo lo veían porque me sentía perdida, sentía que no iba a poder con todo eso, son momentos muy fuertes, ahorita pues ya tuve que aprender y ya sé manejar esto mejor, pero no te voy a mentir, hay días en los que quiero tirar la toalla, pero luego pienso “¡Ah, ta’ bien, Luz, la vas a tirar y tú solita la vas a tener que recoger!” [risas] (comunicación personal, 23 de enero de 2024).

Este relato pone de manifiesto cómo, para muchos familiares, la institucionalización no es vista siquiera como una opción viable, incluso cuando el agotamiento físico y emocional de la cuidadora directa es evidente y explícito. Para ellos, es el núcleo familiar, impulsado por el amor y la responsabilidad moral, el que debe asumir el cuidado de las personas mayores. La idea de que su ser querido pueda pasar sus últimos años en un lugar fuera de su hogar resulta inaceptable, lo que añade una presión adicional sobre la cuidadora mayor, quien, a pesar de su deseo de tomar la mejor decisión en una situación cada vez más compleja, se enfrenta a opiniones contrarias y falta de apoyo. Esta percepción refuerza la idea de que el cuidado es un deber intrínseco puertas adentro, lo que perpetúa la invisibilización de otras alternativas y elude la discusión sobre el papel de otros actores en la provisión de cuidados.

En consonancia con Luz, Eugenia también enfrentó opiniones divididas ante la posibilidad de institucionalizar a su hermana, quien vive con esquizofrenia, una enfermedad mental que requiere vigilancia constante y que demanda gran parte de su tiempo y energía. A pesar de ser una persona mayor, Eugenia ha tenido que soportar incluso agresiones físicas mientras brindaba este cuidado directo. Aunque algunas de sus hermanas consideraron la institucionalización como una alternativa, reconociendo la dificultad de la situación de Eugenia —una mujer de 64 años que trabaja en una institución educativa, con tiempo limitado y además diagnosticada con depresión—, otros mostraron resistencia. Argumentos relacionados con el costo económico y el deber moral fueron algunos de los reclamos que surgieron durante las discusiones familiares sobre cómo organizar el cuidado:

Fue difícil porque nadie quiso cuidarla, no le tienen paciencia o tienen otras ocupaciones y yo lo entiendo. Vivo sola y tengo una casa grande para que ella esté cómoda, pero es realmente muy difícil. Es una mujer muy inteligente, siempre lo fue, y por eso es complicado cuidarla. No es como un niño que se queda quieto en un lugar; no, ella se mueve, quiere ver películas en la madrugada, sale de su cuarto por agua, quiere cocinar, y si no la dejas, es cuando empieza lo complicado. Una vez, en uno de sus arranques porque no quería vestirse, salió de bañarse y no se quería poner ropa, me pegó en el seno y me dejó toda adolorida, fue terrible. Se les olvida que soy una mujer ya adulta también, ya no soy una jovencita, que [no] tengo las mismas fuerzas [que] cuando cuidamos a mis otros hermanos. Su enfermedad también es muy retadora, una tiene que estar vigilándola que tome sus pastillas, que no se vaya a quemar, que no se vaya a hacer daño. […] Mis hermanas y un hermano fueron los que también lo pensaron porque ya lo han visto y saben cómo está. Dicen que sí, que debemos buscar opciones porque la situación empeorará, pero otros dicen que no puedo abandonarla; también está lo del gasto, es carísimo y no todos quieren aportar (comunicación personal, 28 de enero de 2024).

A través de este relato, se expone de manera contundente la doble carga que enfrentan las cuidadoras adultas mayores: por un lado, la invisibilización de su propio envejecimiento y desgaste y, por otro, las exigencias físicas y emocionales de cuidar a un ser querido con una enfermedad crónica. La cuidadora no sólo enfrenta el agotamiento físico y el riesgo de maltrato que, en ocasiones, acompaña las relaciones de cuidado, sino también lidia con la incomprensión de familiares que no asumen un rol activo en este proceso. Mientras algunos reconocen la necesidad de buscar alternativas, otros la someten a una presión moral, exigiendo que no abandone a la persona enferma. Además, la situación se agrava por los elevados costos de la atención profesional, lo que limita drásticamente las opciones viables y deja toda la carga sobre sus hombros.

