Inteligencia artificial generativa en el sector creativo: equilibrando la innovación y los derechos humanos desde el derecho al desarrollo

Generative Artificial Intelligence in the Creative Sector: Balancing Innovation and Human Rights Through the Right to Development

César Ricardo Castillo Velazco*

Universidad Autónoma de Aguascalientes

Centro de Ingeniería y Desarrollo Industrial

Resumen

El avance de la inteligencia artificial generativa (IAG) en el ámbito creativo ofrece oportunidades sin precedentes para potenciar la innovación cultural, ampliar el acceso a herramientas tecnológicas y dinamizar el crecimiento económico. Sin embargo, también plantea riesgos significativos para la protección de los derechos humanos, en particular debido a que los sistemas regulatorios internacionales tienden a privilegiar la tutela de los derechos individuales sobre los colectivos. Este artículo propone situar el derecho al desarrollo como eje articulador de la regulación de la IAG, considerándolo como un marco integrador capaz de equilibrar innovación tecnológica, equidad y justicia social, conciliando de manera armónica los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. A partir de una revisión documental y un enfoque metodológico de carácter deductivo, se analizan los intereses de los actores clave en el ecosistema de la IAG y se contrastan con los avances normativos internacionales que buscan proteger a los creadores, garantizar la participación cultural y asegurar un acceso equitativo a los beneficios del progreso científico, en ambos casos desde la perspectiva de los derechos humanos. Los hallazgos permiten concluir que la incorporación del derecho al desarrollo en la regulación de la IAG no sólo es compatible con los estándares internacionales de derechos humanos, sino imprescindible para que esta tecnología funcione como motor de inclusión y bienestar colectivo, evitando la profundización de desigualdades y la concentración del poder tecnológico en unos pocos actores.

Palabras clave: inteligencia artificial generativa, derecho al desarrollo, derechos humanos, regulación tecnológica.

ABSTRACT

The advancement of generative artificial intelligence (GAI) in the creative sphere offers unprecedented opportunities to foster cultural innovation, broaden access to technological tools, and stimulate economic growth. However, it also poses significant risks to the protection of human rights, particularly because international regulatory developments tend to prioritize the safeguarding of individual rights over collective ones. This article proposes placing the right to development at the core of GAI regulation, considering it as an integrative framework capable of balancing technological innovation, equity, and social justice, while harmoniously reconciling civil, political, economic, social, and cultural rights. Drawing on documentary research and a deductive methodological approach, the study analyzes the interests of key stakeholders within the GAI ecosystem and contrasts them with international regulatory developments aimed at protecting creators, ensuring cultural participation, and guaranteeing equitable access to the benefits of scientific progress, both examined from a human rights perspective. The findings suggest that incorporating the right to development into the regulation of GAI is not only compatible with international human rights standards but also essential to ensure that this technology becomes a driver of inclusion and collective well-being, while preventing the deepening of inequalities and the concentration of technological power in the hands of a few actors.

Keywords: generative artificial intelligence, right to development, human rights, technological regulation.

Recibido: 22 de agosto de 2025.

Aceptado: 1 de noviembre de 2025.

Introducción

La inteligencia artificial generativa (IAG) se ha consolidado como uno de los avances tecnológicos más disruptivos de nuestro tiempo. Su capacidad para producir texto, imágenes, música y otros contenidos de forma automática la convierte en una herramienta con un enorme potencial transformador. En el sector creativo, en particular, la IAG abre la posibilidad de democratizar el acceso a recursos culturales, ampliar las capacidades humanas y hacer más dinámica la innovación a una velocidad sin precedentes. Sin embargo, estas oportunidades conviven con desafíos éticos, jurídicos y sociales que originan tensión en los marcos normativos actuales y obligan a repensar las formas en que se regulan los avances tecnológicos.

Uno de los principales riesgos asociados al uso de la IAG es la profundización de desigualdades preexistentes. La concentración de poder en pocas manos, la brecha en el acceso a la tecnología y la posible sustitución del trabajo creativo humano plantean interrogantes sobre equidad, justicia y distribución de beneficios. Además de que la homogeneización cultural y la reproducción de sesgos en los datos de entrenamiento utilizados por estas tecnologías ponen en peligro la diversidad y pluralidad de expresiones, elementos esenciales para la vida cultural de los pueblos.

