GénEroos
Volumen 3/número 6/Septiembre2025-febrero 2026/ pp. 6-35
eISSN 2992-7862
https://doi.org/10.53897/RevGenEr.2025.6.1
El cuerpo como territorio: una aproximación a las luchas antipatriarcales de las mujeres indígenas en Guatemala
The body as territory: an approach to the anti-patriarchal struggles of Indigenous women in Guatemala
Elkin Fabián Martínez ORCID: 0000-0001-8178-2937
Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México
Recepción: 21/08/2024
Aprobación: 07/03/2025
Resumen
Este artículo aborda las luchas de las mujeres indígenas de Guatemala desde la noción del cuerpo-territorio como una respuesta a las múltiples formas de opresión patriarcal. El objetivo principal es situar estas luchas en un contexto histórico y social marcado por la memoria del conflicto armado interno, donde el Estado, a través de su poder militar, exacerbó la violencia contra las mujeres y los pueblos originarios. En su desarrollo, se analiza cómo el conflicto armado y los Acuerdos de Paz de 1996 fueron dos momentos clave para pensar en el surgimiento del feminismo territorial, que no sólo se enfoca en la defensa del cuerpo y los derechos de las mujeres, sino también en el cuidado y la defensa del territorio-tierra, un elemento fundamental en las cosmovisiones de estos pueblos originarios. En términos metodológicos, este trabajo se aborda desde un enfoque filosófico-documental que busca analizar cómo las luchas de estas mujeres se entrelazan de manera integral con la defensa de sus derechos, la tierra y sus pueblos originarios. Las conclusiones resaltan que el feminismo territorial es una herramienta determinante para la resistencia contra las múltiples formas de opresión patriarcal y neoliberal. Pese a sus avances, todavía existen desafíos significativos frente a la doble marginación que enfrentan las mujeres indígenas. Se señala la necesidad de un análisis situado que reconozca la diversidad de contextos y luchas para comprender de manera más profunda las formas de opresión y las maneras en que las mujeres indígenas resisten en el territorio guatemalteco.
Palabras clave
Guatemala, feminismo, mujeres indígenas, cuerpo-territorio, neoliberalismo.
Abstract
This article addresses the struggles of indigenous women in Guatemala from the perspective of the body-territory notion, as a response to multiple forms of patriarchal oppression. The main objective is to situate these struggles within a historical and social context that preserves the memory of the internal armed conflict, during which the State, through its military power, exacerbated violence against women and indigenous peoples. The analysis explores how the armed conflict and the 1996 Peace Accords were pivotal moments in the emergence of territorial feminism, which not only focuses on the defense of women’s bodies and rights but also on the care and defense of the land-territory, a fundamental element in the worldviews of these indigenous peoples. Methodologically, this study is approached from a philosophical-documentary perspective, seeking to analyze how these women’s struggles are integrally intertwined with the defense of their rights, their land, and their indigenous communities. The conclusions highlight that territorial feminism is a crucial tool for resisting multiple forms of patriarchal and neoliberal oppression. Despite its advances, significant challenges remain in addressing the double marginalization faced by indigenous women. The article underscores the need for a situated analysis that recognizes the diversity of contexts and struggles to gain a deeper understanding of the forms of oppression and the ways in which indigenous women resist within the Guatemalan territory.
Keywords
Guatemala, feminism, indigenous women, body-territory, resistance.
Introducción
El tema de la violencia de género contra las mujeres indígenas en Guatemala y la lucha por sus derechos atraviesa contextos complejos de resistencia, marcados por múltiples formas de opresión. Desde la conquista, en Guatemala y en otras partes de América Latina se estableció un orden jerárquico que reforzó la subalternidad de las mujeres indígenas dentro de sus comunidades y en las sociedades modernas. La colonización impuso estructuras jerárquicas que han contribuido significativamente a la invisibilización y anulación de los saberes, conocimientos y prácticas de los pueblos originarios, sumiéndolos en décadas de resistencia y lucha contrahegemónica. En particular, han desdibujado los derechos y las reivindicaciones de las mujeres indígenas, desde la reafirmación del patriarcado.
Entre los años sesenta y mediados de los noventa, Guatemala se sumergió en un conflicto armado interno, impulsado por la intervención de los Estados Unidos, en el que las comunidades indígenas y particularmente las mujeres fueron objeto de violencia sistemática, lo que desdibujó aún más su autonomía y derechos humanos.
Los Acuerdos de Paz de 1996 se constituyen como uno de los procesos más importantes en la historia de Guatemala. Al darle fin a la guerra, surge un punto de inflexión tras abordarse las causas del conflicto y al reconocerse a la población históricamente marginada y a las voces invisibilizadas dentro de los espacios de inclusión planteados en la construcción de una paz estable y duradera. No obstante, son muchos los reclamos y desafíos que siguen vigentes tras la implementación de los Acuerdos durante el posconflicto, que abarcan las cuestiones de justicia social y equidad, entre otras. Además, persiste la poca representación que los pueblos y comunidades originarias han tenido en este proceso. La discriminación étnica, la violencia de género y la pobreza son parte de la realidad actual de este país, y son problemas que siguen afectando mayoritariamente a las mujeres indígenas. Esto genera una serie de interrogantes ligados a las cuestiones de paz y la democratización del país, ya que es un asunto que se ha atendido muy poco. “Del 2000 al 2014, inclusive, se observan algunas paradojas: al mismo tiempo que hay logros institucionales y normativos, se instaló un clima adverso tanto en el ámbito internacional (debido al avance de posiciones conservadoras que intentan hacer retroceder a las mujeres a la tutela patriarcal)” (Monzón, 2005, p. 22), y al mismo tiempo se cedía a la imposición del modelo extractivista del neoliberalismo.
Bajo este escenario, y en la recuperación de la memoria histórica, las mujeres indígenas comenzaron un amplio trabajo de organización y lucha, poco visibilizado anteriormente, que desafió las costumbres de sus propios pueblos y las estructuras de dominación hegemónicas junto al patriarcado en general. Los Acuerdos de Paz se concibieron como un proceso determinante para poner fin al conflicto armado interno que impulsó a las mujeres indígenas y demás población históricamente invisibilizada a organizarse, defender sus derechos y a buscar justicia social como parte del contexto de emergencia política de la época. Para las mujeres indígenas se trató de un momento clave en la visibilización y reconocimiento de sus luchas como sujetas subalternas que durante mucho tiempo no fueron reconocidas ni consideradas en la construcción de comunidades y sociedades justas para todas y todos. Las primeras consignas de las mujeres indígenas desde el surgimiento del proceso de paz fueron las denuncias de la violencia sexual que afecta principalmente a las niñas y la lucha por la justicia. En ese ámbito, sumado a otros, surge el feminismo territorial, que convoca a las mujeres a la defensa de su cuerpo como un territorio de lucha, pero también a la defensa de la tierra y los recursos naturales. De la fortaleza y trabajo de numerosas mujeres dentro de este proyecto de defensa de la vida y la dignidad de sus pueblos emerge el feminismo comunitario territorial y, más adelante, la Red de Sanadoras Ancestrales, que forma parte de un largo contexto de lucha por los derechos de las mujeres y el de las comunidades indígenas. Cabe mencionar que no se trata de los únicos movimientos u organizaciones de mujeres indígenas en Guatemala, porque existe una diversidad de activismo, colectivos y organizaciones que, por sus contextos y realidades, asumen sus luchas desde esa especificidad.