No obstante, la idea de la institucionalización o la asistencia a casas de día, no sólo es rechazada por los familiares, sino también por las propias cuidadoras mayores, como lo expresan María e Irene. A diferencia de las narrativas anteriores, en las que la resistencia principal provenía de hermanos u otros familiares que no participan en el cuidado directo, amparándose en razones económicas y el deber moral, las propias cuidadoras mayores también perciben estas opciones como actos de irresponsabilidad e ingratitud. Para ellas, institucionalizar o recurrir a estancias temporales (aunque sea por horas) se percibe como una falta de compromiso en su rol de cuidadoras.

Irene, una mujer que cuida de manera intensa y extensa a su padre con un tumor en la cabeza y a su madre con demencia tipo Alzheimer, relata que, a pesar del agotamiento creciente y las exigencias físicas y emocionales que implica este trabajo no remunerado, sostiene con firmeza una convicción inquebrantable: jamás consideraría institucionalizarlos. Para ella, trasladar a sus seres queridos a una institución, incluso una casa de día no es una opción. Su determinación es clara y tajante: “antes muerta que institucionalizar”. Aunque esto podría ofrecer una opción para liberar tiempo ante los cuidados directos de ambos padres, para Irene representaría una ruptura en el vínculo de cuidado que, a su juicio, debe ser profundamente familiar y cercano:

Creo que no sólo es cosa de dinero, mis hermanas y yo tenemos ingresos buenos, sí, una vez hubo la necesidad de contratar a un enfermero para mi papá, pero eso ya es otra cosa muy distinta a que yo quiera deshacerme de ellos. A mí no me pesa, no lo veo como una carga, al contrario, me gusta cuidarlos, quiero hacerlo y agradezco a la vida la posibilidad de hacerlo porque yo pensé que no iba a poder por mi trabajo, pero todo se dio, yo ahora ya tengo el tiempo para ellos y también nos organizamos con mis hermanas, ellas vienen y se quedan a dormir con ellos igual. Antes muerta que institucionalizar, la verdad. Eso no fue lo que ellos nos enseñaron, eso no fue lo que ellos quisieran porque es sacarlos de su rutina, de su casa, de su familia y llevarlos a otro lugar que los puede atender hasta mejor, quizá [risas], pero no me parece adecuado; lo hemos platicado y todas coincidimos en eso, respetamos a los hijos que lo hacen, pero nosotras no podríamos (comunicación personal, 04 de abril de 2024).

El relato refleja que, aunque tanto ella como sus hermanas cuentan con los recursos económicos para contratar ayuda profesional cuando es necesario, el núcleo de su trabajo de cuidado no se basa en una cuestión financiera, sino en un compromiso personal y familiar profundamente arraigado. Ella subraya que su rol de cuidadora no es percibido como una carga, ni algo que desea delegar o eludir, sino como una labor que le da sentido y propósito. Para esta mujer mayor, el acto de cuidar a sus padres es una forma de honrar los valores y enseñanzas que recibió de ellos. La idea de institucionalizarlos es percibida no sólo como un alejamiento físico, sino como una ruptura con esos valores familiares, lo que implicaría un desarraigo de su entorno natural, emocional y doméstico. Este aspecto es importante porque muestra cómo las decisiones de cuidado no sólo se basan en la funcionalidad o comodidad, sino también en un apego emocional y simbólico a las dinámicas familiares en Yucatán.

Por su parte, María, de 71 años, también cuidadora de su madre por la artritis y la EPOC que presenta, expresa con firmeza que la sola idea de dejarla en un centro de cuidados es inconcebible. Para ella, este pensamiento no sólo choca con su sentido del deber filial, sino también con la percepción profundamente arraigada de que el cuidado es una responsabilidad que sólo puede cumplirse dentro del hogar, como un acto de lealtad y reciprocidad. A pesar de la demanda física y emocional que conlleva cuidarla, María considera que institucionalizar a su madre sería una traición a los valores que han guiado su vida, valores que priorizan el sacrificio personal por el bienestar familiar. Esta visión está impregnada de una creencia cultural de que el cuidado, especialmente de los padres y madres, es un compromiso que no admite delegación y cualquier intento de hacerlo se percibe como una renuncia al compromiso moral que define su identidad como hija y cuidadora:

¿Qué cosa? Sí, la tía, su prima de mi mamacita, me dijo una vez: ‘‘¡ay, mujer, por qué no llevas a tu mamá a uno de esos lugares donde los cuidan!’’ Aquí estábamos las tres y vi que mi mamá se enojó mucho y yo también me enojé; para empezar, no sabe que esas cosas son carísimas y luego pues es mi deber, es mi responsabilidad cuidar de mi mamacita porque ella nos sacó adelante a mi hermanito y a mí cuando quedó viuda muy joven, ahora que toda su vida se la pasó trabajando para darnos lo mejor, ahora me toca a mí devolvérselo. No, yo no podría dejarla ahí, es responsabilidad de las mujercitas, así nos enseñó mi abuela y mi mamá. Yo vi que mi mamacita siempre la trató con mucho amor y eso es lo que todo hijo debe hacer, regresarlo […] Sí es cansado, sí hay días en los que me siento a llorar en la orilla de la cama y ella me ve y me dice: “¡Perdóname por hacerte eso!”, pero no, le digo: “¿Qué acaso soy su entenada? No, ¿verdad? Soy su hija, así que me toca cuidarla” (comunicación personal, 10 de febrero de 2024).

A través de la voz de María, se precisa en la profunda internalización de las expectativas sociales y familiares que las mujeres enfrentan en torno al cuidado de sus seres queridos. La cuidadora asume que es su deber y responsabilidad cuidar de su madre, justificándolo con una lógica de reciprocidad basada en el sacrificio materno previo: su madre trabajó toda la vida para criarla, por lo que ahora ella debe devolver ese cuidado. La sugerencia de institucionalización (aun así, sea temporal) es percibida como una afrenta moral que choca con una visión tradicional transmitida por las generaciones anteriores, donde el cuidado es una responsabilidad exclusivamente femenina. Este relato evidencia cómo las normas culturales sobre el cuidado están profundamente arraigadas en las mujeres, quienes enfrentan no sólo la presión física del cuidado, sino también la presión moral de cumplir con un mandato generacional de sacrificio.

Lo anterior se vincula estrechamente con lo planteado por Kittay (1999), quien sostiene que el cuidado asociado a situaciones de dependencia conlleva una responsabilidad moral basada en la reciprocidad. Este reconocimiento de la obligación filial representa una expresión moral y también normativa del cuidado hacia los padres en la vejez, fundamentada en el principio de reciprocidad; esta puede surgir del apoyo, cuidado o crianza recibidos durante la infancia, o bien del vínculo de parentesco en sí. De acuerdo con Robles y Rosas (2014), este proceso se enmarca en un ciclo de reciprocidad que no es lineal ni necesariamente inmediato, sino que se interpreta como un compromiso de gratitud que puede manifestarse de manera diferida en el tiempo.

Discusión

A partir de lo expuesto, resulta evidente que la organización social del cuidado (OSC) en Mérida, Yucatán, pone de manifiesto profundas desigualdades estructurales, en las cuales las mujeres mayores asumen de manera desproporcionada el rol de cuidadoras directas de familiares mayores que enfrentan enfermedades crónicas. Esta dinámica no ocurre en un vacío, sino en un contexto marcado por las “irresponsabilidades privilegiadas” (Tronto, 2005) de actores clave como el Estado, el mercado e incluso algunos miembros del entorno familiar. Estas irresponsabilidades no sólo exponen la ausencia de políticas públicas coherentes que reconozcan el cuidado como derecho fundamental, sino que también perpetúan un sistema profundamente inequitativo, moldeado por asimetrías de género, clase y edad.

A más de dos décadas de la publicación del primer informe sobre cuidados a largo plazo en México (2002), las deficiencias estructurales en este ámbito persisten. La provisión de cuidados sigue recayendo en el ámbito familiar, sin reconocimiento ni remuneración para quienes lo ejercen (García-Peña, 2024). México carece de un sistema de cuidados con regulación y financiamiento público; y los servicios existentes, mayoritariamente privados, operan de manera fragmentada y sin supervisión adecuada. La falta de regulación en aspectos clave, como las condiciones laborales del personal, los estándares de seguridad y los requisitos de certificación, ha propiciado la precarización del sector y ha comprometido la calidad de la atención en numerosas residencias (López-Ortega, 2024).