A nivel internacional, diversos organismos han impulsado principios éticos y recomendaciones para orientar el desarrollo y uso de la inteligencia artificial (IA) en general. La transparencia, la rendición de cuentas, el respeto a la dignidad humana y la no discriminación han sido algunos de los planteamientos que rigen estos avances. No obstante, la mayoría de estas iniciativas se ha concentrado en la protección de derechos individuales, dejando en un segundo plano los derechos colectivos. Estos últimos son fundamentales para garantizar que el progreso tecnológico se traduzca en un desarrollo inclusivo y sostenible.

En este escenario, el derecho al desarrollo se presenta como un marco integrador capaz de responder a algunos de los dilemas que plantea la IAG. A diferencia de otros enfoques más parciales, este derecho tiene la capacidad de vincular de manera holística las dimensiones económicas, sociales, culturales y políticas del progreso, destacando que los individuos y los pueblos deben ser no solo beneficiarios, sino también protagonistas activos en la construcción de su propio desarrollo.

La particularidad de este derecho es que articula de forma armónica las distintas generaciones de derechos humanos. Este enfoque integral permite concebir la regulación de la IAG más allá de la mera protección de la propiedad intelectual o de la gestión de riesgos técnicos, orientándola hacia principios de equidad, inclusión, sostenibilidad y justicia distributiva. En otras palabras, sitúa a la persona y a las comunidades en el centro de la innovación tecnológica, por lo tanto, la adopción de esta perspectiva implica repensar los marcos regulatorios vigentes, pero con una visión de largo plazo. Esto implica el reconocimiento de que la innovación tecnológica no puede aislarse de valores como la justicia social y la diversidad cultural, ni puede reducirse a la búsqueda de beneficios económicos; por el contrario, se requiere una regulación capaz de equilibrar los intereses individuales y colectivos, garantizando que la IAG se convierta en motor de bienestar humano y no en un factor de concentración de beneficios en unos pocos actores.

De igual manera, el derecho al desarrollo puede aportar elementos clave para la gobernanza de la IAG, tales como la cooperación internacional, la transferencia tecnológica y la participación democrática en la toma de decisiones, las cuales son dimensiones esenciales para evitar que las asimetrías actuales entre Estados y empresas profundicen la brecha entre desarrolladores y usuarios. Sin una visión compartida entre los diversos actores y ante una regulación fragmentada de estos avances tecnológicos, se corre el riesgo de generar vacíos normativos que faciliten prácticas abusivas y comprometan los derechos humanos.

Por lo tanto, el presente artículo explora cómo el derecho al desarrollo puede servir como eje normativo para regular la IAG en el sector creativo, para ello se lleva a cabo una revisión documental y a través de un enfoque deductivo se analizan los intereses de los actores involucrados, los pilares normativos internacionales involucrados, así como los desafíos normativos que plantea esta tecnología. La propuesta central es que el derecho al desarrollo constituye no solo una opción compatible con la regulación de la IAG, sino un marco indispensable para garantizar que el progreso tecnológico se traduzca en inclusión, diversidad y bienestar colectivo, no así en una nueva forma de desigualdad o exclusión.

Bases conceptuales para comprender la IAG

La IAG se refiere a un conjunto de sistemas de la IA capaces de generar contenido (texto, imágenes, audio, video, combinación de ellos, entre otros) mediante el uso de modelos generativos entrenados con grandes volúmenes de datos de entrada (Sengar et al., 2025). Estos sistemas procesan dichos datos y, a través de una serie de instrucciones (también conocidas como prompts) producen resultados que no se limitan a replicar los datos iniciales, sino que muestran cierto grado de novedad, lo cual los diferencia de otros sistemas inteligentes, los cuales se limitan a identificar patrones o a tomar decisiones basadas en reglas predefinidas (Creswell, et al. 2018; Feuerriegel et al, 2023). Es precisamente esta capacidad de generar resultados con rasgos de originalidad, junto con las similitudes entre su funcionamiento y los procesos creativos tradicionalmente atribuidos a los seres humanos, lo que ha generado interés en el sector académico y social.

El funcionamiento de la IAG se perfecciona mediante un proceso de entrenamiento, en el cual los sistemas identifican patrones complejos y relaciones no evidentes a simple vista, lo que les permite “aprender” y mejorar la calidad de los resultados producidos (Russell y Norvig, 2021). Su base tecnológica descansa en técnicas de aprendizaje automático, especialmente en redes neuronales profundas y modelos generativos como las redes adversarias generativas (Goodfellow et al., 2014). Una característica fundamental de estos modelos es su capacidad de ajustar parámetros internos mediante retroalimentación, optimizando de forma continua la precisión, coherencia y calidad de los resultados que genera.