El objetivo de este artículo es situar las luchas de las mujeres indígenas de Guatemala desde la noción del cuerpo-territorio, la cual desafía los discursos, saberes y estructuras de dominación patriarcal al centrarse en la defensa de la vida, los derechos de las mujeres y el cuidado del territorio-tierra, como una respuesta propia y necesaria a las opresiones que enfrentan. No se trata de un trabajo comparativo, dado el carácter específico de sus luchas. A diferencia de otros movimientos de mujeres en América Latina, el feminismo comunitario territorial guatemalteco se fundamenta en la memoria del conflicto armado interno y en la búsqueda de justicia social tras los Acuerdos de Paz, consolidándose como una forma de defensa de los cuerpos y territorios. Su organización tiene raíces en la cosmovisión de los pueblos originarios y en la resistencia histórica contra el extractivismo en la región, lo que le otorga una especificidad propia y ha moldeado sus formas de lucha con relación a otras luchas feministas territoriales en América Latina.
El enfoque o metodología es de carácter filosófico-documental, centrado en una revisión histórica y analítica del contexto en el que emerge y se desarrolla el feminismo territorial, así como en los desafíos que las mujeres han enfrentado a lo largo del tiempo. A través de estas reflexiones y análisis crítico, se pretende contribuir a la comprensión de la emergencia del feminismo territorial en Guatemala como una respuesta a las formas de opresión hegemónicas que provienen desde tiempos remotos, pero particularmente desde el contexto del conflicto armado interno y de las inflexiones políticas derivadas de los Acuerdos de Paz, los cuales son clave para la organización de las mujeres indígenas territoriales en este país.
El artículo se estructura en cinco ejes principales en los que se analiza el impacto del conflicto armado interno en la vida y organización de las mujeres; el papel de los Acuerdos de Paz de 1996 como un momento importante de apropiación de las mujeres indígenas para organizarse, denunciar la violencia y reafirmar sus luchas; el surgimiento del feminismo territorial, que se destaca por su contribución integral a los derechos de las mujeres, la recuperación de sus saberes ancestrales y el cuidado de la tierra, entendida como su cuerpo-territorio de lucha y resistencia frente a las múltiples formas de opresión perpetuadas por el patriarcado y el neoliberalismo; finalmente, se presentan las conclusiones.
Resultados
Uno de los momentos más relevantes en la historia de Guatemala ha sido la terminación del conflicto armado, que hizo presencia en este territorio durante cerca de 36 años. Los Acuerdos de Paz entre el gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) no sólo pusieron fin a este conflicto civil armado, sino que también sentaron las bases para la construcción de la paz y la democracia del país. Durante décadas, el contexto histórico guatemalteco estuvo atravesado por dictaduras, golpes de Estado y la encarnación de múltiples formas de violencia y opresión hacia el pueblo, especialmente contra las comunidades indígenas y sus mujeres. Se trató de una violencia sistemática, porque en cada uno de los escenarios sociales se generalizó la discriminación de los derechos de los pueblos originarios. En el caso de las mujeres, la violencia, además, se teñía “con el sostenimiento de la dominación de género en sociedades patriarcales, con los procesos de acumulación capitalista, con la modernidad colonial, con la matriz de dominación interseccional, con la (cis)heteronormatividad y, no menos importante, con la dominación de la naturaleza” (Martínez y Cabezas, 2022, p. 6). Por esta razón, se trata de una violencia sistemática, porque es un problema de reconocimiento de libertades y de derechos humanos; es decir, es un escenario cotidiano en el que se ha desdibujado la autonomía y el valor de las mujeres, degradándolas por su género, raza y clase social desde las diversas manifestaciones del poder patriarcal.
Durante mucho tiempo, el Estado guatemalteco, conformado por grupos oligarcas y financiados por capitales extranjeros, como afirma López (2021), utilizó las fuerzas militares para imponer un modelo moderno de sobreexplotación de materias primas y, al mismo tiempo, para incorporar un instrumento de consumo masivo de bienes y servicios dentro del modelo de libre mercado, mostrando un dominio sobre los cuerpos y territorios racializados y discriminados hegemónicamente. “Motivado por los beneficios económicos para sus grupos de poder y cargado de prejuicios racistas, arremetió contra los pueblos indígenas y sus organizaciones culturales «atrasadas», para en su lugar implementar proyectos agroindustriales en sus territorios” (López, 2021, p. 329). En Guatemala, uno de los casos particulares fue el de la multinacional United Fruit Company, que “desde sus inicios se constituyó en un monopolio internacional en el mercado del banano, y logró por cerca de un siglo ejercer un poder casi feudal en los territorios donde tenía sus plantaciones” (Cepeda, 2019, p. 214).
Esta sobreexplotación de los recursos naturales no sólo transformó la producción del conocimiento indígena en un producto destinado al mercado, sino que también rompió con la connotación simbólica del conocimiento y su relación cosmogónica con la producción y manipulación de la materia prima, desde una perspectiva cultural. Esta visión resalta la exacerbación causada por la sobreexplotación de la materia prima que rompe con los ciclos naturales y la armonía que los pueblos originarios mantenían con la naturaleza. Asimismo, se explotó la mano de obra y se violentaron los cuerpos y cosmovisiones originarias, reprimiendo y oprimiendo sus derechos y libertades.
El fin del conflicto armado en Guatemala no implicó simplemente la reconstrucción social y política de su territorio con el fin de los enfrentamientos armados, sino el reconocimiento de la identidad y los derechos de los pueblos indígenas. Los “Acuerdos de Paz fueron la base para tratar las causas y consecuencias del conflicto armado y una guía para las reformas necesarias para construir un sistema basado en el respeto a los derechos humanos, la participación democrática y el régimen de derecho” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2015, p. 30). Entre tanto, estos nuevos acontecimientos marcaron hitos importantes para las agendas de los pueblos originarios guatemaltecos, pero también para las mujeres, quienes articularon, desde ese momento, una lucha territorial desde sus cuerpos como respuesta a las múltiples opresiones y la violencia sexual dentro y fuera de sus comunidades. Razón por la cual es necesario situar estas luchas dentro de la corriente feminista indígena no occidental, porque están ampliamente marcadas por sus contextos y realidades, posicionando la defensa de su cuerpo como el espacio donde se instaura la violencia, similar a la que padece la tierra a través del extractivismo y la explotación de los recursos naturales: cuerpo-territorio.
Discusión
Feminismo y mujeres indígenas territoriales en Guatemala
El feminismo, entendido como la representación de las luchas de las mujeres a escala global o de las “ideas que pertenecen al amplio movimiento social y político que busca alcanzar una mayor igualdad para las mujeres” (Owen, 1993, p. 319) es, quizás, uno de los movimientos sociales más criticados, tanto por el patriarcado como por las mujeres que no se sienten representadas desde allí, particularmente las mujeres indígenas. Mientras que las críticas que provienen del patriarcado van encaminadas a rechazar la igualdad de género y mantener así las estructuras de poder tradicionales, las críticas de las mujeres indígenas se enfocan en la falta de reconocimiento de sus contextos, luchas y realidades dentro del feminismo hegemónico.