En este contexto, y ante la insuficiencia de recursos públicos, la ausencia de regulación del mercado y las limitaciones en el acceso a servicios de cuidado profesional, las redes familiares, sostenidas principalmente por mujeres mayores, se han consolidado como el principal central de la atención a otras vejeces. Según estimaciones del Consejo Nacional de Población en 2024, entre el 10 y 14% de la población de Yucatán tiene más de 60 años, pero se prevé que para 2028 este porcentaje supere el 14%, colocándolo entre los estados con envejecimiento avanzado, como Ciudad de México y Veracruz (López y Jiménez, 2024). Este fenómeno, lejos de ser una simple transición demográfica, tiene implicaciones profundas en la forma en que las familias organizan y sostienen la vida, exponiendo la precariedad de las redes informales frente a la ausencia de infraestructura pública adecuada.

En este marco, emerge el concepto de cuidatoriado, propuesto por Durán (Batthyány, 2022), una clase social invisible que asume las responsabilidades del cuidado en un contexto de mayor esperanza de vida y recursos económicos insuficientes para satisfacer las demandas del envejecimiento. Este término permite problematizar la posición subordinada de quienes cuidan en un sistema que, al no proporcionar alternativas asequibles, descarga la responsabilidad sobre las familias y, específicamente, sobre los hombros de mujeres mayores. Según Gonzalvez (2018), esta precarización no sólo implica la desvalorización del cuidado como trabajo, sino también la reproducción de roles de género que limitan las posibilidades de las cuidadoras para cuestionar su posición o delegar responsabilidades.

La presión cultural que enfrentan estas mujeres se entrelaza con lo que Hochschild (2012) define como “trabajo emocional”, es decir, la gestión de las emociones propias y ajenas como parte del cumplimiento de un rol. En el caso de las cuidadoras mayores, este trabajo emocional se intensifica por la expectativa social de que el cuidado sea una expresión de amor y reciprocidad, sin reconocer las profundas desigualdades que lo atraviesan. De este modo, las emociones no sólo acompañan el cuidado, sino que son instrumentalizadas para justificar la invisibilización y desvalorización de quienes cuidan, perpetuando la idea de que estas mujeres deben ser inagotables en su compromiso.

La tensión entre la necesidad de sostener el cuidado y el impacto emocional que conlleva se evidencia en las decisiones relacionadas con la institucionalización. En el contexto de Mérida, estas decisiones están mediadas por factores económicos, pero también por valores culturales que priorizan las redes familiares y comunitarias como expresiones de solidaridad intergeneracional (Batthyány, 2015; Aguirre, 2008). Para muchas cuidadoras y familiares, la opción de recurrir a instituciones es percibida como una traición a los principios éticos y afectivos que sustentan las relaciones familiares, reforzando una visión del cuidado como una obligación moral ineludible que debe asumirse en el espacio doméstico.

Además, la resistencia a la institucionalización revela un entramado complejo de afectos, moralidades y desigualdades. Como señala Carrasco (2006), el cuidado no puede reducirse a una serie de tareas técnicas, ya que incluye dimensiones relacionales que son esenciales para comprender su significado. Este aspecto es particularmente relevante en el caso de las cuidadoras mayores, quienes enfrentan el envejecimiento de sus familiares y también su propio proceso de envejecimiento, lo que intensifica sentimientos de culpa, frustración, tristeza y agotamiento.

En última instancia, el análisis de las cuidadoras mayores en Mérida pone de relieve la necesidad de visibilizar y valorar su rol como eje central de la organización social del cuidado. Estas mujeres, con sus cuerpos, su tiempo y sus emociones, sostienen sistemas de cuidado que son esenciales para la vida cotidiana, pero que operan bajo condiciones de inequidad estructural. La carga que asumen no es sólo física, sino también emocional y relacional, reflejando la profunda injusticia de un sistema que perpetúa su exclusión. En este contexto, la construcción de acciones públicas que aborden estas desigualdades y promuevan sistemas de cuidado inclusivos y solidarios es una urgencia ética y una condición imprescindible para garantizar el derecho al cuidado en todas las etapas del curso de vida.