El impacto de la IAG ya es evidente en múltiples ámbitos, entre ellos la educación, la salud, el trabajo y la industria creativa, en este último facilita la generación de contenidos artísticos y literarios, de manera rápida, accesible y a bajo costo. Desde una perspectiva social, su expansión constituye una oportunidad de democratización del acceso al conocimiento y a la cultura, al reducir las barreras de entrada en la producción de contenido. No obstante, este potencial convive con riesgos significativos, como la profundización de brechas de desigualdad entre quienes tienen acceso a la tecnología y quienes quedan excluidos, la homogeneización cultural y la precarización del trabajo creativo humano (OCDE, 2019).

Debido a que la IAG se encuentra en constante evolución y avanza a una velocidad acelerada, su análisis y regulación requieren de una comprensión dinámica y multidisciplinaria, que abarque aspectos éticos, jurídicos, sociales, económicos, políticos y culturales. Este enfoque resulta indispensable para garantizar que su implementación no solo derive en beneficios económicos concentrados en pocos actores, sino que se traduzca en un desarrollo social amplio, equitativo y sostenible, aspirando a lograr un equilibrio entre la innovación y la protección de los derechos humanos.

En este sentido, la rápida expansión de la IAG en el sector creativo no solo debe entenderse desde su dimensión técnica o económica, sino también desde la óptica de los derechos humanos, particularmente de aquellos que buscan garantizar un progreso inclusivo y equitativo. Es aquí donde el derecho al desarrollo cobra relevancia como marco integrador, ya que este derecho, colectivo y holístico, exige que el progreso tecnológico genere beneficios reales para todas las personas, evitando que se profundicen desigualdades existentes o se creen nuevas formas de exclusión. Analizar la tecnología en comento a la luz de este derecho permite plantear marcos regulatorios inclusivos, capaces no solo de contener los riesgos, sino también de orientar su potencial hacia el bienestar colectivo, la justicia social y el fortalecimiento de capacidades para el desarrollo sostenible.

Antes de abordar este derecho, resulta necesario detenerse en la identificación y caracterización de los intereses que convergen en la producción de contenido mediante esta tecnología y en su estrecha vinculación con los derechos humanos. Dichos intereses no son homogéneos ni lineales, sino que configuran un entramado complejo en el que participan actores con motivaciones diversas, muchas veces complementarias, pero también en tensión. Para efectos del análisis, los intereses pueden agruparse en dos esferas, la individual y la colectiva, cada uno de los actores serán abordados en el siguiente apartado.

Intereses involucrados en la generación de contenido con IAG y su relación con los derechos humanos

El ecosistema de la IAG se configura como un entramado complejo en el que confluyen actores individuales y colectivos con intereses legítimos, pero frecuentemente en conflicto. Estas tensiones, relacionadas con la búsqueda de beneficios económicos, el reconocimiento autoral, la preservación de valores colectivos como la diversidad cultural y la dignidad humana, entre otros, no deben entenderse únicamente como conflictos irreconciliables. También pueden concebirse como espacios de interacción y diálogo que, gestionados de manera adecuada, abren la posibilidad de generar sinergias capaces de impulsar la innovación tecnológica y, al mismo tiempo, fortalecer el respeto a los derechos fundamentales.

En este sentido, resulta esencial analizar las motivaciones y expectativas de cada actor para diseñar un marco regulatorio equilibrado, que no se limite a imponer restricciones, sino que funcione como un instrumento orientador, capaz de alinear el progreso tecnológico con los principios de los derechos humanos. Desde esta perspectiva, es posible distinguir dentro de la esfera individual los intereses de los programadores, titulares y usuarios, cuyos objetivos se centran en el diseño, la explotación y la utilización de los modelos generativos; mientras que la esfera colectiva está integrada por autores humanos y la sociedad en su conjunto, los cuales se encuentran preocupados por la defensa de la creatividad, la protección de la diversidad cultural y la garantía de un acceso equitativo a los beneficios que ofrece esta tecnología. A continuación, se analizan estos intereses con el objetivo de identificar su vínculo con el sistema internacional de los derechos humanos.