La distancia que existe entre la vida cotidiana de las mujeres indígenas de América Latina y la de las mujeres burguesas occidentales es abismal y, como cabe esperar, desde el feminismo eurocéntrico se construyó la idea de un sujeto universal, único y homogéneo para representar las luchas de las mujeres. Por esta razón, muchas mujeres prefieren no reconocerse ni llamarse feministas. Otras, en cambio, adoptan este término por la representación social y política que históricamente ha tejido, aunque diferenciando la forma en que se operacionaliza el concepto entre mujeres burguesas, cuyas problemáticas y realidades son muy distintas a las de las mujeres indígenas en sus territorios.
En muchos casos, pareciera que las mujeres indígenas han heredado un legado del que no participaron o, como afirma Cumes (2012, p. 6): “Las mujeres indígenas tantas veces son convocadas como seguidoras de un feminismo pensado por otras más que como constructoras en interlocución horizontal. Adentro, en la cotidianidad de las organizaciones, son tratadas como hijas o hermanas menores antes que como pares”.
Esto, muchas veces, hace pensar si realmente existe un movimiento de mujeres en Guatemala. Y es que, hasta hace apenas unos años, hablar de feminismo como movimiento social desde las comunidades indígenas era impensable. Como señala Monzón (2005), la existencia de un movimiento de mujeres depende del lugar de enunciación, sea teórico, metodológico o político, que es lo que finalmente determina su existencia. Para el caso de las mujeres indígenas, no se trata de un movimiento, porque las mujeres indígenas también han estado moviéndose/movilizándose y denunciando la violencia cotidiana y la desigualdad dentro de sus comunidades. Han sido activistas y voceras en defensa de sus derechos, así como de los derechos de sus comunidades y territorios.
Bajo esta lógica, existe una lucha que ha sido invisibilizada, pero que no forma parte de la estructura tradicional de organización, en la que el lugar de enunciación no es neutral, porque está profundamente influenciado por los distintos contextos sociales, culturales e históricos y en Guatemala, como en otros países de la región, las luchas feministas han sido preponderantemente occidentales, universalistas y urbanas.
Si se piensa en movimiento de mujeres como mujeres que actúan a favor de las mujeres desde el Estado y las instituciones políticas, sus antecedentes “se remiten al último lustro de los años ochenta cuando, tanto en América Latina como en Centroamérica, dio inicio el proceso de aperturas políticas, luego de un período particularmente violento” (Monzón, 2005, p. 3). A partir de ese momento, “empezaron a surgir organizaciones, colectivos, grupos que motivaron debates teóricos, investigaciones, movilizaciones y propuestas concretas, especialmente en el ámbito jurídico, desde posiciones políticas definidas por la autonomía de las mujeres” (Monzón, 2005, p. 4).
No obstante, estas organizaciones y movilizaciones de mujeres a lo largo del continente tampoco abarcaron las luchas y realidades de las mujeres indígenas, quienes permanecían invisibilizadas dentro y fuera de sus comunidades. La teoría feminista latinoamericana, como acentúa Gargallo (2007), “no arranca de sus saberes y muy pocas mestizas se reconocen en su historia, prefiriéndose occidentales que indias, blancas que morenas, genéricamente oprimidas que miembros de una cultura de la resistencia. Esta adscripción de las mestizas a lo no indio pertenece también a la estrategia de occidentalización de América” (Gargallo, 2007, p. 28), que son aspectos profundamente encarnados en los cuerpos de las mujeres indígenas y, por tanto, su lucha también tiene que ver con la colonialidad y los aspectos que en esta convergen: capitalismo-modernidad.
Este punto es clave, ya que se refiere a cómo la colonización ha influido profundamente en las cuestiones identitarias. La lucha de las mujeres indígenas no cesa meramente con la opresión de género, sino que hay otros elementos como la opresión colonial/género que las afecta cotidianamente y que están intrínsecamente relacionados, como afirma Lugones (2008). Por lo cual, en los últimos años, la lucha de las mujeres indígenas ha sido también la del reconocimiento de su agencia, su lugar de enunciación y sus formas de lucha para comprender integralmente el significado de un feminismo no occidental.
En Guatemala, a partir de los Acuerdos de Paz de 1996, definidos como significativos en muchos aspectos porque “recogen y expresan los anhelos y demandas de amplios sectores sociales excluidos de la política, la democracia y el desarrollo. Principalmente los pueblos indígenas, campesinos, mujeres y los sectores empobrecidos de la población” (Fundación Propaz, 2022, p. 25), las mujeres indígenas comenzaron a organizarse para plantear desde sus realidades y cuerpos, una crítica a los actos de violencia ocurridos durante más de tres décadas en el territorio. Además, buscaron la justicia social y la visibilización de sus derechos y luchas dentro de sus comunidades y la sociedad guatemalteca en general. “Durante la negociación de la paz, mujeres organizadas demandaron respuestas del Estado a las realidades de empobrecimiento y exclusión de las mujeres, quienes constituyen la mitad de la población del país” (Galicia, 2019, p. 102). Bajo esta consigna surgió el feminismo territorial en Guatemala, integrado por mujeres de las montañas que denuncian el hambre, la violencia e indignación desde sus territorios. Este también fue un momento clave para la construcción de redes con otras mujeres a lo largo del continente.
En junio de 1996 se llevó a cabo el Taller Continental de Mujeres Indígenas en Guatemala, en el cual se reafirmó la necesidad de seguir caminando juntas, buscar mejores formas de comunicación e incidir en las distintas iniciativas para mujeres indígenas. También se efectuó un diagnóstico sobre su situación y se acordaron acciones de trabajo a partir de comisiones interregionales (Valladares, 2008, p. 52).
Se trató de un momento de emergencias sociales y políticas que impulsó a las mujeres indígenas a organizarse y a plantear sus luchas desde el territorio como una propuesta alternativa al feminismo hegemónico, una propuesta construida desde sus contextos y realidades, que no es equivalente a las agendas promulgadas y representadas por mujeres blancas, de clase alta y urbanas. Esta nueva propuesta se caracteriza por su enfoque comunitario, intercultural y situado; es decir, se basa en la experiencia de miles de mujeres en la vida cotidiana que son violentadas por múltiples factores que tienen que ver con su género, raza y condición socioeconómica, particularmente.1
En este horizonte, surge el feminismo comunitario territorial guatemalteco; se trató de un momento crucial para que las mujeres indígenas y activistas comenzaran a autoafirmarse como feministas en defensa de sus derechos y territorios. Lorena Cabnal, quien es una mujer indígena maya xinka y actual representante del feminismo comunitario territorial en Guatemala, fue una de ellas. Entre 2004 y 2005 —afirma Cabnal—, las mujeres empezaron “a relacionar el celo del gobierno indígena y de las comunidades por defender el territorio ancestral xinka, que en esos años no se nombraba como tal (eso viene de una lucha y un aporte histórico que hemos hecho, y que particularmente he acompañado)” (Goldsman, 2019). Es así como a diferencia de otros feminismos territoriales en América Latina, como el caso de Bolivia, por ejemplo, en Guatemala la noción de cuerpo-territorio no sólo constituye la resistencia contra el extractivismo y el patriarcado, sino que también está profundamente enraizada en la memoria del conflicto armado y la violencia sexual sistemática ejercida contra las mujeres indígenas.