Conclusiones

La investigación presentada en este artículo ofrece una mirada profunda a las percepciones de mujeres mayores que cuidan a familiares mayores con diagnósticos crónicos en Mérida, Yucatán, centrándose en la tensión entre el cuidado en el hogar y las opciones disponibles en el mercado. Los hallazgos evidencian una marcada resistencia hacia la externalización del cuidado, tanto temporal como permanente. El análisis revela que las alternativas disponibles son percibidas como insuficientes o excesivamente costosas, lo que refuerza la preferencia por el cuidado al interior de los hogares. Esta elección está determinada por múltiples factores, entre ellos, el peso emocional de la separación, las expectativas familiares y la creencia generalizada de que el cuidado puertas adentro proporciona una atención más íntima y afectuosa. Asimismo, la falta de recursos y la percepción de que los servicios privados no cumplen con las expectativas, juegan un papel crucial en la decisión de mantener a las personas mayores en el entorno familiar.

El estudio pone en evidencia que el cuidado de las personas mayores en Mérida se sostiene, en gran medida, sobre el familismo, en un contexto donde el Estado no provee infraestructura pública suficiente para garantizar su bienestar. Con excepción de una residencia que alberga a cerca de 40 personas en situación de abandono o marginación, las opciones municipales son prácticamente inexistentes. Las pocas estancias (privadas) de bajo costo operan sin supervisión rigurosa y en condiciones que comprometen la calidad de la atención, debido a la escasez de personal con formación gerontológica y a deficiencias en infraestructura. En contraste, las residencias con estándares adecuados resultan financieramente inalcanzables para la mayoría de las familias, quienes viven en situaciones de precariedad. En este escenario, la institucionalización es ampliamente rechazada en todos los estratos sociales, ya que se percibe más como un negocio lucrativo que como un espacio seguro para el cuidado de los seres queridos, reafirmando el principio cultural del cuidado familiar como el único recurso viable.

Además, esta resistencia no puede entenderse sin considerar las estructuras socioculturales que determinan quién cuida, cómo y dónde. La permanencia del cuidado en el hogar no es sólo resultado de la falta de alternativas institucionales, sino de mandatos de género que imponen a las mujeres la obligación moral y familiar de sostener la vida de otras personas. Ignorar esta dimensión es negar la raíz del problema y perpetuar su invisibilidad. En Mérida, el rechazo a la institucionalización no es una simple elección, sino la expresión de una norma profundamente arraigada: el hogar como único espacio legítimo para el cuidado. Separar a madres, padres, hermanos o hermanas del entorno familiar se percibe como una ruptura intolerable, incluso cuando implica una sobrecarga para quienes cuidan. Aquí se tensa el dilema entre la necesidad de cercanía emocional y las exigencias materiales que desgastan a las propias cuidadoras mayores.

Pero esta negativa no significa lo mismo para todos los integrantes. Para los familiares que no cohabitan ni asumen la responsabilidad del cuidado directo —particularmente los hermanos ausentes— institucionalizar es visto como un acto egoísta, un intento de la mujer mayor por evadir su deber. En cambio, para muchas de ellas, renunciar a esta opción responde a una lógica de reciprocidad inquebrantable: cuidar hasta el final a quienes las cuidaron, sostener el vínculo aún a costa de su propio bienestar.

De esta manera, para integrar adecuadamente la perspectiva de género en el enfoque del cuidado hacia las personas mayores, es esencial abordar dos aspectos clave, tal como lo expresan Batthyány y Perrotta (2023). Primero, es necesario superar la visión tradicional que define a las personas mayores como adultos mayores (principalmente varones, jubilados y con una familia que los cuida) e incorporar en las políticas de cuidado la feminización del envejecimiento y el sobreenvejecimiento. Esto implica reconocer que la mayoría de las personas mayores que requieren también cuidados intensos y extensos son mujeres que tienen peores condiciones de salud que su pares masculinos, debido a su menor esperanza de vida saludable; que predominan en hogares unipersonales, debido a su mayor probabilidad de viudez; que experimentan situaciones de discriminación por ser mujeres mayores y por su condición de discapacidad; que sufren situaciones de maltrato debido a una serie de factores de riesgo, donde ser mujer juega un papel clave, y que deben encargarse de satisfacer las necesidades de cuidados a largo plazo (Comas-d ’Argemir y Gonzálvez, 2023).