Programadores y creadores

Representan el núcleo esencial de la IAG, pues son quienes diseñan, entrenan y ajustan los modelos a partir de vastos volúmenes de datos. Su labor no se limita a la construcción de algoritmos sofisticados, sino que implica una búsqueda permanente por superar las limitaciones actuales en términos de precisión, adaptabilidad y capacidad de los sistemas (Al-kfairy et al., 2024). En este sentido, se convierten en agentes estratégicos del progreso tecnológico, al situarse a la vanguardia de la automatización de procesos creativos y al expandir la frontera de lo posible en la relación entre tecnología y creatividad humana.

El producto de su trabajo es considerado como una creación intelectual, lo que lo hace susceptible de protección a través del derecho de autor. En consecuencia, estos actores son merecedores tanto del reconocimiento moral como autores de los sistemas que desarrollan, como de la retribución económica derivada de su explotación, en concordancia con el derecho a la protección de los intereses morales y materiales de los autores, previsto en el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) y en el artículo 15 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC).

No obstante, su actividad plantea dilemas éticos, jurídicos y sociales que trascienden el plano técnico. Por un lado, el contenido generado mediante sus sistemas puede confundirse con producciones humanas, lo que debilita los mecanismos tradicionales de protección autoral y diluye el valor de la creatividad humana, lo que entra en tensión con el derecho antes referido. Por otro lado, el uso masivo de datos para entrenar los modelos generativos conlleva riesgos adicionales, como la afectación a la privacidad o la incorporación de obras sin autorización (artículo 12 de la DUDH y el artículo 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos [PIDCP]).

Ante este panorama resulta imprescindible que la labor de las personas encargadas de la programación se oriente hacia una conciliación entre la innovación tecnológica y el respeto a los principios éticos y legales (Al-kfairy et al., 2024). Esto implica garantizar que el reconocimiento y la retribución por su trabajo vayan acompañados del respeto a la dignidad humana y a los derechos fundamentales. En otras palabras, los avances en IAG deben concebirse no como un riesgo de erosión de derechos, sino como una oportunidad para fortalecerlos y consolidar un desarrollo tecnológico inclusivo y sostenible.

Titulares

Los titulares de los modelos generativos, ya sean personas físicas o morales (empresas, u organizaciones), ocupan un rol central en la cadena de valor de la IAG. Su función trasciende la mera inversión en investigación, desarrollo e implementación de estos sistemas, ya que concentran la capacidad de definir las condiciones de acceso, explotación y regulación del mercado. Sus intereses se orientan hacia la obtención de retornos económicos significativos, la consolidación de ventajas competitivas y la protección de la propiedad intelectual que deriva de sus innovaciones (Al-kfairy et al., 2024).

Sin embargo, esta posición privilegiada conlleva riesgos evidentes, tales como la concentración de beneficios y la reproducción de desigualdades estructurales, dado que el control de la tecnología suele quedar en manos de un reducido número de actores (Foro Económico Mundial, 2022). Desde la óptica de los derechos humanos, el ejercicio de este poder plantea tensiones con el principio de igualdad y no discriminación (artículo 7 de la DUDH y el 26 del PIDCP), cuyo objetivo es evitar la exclusión de individuos o comunidades en el acceso a los avances tecnológicos.

De igual manera, los titulares tienen la responsabilidad compartida de garantizar un acceso equitativo a los frutos del progreso científico (artículo 27 de la DUDH y artículo 15 PIDESC). Esto implica que sus modelos y productos no deberían circunscribirse al beneficio de unos cuántos, sino orientarse hacia un desarrollo inclusivo y sostenible, en el que la innovación tecnológica se constituya como herramienta para la reducción de desigualdades y la promoción del bienestar colectivo.

Usuarios

Los usuarios de la IAG recurren a esta tecnología con el objetivo de optimizar procesos creativos, reducir costos y expandir las fronteras de la innovación. Su adopción ha convertido a la IAG en una herramienta estratégica para la generación de contenido en múltiples sectores, al permitir una producción más rápida, flexible y adaptable (Anantrasirichai y Bull, 2022). Sin embargo, esta búsqueda de eficiencia no está exenta de dilemas éticos, entre los que destaca la dilución de la autoría, la opacidad en los procesos de generación de contenido y la saturación de éstos, factores que ponen en tensión la relación entre tecnología, creatividad y valor cultural.