Esto contrasta las afirmaciones de Rigoberta Menchú (1999), quien señala que, en las últimas décadas, ha emergido un nuevo sujeto social en las luchas reivindicativas de los pueblos originarios, sin que esto quiera decir que no hayan estado presentes en la construcción histórica de sus territorios. Con los Acuerdos de Paz, “el liderazgo de las mujeres indígenas se tornó visible. Además de las figuras emblemáticas de Rigoberta Menchú y Rosalina Tuyuc, quienes construyeron su liderazgo en el periodo de la represión, en la etapa del post conflicto empezaron a posicionarse como lideresas” (Barrios-Klee, 2018, p. 103). En 1996, en Guatemala también se logra fundar la organización de mujeres mayas académicas Kaqla, cuyo nombre en idioma qeqchí significa “arcoíris”, que hace referencia a la diversidad existente dentro del pueblo maya. Como da cuenta Barrios-Klee (2018), en 1997 también se promovió la formación y capacitación de mujeres indígenas y no indígenas en Quetzaltenango, que contaba con más de mil mujeres asociadas de las áreas rurales de este municipio.
Esto ha sido el resultado de los constantes esfuerzos que las mujeres indígenas han realizado en sus territorios, mediante el activismo, las luchas y los encuentros para pensar y reflexionar sobre las dificultades que cada mujer enfrenta en sus lugares de origen y en las distintas esferas urbanas y rurales en las que habitan. Es decir, también se trata de un flujo de mujeres que han sido desplazadas de sus territorios debido a la violencia, la hambruna u otras formas de violencia, así como mujeres sin acceso a educación e información, muchas veces refugiadas en las montañas y dedicadas al trabajo de campo. Con la firma de los Acuerdos de Paz se abrieron nuevos debates sobre los derechos y las oportunidades de las mujeres ante la emergencia generada por la superación del conflicto y la construcción de una sociedad justa para todas y todos; importante para la visibilización de las consignas de las mujeres. Desde entonces, las mujeres indígenas han contribuido significativamente al conocimiento intelectual y académico; se trata de mujeres adscritas, muchas veces, a las estructuras académicas del conocimiento, que sirven de espacios de denuncia, pero también de debates sobre las luchas y conocimientos situados de estas mujeres en contextos hegemónicamente invisibilizados. Entre ellas destacan Aura Cumes, Irma Alicia Velásquez Nimatuj y Dorotea Gómez, además de otras mujeres mayas destacadas en la academia, y otras más que se suman y participan en los debates sobre el feminismo, los cuerpos y territorios, como Lorena Cabnal.
El cuerpo como territorio: una aproximación
En Guatemala, la violencia sexual ha sido uno de los problemas más desalentadores y graves en cuestiones de género, especialmente durante el conflicto armado interno. Este fenómeno se agudiza, particularmente, en las comunidades indígenas y forma parte de la violencia interseccional que las mujeres indígenas siguen enfrentando. Actualmente, estas cuestiones son clave en los debates sobre la justicia social y la defensa del cuerpo como territorio de disputa y control patriarcal. No obstante, este también es un problema instaurado en las propias comunidades indígenas, y ha sido denunciada de manera constante por las mujeres que forman parte de los colectivos activistas o redes feministas de la región.
Se trata de la normalización de prácticas como el casamiento forzado y el rapto de niñas en contra de su voluntad, la agresión sexual a mujeres activistas, y la naturalización de situaciones en las que las niñas de 10 y 11 años se convierten en madres. Este contexto ha llevado a un giro en las luchas feministas y en las reivindicaciones de los derechos de las mujeres dentro de sus comunidades y en la sociedad en general, dieron un giro a las interpretaciones de la vida dentro de sus cosmovisiones. Ahí es donde parte este enunciado del feminismo territorial comunitario que dice: “así como se defiende la tierra, defendamos nuestro cuerpo. […] Vean los compañeros tienen mucho celo por defender el territorio, pero vean lo que pasa con las mujeres” (Goldsman, 2019).
Con este planteamiento se busca visibilizar y denunciar las múltiples formas de violencia que padecen las mujeres indígenas dentro y fuera de sus comunidades. ¿Si existe una preocupación por la defensa del territorio por qué no acontece lo mismo con los derechos de las mujeres? “Aquí mismo las están violando a las niñas y las mujeres. No lo están haciendo hombres blancos o mestizos. Lo están haciendo hombres indígenas ¿qué pasó?” (Goldsman, 2019).
Las denuncias sobre abusos sexuales realizadas por mujeres como Lorena Cabnal, en el territorio guatemalteco, se suman a todos aquellos casos silenciados, debido a los contextos y realidades en los que se encuentran las distintas mujeres y niñas que carecen de voz, porque se trata de ámbitos en los que el machismo y el patriarcado se imponen y las denuncias están acompañadas de amenazas contra la integridad de las víctimas, incluso con la expulsión de sus comunidades. Como afirma Cabnal (en Goldsman, 2019): “Viniendo de una historia de violencia sexual a mí esto me complejiza políticamente mucho”.
En los proyectos contra la minería liderados por los pueblos indígenas a mediados del año 2000, estas mujeres comenzaron a reclamar e interpelar a sus hermanos hombres las incoherencias como indígenas. Mientras los hombres mantenían el lema y la lucha en la defensa del territorio-tierra, estas mujeres convierten su cuerpo como un territorio de defensa que incluye su vida y la de las niñas: víctimas constantes dentro de sus propias comunidades.
Si bien la noción del cuerpo como territorio de lucha y defensa de los derechos de las mujeres está intrínsecamente relacionada con la violencia que padecen al interior de sus comunidades, no es la única. Como se ha mencionado, la violencia que atraviesa a las mujeres indígenas tiene un carácter interseccional, lo que implica que otras formas de dominación y estructuras de poder se les anteponen y coinciden en los distintos escenarios de las esferas sociales y de la vida cotidiana, como las cuestiones identitarias, sexuales y socioeconómicas. El cuerpo-territorio se trata de una estrategia en la reconfiguración de las dinámicas de poder en las comunidades indígenas, pero también es una lucha contra la colonialidad y las múltiples formas de opresión y explotación hegemónicas como el patriarcado, el capitalismo, la explotación de los recursos naturales y la ruptura de la armonía cosmogónica, entre otros. El cuerpo es el lugar donde se inscriben las múltiples violencias y se constituyen como el lugar que narra las experiencias de las mujeres indígenas desde la memoria, convirtiéndose, así, en un territorio de disputa que es violentado y explotado.
La lucha antipatriarcal de estas mujeres constituye la eliminación de todas las formas de violencia al interior de sus comunidades, pero también se extiende a todos los procesos de segregación y racialización impulsados y promulgados por parte de Estado y las estructuras de poder dominantes ligadas a la colonialidad. En el ámbito de la violencia sexual, por ejemplo, existe un proceso de denuncias y reparación a través de la justicia social por decenas de abusos sexuales cometidos a las mujeres indígenas por parte de los militares durante el conflicto armado. Esto ha sido parte, además, de un arduo trabajo de denuncias durante el proceso del posconflicto, principalmente por parte de mujeres sobrevivientes de estos episodios de violencia militar. Lo que demuestra, asimismo, que el cuerpo de las mujeres ha sido constituido como un territorio de batalla en el que se intersecan y perpetúan múltiples formas de dominación patriarcal. Esto reafirma la importancia de la defensa del cuerpo-territorio como una lucha integral que resiste a las opresiones al interior y fuera de sus comunidades.