En segundo lugar, adoptar una perspectiva de género en el cuidado de las personas mayores significa reconocer que el trabajo de cuidado, tanto remunerado como no remunerado, recae principalmente en las mujeres, quienes a menudo lo realizan en condiciones precarias. La cultura del familismo refuerza esta asignación desigual del cuidado e invisibiliza la sobrecarga que enfrentan las cuidadoras mayores. Por lo tanto, integrar esta perspectiva requiere implementar acciones que permitan, por un lado, redistribuir la responsabilidad del cuidado desde las mujeres hacia otros actores, como el Estado o un mercado regulado y, por otro, mejorar significativamente las condiciones en las que las mujeres mayores realizan trabajos de cuidado no remunerado.

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Araceli Dennise Díaz Pedroza

Mexicana. Licenciada en Gerontología y diplomada en Género y Derechos Humanos de las Mujeres por la Universidad Autónoma de Chiapas. Maestra en Estudios Culturales por la misma universidad. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma de Yucatán. Líneas de investigación: vejeces, género, cuidados no remunerados, cuerpo y cultura.

Correo electrónico: a22220804@alumnos.uady.mx

  1. 1 Los cuidados intensos y extensos requieren tiempo y esfuerzo debido a la etapa de vida (infancia, vejez, enfermedad, convalecencia) y se brindan cuando la persona que los necesita no puede satisfacerlos por sí misma, como asear y cambiar el pañal a una persona mayor. Los cuidados especializados y a largo plazo, además intensos y extensos, exigen conocimientos y habilidades específicas. Se aplican a personas con autonomía reducida en aspectos psíquicos, físicos, motrices o sensoriales, e incluyen procedimientos como alimentación por sonda o diálisis (Garfias, 2021).

  2. 2 El cuidado de sus mayores, en el contexto de las mujeres, revela una responsabilidad que tradicionalmente se ha asumido de manera individual, a menudo sin el reconocimiento adecuado de su carácter colectivo y social. Esta percepción, que sitúa el cuidado como una carga personal, ignora las dimensiones estructurales y sistémicas que influyen en la asignación de estas responsabilidades.

  3. 3 El proceso comenzó con una colaboradora, una mujer mayor en la zona centro de Mérida, quien compartió el contacto de otras amigas que también cumplían con los criterios de inclusión: ser mayores, cuidar de forma no remunerada a otras personas mayores, ser familiares directos de la persona a la que cuidan y vivir en Mérida, Yucatán. De este modo, se identificaron nuevas colaboradoras, generando un efecto de bola de nieve que se expandió a medida que avanzaba el estudio.

  4. 4 Plataforma que integra datos georreferenciados del Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (DENUE), el Censo de Población y Vivienda 2020 y las Características del Entorno Urbano 2020, disponibles a través del portal del INEGI. Su objetivo es apoyar a la ciudadanía en la localización de servicios de cuidado y a la administración pública o iniciativas sociales con estadísticas e indicadores para el diseño de políticas públicas y programas en materia de cuidados.

  5. 5 Aunque el término asilo ya no es común, las unidades económicas (INEGI, 2022b) que prestan servicios a personas mayores se clasifican como “Asilos y otras residencias” y “Centros dedicados a la atención y cuidado diurno”. Los centros de día (públicos o privados) ofrecen atención temporal con actividades recreativas y de estimulación cognitiva. Las residencias geriátricas o asilos (públicos o privados) proporcionan alojamiento y cuidados permanentes a quienes requieren asistencia continua. Las asociaciones, por su parte, proporcionan apoyo mediante programas y talleres gratuitos.

  6. 6 El mapeo de los costos de las residencias geriátricas de cuidados prolongados en Mérida, Yucatán, realizado en 2024, constituye un componente clave para entender las resistencias que enfrentan las familias, especialmente las mujeres como cuidadoras directas.

  7. 7 En maya yucateco es una palabra que representa una reacción de asombro, susto o sorpresa.

Las abuelas | Fotografía de: María Isabel López Juárez.