Al mismo tiempo, estos actores deben asumir un papel activo en la gestión de riesgos vinculados con la originalidad, la autenticidad y la propiedad intelectual de los resultados generados. Hoy en día es evidente que los modelos generativos son capaces de reproducir sesgos presentes en los datos de entrenamiento y facilitar la propagación de información engañosa o manipulada, lo que refuerza la urgencia de promover prácticas responsables en su uso (Hutson, 2021). De esta manera, los usuarios no pueden concebirse únicamente como beneficiarios de las ventajas de la IAG, sino también corresponsables en la construcción de un ecosistema tecnológico más justo, seguro y transparente, lo cual exige su participación en la adopción de estándares y buenas prácticas en la generación y difusión de contenido (Information Technology Industry Council, 2024).

Desde la perspectiva de los derechos humanos, la actividad de los usuarios se vincula de manera directa con la libertad de expresión (artículos 19 de la DUDH y del PIDCP). Sin embargo, este derecho debe ejercerse en equilibrio con la protección de la diversidad cultural y la participación equitativa en la vida cultural y científica (artículo 27 de la DUDH y el artículo 15 del PIDESC). En este sentido, resulta fundamental que los usuarios comprendan que la innovación tecnológica no puede justificar la homogeneización cultural ni la reducción de expresiones minoritarias, sino que debe orientarse hacia la construcción de un entorno inclusivo, plural y respetuoso de la diversidad cultural (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [UNESCO], 2021).

Autorías

Se trata de los creadores humanos, es decir, artistas, escritores, músicos, diseñadores y demás personas que se involucran en la creación de obras artísticas o literarias. Estos actores perciben a la IAG como una amenaza directa tanto a su reconocimiento, como a la viabilidad económica de su trabajo. La capacidad de los modelos generativos para producir contenido con niveles de calidad técnica competitiva y a una velocidad sin precedentes genera el riesgo de devaluar la originalidad de la creación humana y de provocar una sobresaturación del mercado creativo y/o cultural, donde la abundancia de producciones automatizadas reduce la demanda de obras creadas por autores (Gervais, 2020; Martens, 2024). Esta situación se traduce en una pérdida de oportunidades laborales y de ingresos, sobre todo en sectores donde la funcionalidad y el bajo costo se premian sobre el valor artístico o intelectual. No se debe perder de vista el potencial transformador de esta tecnología para impactar en el ecosistema cultural de las naciones, lo que afecta no solo a los creadores individuales.

Más allá de las consecuencias económicas, lo que está en juego es la preservación de los derechos morales de los autores, en particular el respeto a la autoría, la atribución correcta de las obras y la integridad de las creaciones (artículo 27 de la DUDH y artículo 15 del PIDESC). Como señalan Miernicki y Ying (2021), la falta de mecanismos claros para distinguir entre producción humana y automatizada erosiona la confianza en el mercado y dificulta el reconocimiento de la creatividad individual. Por ello, los creadores demandan la construcción de marcos regulatorios específicos que incorporen criterios de transparencia en la generación de contenidos, mecanismos efectivos de atribución justa y sistemas de compensación adecuados (Caramiaux, 2020; Rettberg, 2024).

Esta regulación debe equilibrar la protección de la creatividad humana con la promoción de la innovación tecnológica, garantizando que los sistemas de IAG funcionen como herramientas complementarias y no como sustitutos de la labor humana. En este sentido, fortalecer la regulación no solo protege los intereses de los autores, sino que también preserva la diversidad cultural y el valor de la creatividad como parte esencial del desarrollo humano.

Sociedad

La IAG representa una transformación profunda en las esferas cultural, económica y política de la sociedad contemporánea. Por un lado, ofrece un potencial sin precedentes para democratizar el acceso al conocimiento y a la cultura, al posibilitar la generación y difusión de contenidos en múltiples formatos y lenguajes a un costo reducido. Esto abre la puerta al cierre de brechas en el acceso a recursos educativos, informativos, artísticos, entre otros, especialmente en contextos donde la infraestructura es limitada (Lawton, 2024; Sudmann, 2019).