Sobre la violencia ejercida por el Estado, existen varios testimonios de mujeres indígenas que fueron víctimas de violaciones sexuales y otras múltiples formas de opresión durante los años ochenta. También hay numerosas denuncias y esfuerzos por reclamar justicia y reparación de los daños generados, inscritos en sus cuerpos, que han dejado marcas físicas, temores y miedos con los que han cargado durante toda su vida y que otras mujeres enfrentan cotidianamente. “En 2014, el Juzgado B de Mayor Riesgo de Guatemala envió a juicio a dos militares, al teniente Steelmer Reyes Girón y al excomisionado militar Heriberto Valdez Asij, por su responsabilidad en la esclavitud sexual que sufrieron quince mujeres q’eqchí en el destacamento militar de Sepur Zarco en El Estor, Izabal, en los años 80 [sic]” (Sieder, 2019, p. 54). Como estos, existen otros casos en distintos territorios de Guatemala que forman parte del mismo engranaje de violencia estatal-militar contra las comunidades y mujeres indígenas. Estas mujeres no sólo sufrían la desaparición y muerte de sus esposos tras vincularlos con grupos guerrilleros en contra del Estado, sino que también eran llevadas y obligadas a cocinar y lavar para los soldados, quienes constantemente las violaban sexualmente, como señala Sieder (2019).
La Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas en 2012, también reunió testimonios de mujeres violentadas durante el conflicto armado a lo largo del territorio guatemalteco, pero se destaca el caso de Sepur Zarco, el cual ha sido de los más marcados en términos de violencia para las mujeres indígenas. En el marco de estos actos deshumanizantes, también se encuentran actos de clasismo y racismo propiciados por el Estado y heredados por la conquista europea, porque no se trató meramente de violencia sexual, sino de exclusión y sometimiento por tratarse de mujeres pertenecientes a los pueblos originarios.
Las violaciones que enfrentaron durante el conflicto armado las mujeres de Sepur Zarco no pueden ser comprendidas si no se enmarcan dentro del racismo que, como mecanismo de opresión, existe en el país desde 1524; que se institucionalizó en la época de la Independencia a partir de 1821; que se robusteció en la época liberal de 1871 y que, a partir de entonces hasta el presente, continúa reproduciéndose de manera manifiesta o sutil, y colocando a las mujeres y hombres indígenas en la última posición de la pirámide social del país.
El racismo como opresión se ha registrado y denunciado constantemente por mujeres y hombres mayas, de manera individual o colectiva. Sin embargo, las leyes fundamentales y ordinarias del país no han tipificado esta opresión como delito, en parte porque el mismo sistema de justicia ha servido para legitimar o negar el racismo (Velásquez, 2019, p. 89).
Se trata de una lucha contra las estructuras de poder y dominación que se entrecruzan, normalizan y naturalizan la violencia contra las mujeres en los distintos escenarios de la vida cotidiana. Comprender lo que las mujeres indígenas padecieron durante el conflicto armado desde una óptica integral, es vital para comprender las actuales luchas y reapropiación del cuerpo como territorio que ha sido escenario de conquista y violencia desde las distintas estructuras de poder hegemónicas. Durante muchos años, la violencia sexual se ha utilizado, “como el instrumento más poderoso para el sostenimiento del sistema patriarcal y expresión del feminicidio que se dio contra las mujeres” (Fulchiron, 2016, p. 394). En tanto, manifestación más cruel dentro de una sociedad patriarcal, la violencia sexual “es la síntesis política de la opresión de las mujeres en tanto que en el acto se sintetiza la reiteración de la dominación masculina, el ejercicio de posesión de los hombres sobre las mujeres” (Lagarde, 1997, citada por Fulchiron, 2016). Mientras tanto, las cifras por violencia sexual contra las mujeres mayas no se detienen; según un diagnóstico sobre este problema en Guatemala, se reporta que durante el conflicto armado “la violencia sexual fue utilizada como arma y estrategia de guerra que afectó a 30,000 mujeres, aproximadamente” (Ramírez, 2018, p. 6). Asimismo, conforme a los datos presentados del Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Guatemala (INACIF), entre 2012 y 2017 se registraron cerca de 40,000 casos de violencia sexual contra las mujeres indígenas, principalmente niñas y adolescentes (cf. Ramírez, 2018).
Se trata de un panorama desalentador, sobre el que las autoridades estatales han impulsado estrategias de prevención y reparación, pero estas no han sido suficientes, más que para el reconocimiento, en muchos casos, de estos actos como un problema social y, en otros, para invisibilizar los sistemas de justicia en las comunidades indígenas.2 Por parte de Estado de Guatemala, se trata del desarrollo “en los últimos años —en especial a partir de 2013— de un entramado institucional, programático y normativo que ha tenido evidentes avances, como el incremento acelerado de las denuncias de casos de violencia sexual contra menores de edad y su consecuente visibilización como problema social” (Ramírez, 2018, p. 6). Este avance es significativo desde el punto de vista del reconocimiento del problema y la visibilización de la violencia sexual de la que son víctimas principalmente las mujeres y niñas, pero también resulta muy cuestionable por la forma en cómo el propio Estado ha abordado los casos de violación denunciados durante el conflicto armado que forman parte de los Acuerdos de Paz durante el proceso de posconflicto.
Velásquez (2019) entrevistó a varias mujeres del departamento de Verapaz, sobrevivientes del conflicto armado, para conocer, de cerca, otros relatos y hechos no registrados en la historia universal. Lo que estas mujeres indígenas mencionaron en sus entrevistas es impactante, porque no sólo se describen los hechos de violación sexual y de trabajo de las que fueron víctimas durante mucho tiempo; en esos relatos también se vislumbran cuestiones profundas de la condición humana, la resiliencia y la lucha por la justicia y dignidad en medio de momentos adversos. En estos relatos se revela la complejidad de las experiencias individuales y colectivas, mismas que suelen ser invisibilizadas y poco consideradas por los sistemas de justicia y reparación, al negarles la oportunidad y los espacios para ser escuchadas de manera particular. Los detalles de las entrevistas pueden ser consultados en una obra titulada: «La justicia nunca estuvo de nuestro lado» Peritaje cultural sobre conflicto armado y violencia sexual en el caso Sepur Zarco, Guatemala, de Irma Velásquez; sin embargo, se destaca, en la mayoría de los relatos, la visibilización de la violencia sexual, los desafíos de la resistencia contra la violencia y la lucha por la verdad y la justicia, porque para muchas de ellas —todavía sobrevivientes—, el Estado no ha hecho nada. Acontece, a menudo, que para las mujeres indígenas “el acceso a la justicia significa abordar, discutir y definir desde su propia condición y situación cómo vive la violencia, cómo la enfrenta, cuáles son los impactos específicos y cómo esos impactos trascienden en su vida familiar/colectivo, social, político, cultural, económica, etc.” (OHCHR, 2022, p. 4).
Es así como la reapropiación y defensa del cuerpo como territorio tiene una larga data de marcas dejadas por las múltiples violencias en los cuerpos y la memoria de las mujeres en Guatemala. La propuesta de lucha que emergió en 2005, proveniente del contexto de violencia y segregación derivada de las distintas formas de dominación, también abarca la defensa del territorio tierra; es decir, se trata de una lucha contra la exacerbación de los procesos de extractivismo impulsado por el neoliberalismo, ya que la tierra, al igual que los cuerpos de las mujeres, ha sido históricamente un lugar de dominio y explotación hegemónica desde la época colonial.