En esta línea, la UNESCO (2022) ha señalado que la IA, si se orienta bajo principios de equidad, puede convertirse en un instrumento para ampliar la participación cultural y promover la diversidad de expresiones creativas en el entorno digital. No obstante, este potencial convive con riesgos significativos. La dependencia de bases de datos preexistentes para entrenar los modelos trae aparejada la posibilidad de homogeneización cultural, ya que, al priorizar patrones dominantes, no solo se limita la diversidad creativa, sino que también se reducen los espacios de representación de comunidades minoritarias y expresiones locales. Lo anterior implica que no solo se restringe el ámbito creativo, sino que alcanza dimensiones políticas y sociales, pues la pérdida de pluralidad cultural puede profundizar desigualdades estructurales (Prabhakaran et al., 2022; Foka y Griffin, 2024).

Desde la perspectiva de los derechos humanos, la sociedad tiene un interés prioritario en asegurar la distribución equitativa de los beneficios derivados de la IAG (artículo 25 de la DUDH y artículo 11 del PIDESC), que consagran el derecho a un nivel de vida adecuado. Asimismo, se reconoce el derecho de toda persona a participar en la vida cultural y a beneficiarse del progreso científico (artículo 27 de la DUDH y el artículo 15 del PIDESC), lo que impone obligaciones, tanto a los Estados y como a los desarrolladores tecnológicos, para garantizar un acceso no excluyente a estas innovaciones. Por su parte, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (s.f.) ha subrayado que la dignidad humana debe mantenerse como principio rector, asegurando que la tecnología complemente la experiencia humana sin sustituirla ni deshumanizarla.

La convergencia de los intereses individuales y los colectivos pone en evidencia que la IAG no constituye únicamente un fenómeno tecnológico, sino también un campo de disputa social, cultural y normativa. Mientras los primeros persiguen eficiencia, ganancias y posicionamiento competitivo, los segundos demandan equidad, reconocimiento y protección de la diversidad cultural. Esta tensión obliga a concebir normas que trasciendan la mera gestión técnica, sino que integren principios de justicia distributiva, salvaguarda de los derechos humanos y de la creatividad humana. El futuro de esta tecnología dependerá, en gran medida, de la capacidad de los actores en el ámbito internacional para alcanzar un equilibrio entre la innovación y la protección de bienes comunes, garantizando que el progreso tecnológico no se traduzca en exclusión, sino en un catalizador para el bienestar colectivo.

La identificación de los distintos actores y de los intereses en juego en torno a la generación de contenido con IAG pone en evidencia que este fenómeno no puede comprenderse únicamente desde una lógica técnica o económica, sino que requiere situarse en el marco más amplio de los derechos humanos. Precisamente, el paso siguiente consiste en examinar los pilares fundamentales de esta esfera, entendidos como principios rectores que permiten orientar la innovación tecnológica hacia la protección de la dignidad humana, la equidad y la justicia social. Estos pilares no solo ofrecen criterios normativos para abordar las tensiones entre intereses individuales y colectivos, sino que también constituyen el punto de partida para el diseño de marcos regulatorios incluyentes y sostenibles, que aseguren que la IAG se convierta en un motor de desarrollo humano y no en un factor de fragmentación social.

Pilares de los derechos humanos en la regulación de la IAG

La regulación de la generación de contenido mediante la IAG enfrenta desafíos que trascienden lo puramente técnico o económico, ya que exige la construcción de marcos normativos capaces de equilibrar el avance tecnológico con la protección de los derechos humanos. Si bien la IAG tiene implicaciones relevantes en diversos sectores, este análisis se centra exclusivamente en el creativo, en el que sus efectos resultan especialmente significativos por la cercanía con los procesos culturales y artísticos. En este contexto, se vuelve indispensable identificar los pilares normativos que deben tomarse como referencia para su regulación, particularmente aquellos reconocidos en los principales instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos. Dichos pilares no solo buscan garantizar la protección de los creadores y demás actores involucrados en este ecosistema, sino también asegurar que la sociedad en su conjunto pueda beneficiarse de manera equitativa de los avances científicos y culturales.

En este sentido, tres ejes destacan como fundamentales, en primer lugar, la protección de los intereses morales y materiales de los autores, indispensable para resguardar la autoría y garantizar una compensación justa en un entorno donde la IAG puede reproducir y transformar obras existentes; en segundo lugar, el derecho a participar en la vida cultural, que subraya la necesidad de promover la diversidad cultural y evitar la homogeneización derivada de la automatización en la generación de contenido; y, en tercer lugar, el derecho a disfrutar de los beneficios del progreso científico y tecnológico, que exige garantizar un acceso equitativo a los frutos de la innovación, previniendo la concentración de poder y la profundización de desigualdades.

Estos derechos, interdependientes y complementarios entre sí, constituyen la base para un marco regulatorio integral, flexible y dinámico, capaz de adaptarse a la evolución de la IAG, sin perder de vista los principios esenciales de los derechos humanos. A continuación, se aborda una revisión breve de cada uno de ellos.

Protección de los intereses morales y materiales de los autores

Este derecho se consolidó en el ámbito internacional con la DUDH, donde por primera vez se reconoció que toda persona tiene derecho a beneficiarse de sus producciones científicas, literarias o artísticas. Aunque la DUDH carece de carácter vinculante, sentó las bases ideológicas para el desarrollo posterior de otros instrumentos como el PIDESC, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (DADDH) (1948) y el Protocolo de San Salvador (1988), los cuales ampliaron y profundizaron el reconocimiento de este derecho (Acosta y Duque, 2008; Chapman, 2002). Sin embargo, su inclusión fue controvertida debido a la tensión entre las tradiciones de copyright anglosajón y derecho de autor continental, lo que puso de manifiesto, desde sus orígenes, la complejidad de armonizar ambas concepciones (Shaver, 2010; Yu, 2007).

Con el tiempo, el derecho de autor siguió su desarrollo separado de los derechos humanos, orientado principalmente hacia el comercio y la expansión de la propiedad intelectual, especialmente con los Acuerdos sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) (1994). Estos acuerdos elevaron los estándares de protección, beneficiando en mayor medida a los países desarrollados y generando riesgos para los menos avanzados, al poner en tensión otros derechos humanos como la salud, la educación y el acceso a la cultura (Helfer, 2003; Oguamanam, 2014). El fenómeno se agudizó con los llamados ADPIC plus, acuerdos bilaterales que reforzaron los componentes económicos en detrimento de dimensiones sociales y culturales. Ante ello, organismos como la Subcomisión de Promoción y Protección de los Derechos Humanos (2000) y el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (CDESC) (2001) destacaron la primacía de los derechos humanos sobre las políticas económicas, subrayando la necesidad de equilibrar ambos regímenes.

Un avance clave en este debate fue la Observación General No. 17 del CDESC (2005), que estableció una distinción clave entre el derecho humano de los autores y los derechos de propiedad intelectual. Mientras que los segundos son temporales, revocables y transferibles, el primero se vincula directamente con la dignidad y el reconocimiento de los creadores, además de ser universal, inalienable, indivisible e interdependiente (Oguamanam, 2014; De la Parra, 2015). Este documento aclaró que el derecho humano en cuestión no establece estándares de uniformes de protección, sino asegurar a los autores un nivel de vida adecuado y el reconocimiento del vínculo con sus creaciones, otorgando a los Estados un margen para definir los mecanismos más apropiados para cumplir con esta finalidad.

El desarrollo de este derecho refleja una tensión constante entre la protección de los creadores y la garantía de otros derechos humanos interdependientes, como el acceso a la cultura y al progreso científico. Como advierte Helfer (2003, 2007), su evolución futura podría seguir distintos escenarios, ya sea la expansión de la protección a favor de los autores, la introducción de límites externos vía soft law o la adaptación del régimen de propiedad intelectual para servir a los fines propios de los derechos humanos. En el contexto actual, marcado por la expansión de la IAG, esta discusión adquiere mayor relevancia, ya que los marcos normativos deben asegurar tanto la dignidad y los intereses de los creadores, como el acceso equitativo de la sociedad al conocimiento, la cultura y la innovación tecnológica.

Participación en la vida cultural

Las bases de este derecho se encuentran en el artículo DUDH y en el PIDESC, además de estar previstas en la DADDH y en el Protocolo de San Salvador. Estos instrumentos reflejan una temprana comprensión de la cultura como un elemento esencial para la cohesión social y el desarrollo sostenible. No se limita al acceso a la cultura, sino que comprende también la posibilidad de contribuir activamente a ella, vinculándose de manera estrecha con la educación y la libertad de expresión (CDESC, 2009).