Hoy, desde los diferentes territorios, algunas con rostros y acciones más visibles y otras desde la comunidad no pública, somos muchas las mujeres que salimos a defender los territorios. La lógica patriarcal de expropiación nos ha quitado a las mujeres hasta el cuerpo. La relación que tenemos con los elementos del cosmos, sea para la sobrevivencia, la alimentación de nuestras familias, para la siembra y el cultivo o para la generación de vida comunitaria, se nos es quitada y amenazada también. Las mujeres defendemos el territorio-tierra porque reconocemos la importancia del espacio significado y concreto donde se crea la vida, el espacio donde ésta se construye (Cabnal, 2016).
En esta propuesta, el feminismo territorial se vincula con la defensa y el cuidado de la tierra y de lo que ella emerge. Así, se trata también de la defensa y dignificación de la vida de todo lo que existe, pero la vida debe estar en armonía con el cuidado del cuerpo, que es un lugar de inscripciones culturales y políticas que está sujeto al control, dominio y explotación por parte de los aparatos de dominación patriarcal. La lucha de las mujeres territoriales en Guatemala enfrenta, por una parte, la doble marginación: como mujeres y como parte de las comunidades indígenas y, por otra, la explotación de los recursos naturales, que tienen una relación íntima con el cosmos, vital para la vida comunitaria y la reafirmación de las cosmovisiones indígenas, las cuales permanecen amenazadas, pero que están conectadas con la lucha por los derechos de las mujeres y la defensa de las distintas formas de territorio. Por lo cual, las feministas territoriales de América Latina y de Guatemala, en particular, enfrentan diversos desafíos provenientes de la globalización neoliberal que reafirman el entramado y las formas de dominación patriarcal tradicionales. Todos estos son aspectos que ameritan un cuidadoso análisis situado, porque las experiencias de las mujeres indígenas tejen sus propias historias, así como sus formas de lucha y organización, que sirven para situar y vincular las críticas de dominación tradicional que operan de múltiples maneras en la vida cotidiana y en las esferas sociales en general.
Mujeres indígenas y neoliberalismo en Guatemala
Uno de los mayores problemas que enfrentan las mujeres y los pueblos indígenas en Guatemala y América Latina en general son las consecuencias del desarrollo del capitalismo y el neoliberalismo. Con los avances de estas políticas a nivel global y el contexto de guerra de Guatemala, se promovió el extractivismo y la expropiación de las tierras ancestrales de las comunidades indígenas, limitando así los medios de subsistencia de los pueblos originarios y rompiendo la conexión cultural y espiritual con sus territorios, Las mujeres, a menudo, cuyo trabajo no meramente responde al cuidado del hogar, sino también a la agricultura y la gestión de los recursos naturales. El neoliberalismo ha exacerbado las desigualdades y ha creado nuevas formas de vulnerabilidad a través de los distintos mecanismos de opresión y violencia.
“Según diversos estudios, la pobreza y extrema pobreza afectan proporcionalmente más a las mujeres, a los pueblos indígenas y a quienes viven en el área rural, en comparación con los hombres, la población ladina y el ámbito urbano, respectivamente” (Teijido y Schramm, 2010, p. 14). Es así como la mujer indígena y campesina en Guatemala está relacionada con múltiples formas de violencia, porque representa la cara de la pobreza y la discriminación, y su reflejo inmediato, como afirman (Teijido y Schramm, 2010), es la falta de acceso a los derechos sociales, culturales, económicos, políticos y civiles.
La época de dictaduras y el conflicto armado fueron una larga etapa en la que la intervención extranjera y las formas de dominación global estuvieron presentes. Estos episodios de guerra en Guatemala tienen como incidencia la participación de empresas multinacionales de los Estados Unidos, como la United Fruit Company, que mantuvo su hegemonía en la economía y el territorio guatemalteco durante varios años. Además del contexto de la guerra fría, en el que el poder político y económico estadounidense se impuso ampliamente en América Latina. El conflicto armado interno de Guatemala, impulsado por las políticas y el respaldo estadounidense, dejó ciento de muertos y heridos, pero también decenas de desplazados y mujeres violentadas de múltiples maneras.
Para las mujeres y los pueblos originarios, los actos de violencia ocurridos durante el conflicto armado les marcaron significativamente, porque también se trató de políticas de exterminio cultural, arraigadas a la conquista y la colonialidad, con la complicidad del propio Estado. La vulneración de los derechos indígenas y la condena a lo puramente originario ha sido promovida, históricamente, por las formas de opresión hegemónica, llámense colonialidad, capitalismo, neoliberalismo o el entrecruce de estas, marcando su legitimidad por encima de los derechos indígenas, explotándolos y expropiándoles sus tierras a través de herramientas del Estado.
El neoliberalismo y capitalismo, que son formas políticas de organización económica a nivel global, se sustentan en la explotación de los territorios, recursos naturales y la mano de obra, lo que ha generado una serie de saqueos y sobreexplotación de los recursos naturales, además de la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas. Esto se ha traducido en territorios más pobres y desiguales, desplazamientos de pueblos enteros y pérdidas culturales a lo largo del continente, así como la exacerbación de la violencia contra los pueblos originarios y las mujeres indígenas, principalmente.
Desde el proceso de colonización española, hace más de 500 años, la diferencia cultural entre la población originaria y los conquistadores europeos ha sido el argumento central sobre el que se construyó la justificación de la dominación de los invasores sobre los pueblos invadidos, y sobre la diferencia se consolidó a lo largo de los siglos una desigualdad estructural que subsiste hasta hoy. El ciclo neoliberal instaurado a inicios de los años ochenta del siglo XX en todo el mundo, y particularmente en los países de América Latina con significativa población indígena, se sustenta en las diferencias étnicas, entre otros factores, y contribuye con su acción a profundizar la desigualdad entre los diferentes grupos sociales en el interior de los distintos países (Escárzaga, 2004, p. 103).
La discriminación racial y étnica son elementos de violencia que constituyen ampliamente a las formas de dominación hegemónica y son formas que han marcado a los cuerpos de las poblaciones indígenas, especialmente el de las mujeres. Desde la época de la conquista, las mujeres indígenas a lo largo del territorio latinoamericano se han enfrentado a la violencia de la historia colonial como sistema de opresiones, al entronque patriarcal, al racismo y la etnicidad, a las posiciones socioeconómicas, etcétera, generando invisibilización y falta de representación de sus luchas y demandas dentro de sus territorios de disputa. Sin embargo, esto no significa que estas mujeres no hayan contribuido ancestralmente a la justicia social y liberación de sus pueblos. Bartolina Sisa, Domitila Chúngara, la Comandanta Ramona y en Guatemala las mujeres organizadas de Conavigua durante los años ochenta, en “la época de la represión y del refugio en México se fundan las organizaciones Mamá Maquín, Ixmucané y Madre Tierra que en el retorno van a integrar la Alianza de Mujeres Rurales” (Barrios-Klee, 2018, p. 10). Después de los Acuerdos de Paz, mujeres como Rigoberta Menchú y Rosalina Tuyuc, quienes construyeron sus liderazgos en el período de la represión, y posteriormente empezaron a posicionarse otras lideresas a raíz de todo este trabajo, forman parte de una larga lista de mujeres indígenas que han fortalecido la memoria de lucha de sus pueblos y han inspirado a otras a luchar por sus derechos.
De esta manera, cuando las mujeres indígenas hablan de sus vivencias y experiencias de discriminación, se dan cuenta de que existe una serie de estructuras interconectadas y difícilmente separadas entre las cuestiones de raza/etnia, sexo/género y posición socioeconómica, que son fortalecidas por el sistema capitalista y neoliberal cotidianamente. “En las vivencias cotidianas es difícil separar qué cosas sufren exclusivamente como mujeres, qué específicamente como indígenas. Pero las luchas políticas que se sintetizan en las organizaciones sí hacen esta separación, obligando, tantas veces a que las sujetas mujeres-indígenas, lo hagan” (Cumes, 2012, pp. 2-3). Es decir, las luchas de las mujeres indígenas en Guatemala como en otras regiones de América Latina, depende del lugar y contexto de lucha que las mujeres escojan, sobre lo que le dan mayor preponderancia.
por ejemplo lo hacen reivindicando fuertemente su ser maya, sin perder el hecho de ser mujeres, pero otras le dan centralidad al ser mujeres sin perder el hecho de ser mayas. Otras más, bien sea que participen en ambas luchas o se sientan al margen de ellas pues no las convocan completamente (Cumes, 2012, p. 3).
Esta priorización de las luchas constituye una fragmentación del ser, porque las mujeres indígenas al ser parte de los colectivos, organizaciones o movimientos que luchan constantemente por sus derechos, se ven obligadas a priorizar una parte de sus identidades sobre las otras, limitando, así, sus reivindicaciones o demandas desde las comunidades y la sociedad. Mientras las mujeres indígenas tengan que priorizar o elegir sus demandas, sus elecciones continuaran siendo alineadas o sujetas a las formas de opresión que más les marque sus cuerpos en la vida cotidiana; es decir, desde esta perspectiva se revela la profunda incidencia de las estructuras de opresión que las afectan, condicionando su autonomía y perpetuando su subordinación, porque las obliga a responder meramente a las opresiones más inmediatas. Así, no sólo se trata de la interseccionalidad de opresiones, sino del desafío de las categorías rígidas y simplistas que a menudo son parte de las luchas políticas que las mujeres indígenas deben enfrentar de manera profunda y constante.
Es, de esa forma, que ser mujer-indígena implica vivir con las constantes denuncias y luchas contra las formas de violencia configuradas en sus propios pueblos y comunidades originarias, pero también la defensa de sus territorios, sus cosmovisiones y cuerpos frente a la explotación y opresión perpetuada desde la conquista y reconfigurada en por el Estado-nación, el capitalismo y el neoliberalismo juntos. En Guatemala, las luchas de las mujeres indígenas han constatado numerosos retos para la sociedad y la construcción de la paz duradera, establecida en 1996. A lo largo del territorio, en los últimos años, han emergido organizaciones y movimientos sociales debido a las emergencias políticas del país, principalmente de mujeres que buscan justicia social e histórica perpetuada en sus cuerpos y territorios. A través del reconocimiento de la violencia, que se trata de un trabajo complejo y constituido por redes de apoyo entre las mujeres, se han desarrollado múltiples denuncias, activismo y organización contra las formas de opresión que recaen en sus cuerpos, pero también en la defensa de sus territorios, que constituyen un ámbito importante dentro de sus cosmovisiones.
Resultado de todo este trabajo fue el feminismo territorial, movimiento que surgió en 2005 y que constituye la defensa de los cuerpos de las mujeres y los territorios/tierra en disputa, que formaban parte de las minerías y los intereses hegemónicos del neoliberalismo presentes en la región. Durante las luchas contra la minería, como menciona Aguilar (2016), las mujeres desempeñaron un papel importante y notorio en los diálogos y negociaciones. Aunque son numerosos los aportes y numerosas las mujeres que han constituido el feminismo indígena en Guatemala, sus luchas abarcan distintas dimensiones de la violencia y realidades de las que forman parte; sin embargo, dentro de estas luchas, el feminismo comunitario territorial se ha destacado por los aportes y la defensa de los territorios desde sus cuerpos, lo que constituye una parte esencial en la defensa de sus derechos y los de la naturaleza en el marco de las organizaciones y movilizaciones sociales de Guatemala.
El proyecto más reciente dentro del trabajo de las mujeres indígenas que nació con la defensa del territorio y posteriormente la integración de lo comunitario3 ha sido la creación de La Red de Sanadoras Ancestrales, Tzk’at (en idioma Maya K´iche´). Como parte del feminismo comunitario territorial, mayoritariamente las mujeres que integran esta red han sido amenazadas de muerte y contienen historias de persecución política, estigmatización y desplazamientos, como afirma Cabnal (2018); sin embargo, se destacan por su carácter y valentía, porque no es fácil ser parte de un movimiento que lucha por los derechos de las mujeres, pero a la vez vive experiencias de violencia cotidiana en cada espacio que transitan. Muchas de estas mujeres son hermanas, madres, hijas y amas de casa con múltiples historias y formas de violencia que van más allá de la distribución sexual del trabajo o roles familiares, pero se mantienen unidas por la recuperación de la alegría y construcción de comunidades y sociedades justas para cada integrante que las constituya.
Lorena Cabnal afirma que:
El objetivo político de la Red de Sanadoras es partir de nuestro abordaje ancestral cosmogónico y feminista comunitario territorial para colaborar en la recuperación emocional, física y espiritual de las mujeres indígenas defensoras de la vida en las comunidades, quienes actualmente sufren los efectos de múltiples opresiones sobre su cuerpo. El objetivo es sanarse como un acto de reivindicación personal y político y para enriquecer el tejido de la red de la vida (Cabnal, 2018, p. 102).
Con esto, las mujeres buscan recuperar la visión ancestral y cosmogónica que está enraizada en la existencia de sus pueblos y comunidades originarias, trasmitiendo saberes y prácticas recuperadas a través de la memoria y trasmitidas de generación en generación. En estas prácticas, las mujeres no separan lo físico de lo espiritual ni tampoco lo individual de lo comunitario; la sanación es concebida como un proceso integral que está presente y abarca todas las dimensiones de la existencia. Esto desafía los saberes occidentales, hegemónicos, que a menudo desestiman, anulan o subordinan los conocimientos y culturas indígenas, particularmente el trabajo de las mujeres feministas territoriales.
Además, estas prácticas provenientes de un feminismo denominado territorial y comunitario, señala la relevancia de recuperar identitariamente sus saberes desde los contextos específicos, en oposición al sujeto universalista y al feminismo horizontal, que no da cuenta de las realidades subalternas históricamente concebidas. Por lo cual, las Red de Sanación, conformada por las mujeres indígenas en Guatemala, desafía tanto las lógicas del saber occidental como las estructuras de dominación y opresión sobre los cuerpos y la territorialidad en todas sus dimensiones, convirtiéndose en un acto de afirmación de vida e identidad, una resistencia política y un proyecto que busca sanar la integridad de la comunidad como parte del tejido social en el que estos pueblos están inmersos.
Asimismo, la Red de Sanadoras Ancestrales Tzk’at representa, dentro de las luchas feministas de Guatemala, una de las expresiones más concretas al proponer la sanación de los cuerpos, el territorio y la comunidad como un acto político que desafía la imposición de saberes y conocimientos coloniales sobre los de sus cosmovisiones y pueblos originarios. Su activismo evidencia que el feminismo comunitario territorial no sólo denuncia las violencias estructurales, sino que también ofrece caminos de reconstrucción mediante las epistemologías y cosmovisiones indígenas.
Conclusiones
En Guatemala, el conflicto armado que se extendió durante más de tres décadas, no sólo fue un enfrentamiento militar impulsado por presiones externas y validado por el Estado nacional, sino también un proceso que marcó profundamente las formas de opresión patriarcal y colonial en todo el territorio. Las mujeres indígenas, en particular, fueron las principales víctimas de la violencia sistemática que invisibilizó y desdibujó sus derechos y autonomía, destacando la violencia interseccional por su etnia, género, clase social, entre otros factores. Durante el conflicto armado, la violencia sexual se utilizó como instrumento de poder sobre el cuerpo de las mujeres, enfatizando su dominio y marcando su marginalización con la legitimidad del Estado. Las múltiples formas de violencia contra las mujeres indígenas no sólo implican la violación de los derechos humanos, sino que también simbolizan la perpetuación y el poder del sistema patriarcal, cuyo eje es el sometimiento y subordinación de las mujeres, despojándolas de su dignidad y autonomía. En este contexto, la violencia sexual se expresa como síntesis política de dominación, revelando la crueldad extrema de la dominación patriarcal.
Con el surgimiento de los Acuerdos de Paz de 1996, se marcó un nuevo comienzo en los asuntos políticos y sociales de Guatemala, ya que se trató de un proyecto de integración, diálogo y reconocimiento de la violencia perpetuada por el Estado, que reconoció la identidad y los derechos de las mujeres y de los pueblos originarios bajo la premisa de una paz estable y duradera. Aunque este episodio fue significativo y clave en términos de visibilidad para el surgimiento de distintos colectivos y organizaciones, como los de mujeres indígenas, y en temas de justicia social, reparación e inclusión, aún existen desafíos en torno a estos Acuerdos. La lucha y el activismo de las mujeres indígenas ha sido un proceso vinculado al contexto de la guerra interna y la memoria de la violencia perpetuada desde la época de la conquista, que fue traspasada y reafirmada por el Estado capitalista neoliberal en Guatemala. Este activismo se ha visibilizado ampliamente desde mediados de la década de 2000, a través de denuncias sobre las constantes violaciones sexuales a mujeres y niñas en sus comunidades y en la sociedad en general.
Es en este contexto que surge el feminismo territorial en Guatemala, como una respuesta directa a las múltiples formas de opresión y dominación que se acentúan en los cuerpos de las mujeres, concebidos como un territorio de dominación y conquista. La defensa del cuerpo-territorio se transforma en un acto de lucha y resistencia contra las estructuras patriarcales de dominación, que abarcan otros ámbitos como la explotación de la tierra y los recursos naturales, así como la reproducción del patriarcado dentro de sus comunidades, donde se han normalizado y naturalizado las desigualdades. Es decir, no sólo se trata de la defensa del cuerpo de las mujeres como lugar donde se inscribe y acontece la violencia sistemática en sus múltiples formas, sino también de la defensa del territorio-tierra, que, con la conquista y la perpetuación del capitalismo y el neoliberalismo a escala global, se ha convertido en un escenario explotable y mercantilizable. Este es un elemento importante en la cosmovisión indígena, que se conecta con la vida, la identidad y la espiritualidad de los pueblos originarios. Finalmente, aunque el feminismo territorial ha emergido en distintos territorios de América Latina, las experiencias y luchas de las mujeres indígenas en Guatemala poseen una especificidad propia, vinculada a la memoria histórica y al entrecruce del conflicto armado interno y la violencia sexual estatal. Estos factores han moldeado una resistencia en la que el cuerpo se reivindica como un territorio de disputa, en un sentido tanto político como espiritual.
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Elkin Fabián Martínez
Colombiano. Licenciado en Filosofía por la Universidad Industrial de Santander (Colombia) y Magíster en Ética y Filosofía Política por la Pontificia Universidad Católica de Rio Grande do Sul (PUCRS), Brasil. Actualmente, cursa el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Líneas de investigación: feminismo comunitario, movimientos sociales y género.
Correo electrónico: redfabuis@gmail.com
1 En los estudios de género, esto puede ser analizado desde la interseccionalidad, que se refiere a un enfoque teórico que hace hincapié en la interacción de múltiples formas de discriminación y opresión sobre los cuerpos, como la raza, el género y la clase social, entre otros. A partir de este enfoque se reconoce que las identidades humanas están entrelazadas y que las experiencias de discriminación no pueden entenderse de manera aislada. Dicho de otra manera, este “proceso es binario, dicotómico y jerárquico. Kimberlé Crenshaw y otras mujeres de color feministas hemos argumentado que las categorías han sido entendidas como homogéneas y que seleccionan al dominante, en el grupo, como su norma; por lo tanto, «mujer» selecciona como norma a las hembras burguesas blancas heterosexuales, «hombre» selecciona a machos burgueses blancos heterosexuales, «negro» selecciona a machos heterosexuales negros y, así, sucesivamente. Entonces, se vuelve lógicamente claro que la lógica de separación categorial distorsiona los seres y fenómenos sociales que existen en la intersección, como la violencia contra las mujeres de color” (Lugones, 2008, p. 86).
2 En 2015, en un caso de violación sexual a una niña de diez años por parte de un adolescente de 14 años, ambos indígenas, Cumes (2018) denuncia la forma en que fue resuelto el caso en términos de justicia, señalando la tensión que existe entre el derecho indígena y el derecho estatal. Se trató de un caso en el que las autoridades indígenas tomaron las decisiones en el contexto de su propio sistema de justicia, pero estas fueron deslegitimadas por el sistema de justicia estatal, acrecentando el conflicto en términos del marco legal adecuado para resolver un problema tan complejo como el de una violación sexual. “La defensa del adolescente acusado y el representante de las autoridades indígenas buscaron demostrar a los tribunales no sólo el reconocimiento legal del derecho indígena por parte del Estado guatemalteco, sino la legitimidad histórica de su existencia, otorgada por las comunidades indígenas; sin embargo, la ley se colocó como absoluta y determinante. En la argumentación de los funcionarios, el derecho estatal no sólo es superior, sino que ostenta una existencia exclusiva al sostener que no hay más derecho que el oficial” (Cumes, 2018, p.185).
3 En la epistemología ancestral maya, la comunidad o convivencia comunitaria es importante para el fortalecimiento del tejido social dentro de la comunidad indígena Chajoma’, “resquebrajada por los embates del sistema de sometimiento del que ha sido objeto desde la época de la colonia hasta nuestros días. En este proceso, ha sido vital la visión y la experiencia de los ancianos en la lucha de recuperar la tierra ancestral de la comunidad, por su estrecha relación con la vida, la convivencia comunitaria y su identidad cultural maya Kaqchikel. […] El pensamiento de los ancianos que sustenta la convivencia comunitaria, identificado en esta investigación, remarca el sentido relacional de la vida familiar – comunitaria con el tejido de la vida de la madre tierra – el territorio – el cosmos. En donde la relación con el legado de los antepasados, la subjetividad y la espiritualidad son vitales en la vida comunitaria. Para Guzmán (2015), la relación de los mayas con la madre tierra, constituye la génesis de la conformación del lenguaje y de su cosmovisión” (López, 2016, p. 36).
Domingo | Fotografía de: María Isabel López Juárez.