La Convención de la UNESCO sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales (2005) representó un hito en la consolidación de este derecho, al reconocer que las expresiones culturales son vitales para la identidad, el diálogo intercultural y el desarrollo sostenible de las sociedades. Este instrumento obliga a los Estados parte a adoptar medidas que salvaguarden la diversidad cultural, evitando que la globalización y los avances tecnológicos obstaculicen la diversidad en las expresiones culturales. En esta misma línea, el CDESC (2009), en su Observación General No. 21, desglosó el contenido esencial de este derecho, destacando que puede ejercerse, tanto de manera individual como colectiva y que la noción de vida cultural abarca múltiples manifestaciones, desde formas de vida, lenguas, tradiciones, religión, literatura, música, comunicación no verbal, deportes, tecnologías y sistemas de producción. Estas expresiones reflejan y configuran los valores sociales, políticos y económicos de individuos y comunidades, lo que justifica su clasificación dentro del género más amplio de derechos humanos culturales (Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH, 2016).

La implementación de este derecho ha enfrentado importantes desafíos, entre ellos la subordinación de los derechos culturales frente a otros derechos, las limitaciones de recursos, las tensiones políticas internas y la influencia de las dinámicas globales, generando desigualdades significativas en su materialización (Shaver y Sganga, 2009; Cliche, 2016). A nivel internacional, persiste además el debate entre el universalismo de los derechos humanos y el relativismo cultural. Mientras algunos Estados defienden una visión universalista que garantice estándares mínimos comunes, otros sostienen que la interpretación de los derechos culturales debe ajustarse a las particularidades históricas y sociales de cada comunidad (Bennoune, 2018). Este debate explica las diferencias en la implementación nacional de políticas culturales, en algunos países se han adoptado esquemas robustos de protección de la diversidad, mientras que en otros los esfuerzos resultan débiles o insuficientes.

Aunque existen avances normativos relevantes, la plena efectividad de este derecho requiere reforzar los compromisos estatales, fortalecer la cooperación internacional y garantizar un entorno inclusivo en el que todas las personas puedan ejercerlo sin discriminación. El gran desafío consiste en equilibrar la protección de la diversidad cultural con la adaptación a los cambios que introducen las tecnologías emergentes, asegurando que estas no se conviertan en factores de exclusión, sino en herramientas que amplíen la participación cultural y fortalezcan el desarrollo humano sostenible.

Disfrute de los beneficios del progreso científico y sus aplicaciones

Este derecho se encuentra reconocido en la DUDH, el PIDESC, la DADDH y el Protocolo de San Salvador. Estos instrumentos establecen la facultad de toda persona para participar en los avances científicos y disfrutar de sus beneficios, vinculando a los Estados con la obligación de garantizar este acceso de manera equitativa, ética y sostenible. Se trata de un derecho que refleja la importancia de la ciencia y la tecnología para la erradicación de la pobreza, la promoción de la igualdad y el desarrollo humano, además de constituir una condición para la realización de otros derechos humanos (Shaheed, 2012).

Uno de los primeros instrumentos que reforzó este derecho fue la declaración sobre la utilización del progreso científico y tecnológico en interés de la paz y en beneficio de la humanidad (Organización de las Naciones Unidas [ONU], 1975), el cual subrayó que los avances científicos deben estar al servicio del desarrollo social y económico. En consecuencia, los Estados están obligados a garantizar que dichos beneficios sean accesibles a toda la humanidad, sin discriminación. Asimismo, enfatizó la cooperación internacional como principio rector, promoviendo la transferencia de conocimientos hacia países en desarrollo. No obstante, algunos Estados mostraron reticencias al considerar los intereses estratégicos militares vinculados a la ciencia y la tecnología.

Décadas más tarde, la relatora especial de la ONU sobre los derechos culturales señaló que este derecho se encuentra íntimamente relacionado con la participación en la vida cultural, ya que ambos buscan garantizar condiciones para la reflexión crítica, la creatividad y el acceso a la producción intelectual de otros (Shaheed, 2012). En este sentido, el derecho a la ciencia se articula con otros derechos humanos, como la libertad de expresión, el derecho al desarrollo, a la educación, a la salud y a un medio ambiente limpio, reforzando su carácter interdependiente e indivisible. Esta visión integral resalta que el acceso a los beneficios científicos no se reduce a lo material, sino que comprende también la posibilidad de contribuir activamente a la investigación y de participar en la toma de decisiones sobre su orientación y usos.

La Observación General No. 25 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (CDESC, 2020) consolidó estos planteamientos, precisando que el derecho en cuestión comprende tanto libertades (participar en la investigación, disfrutar de la libertad científica), como derechos sustantivos (gozar de los beneficios del progreso). A pesar de los avances en la materia, su implementación enfrenta retos significativos, entre los que destacan la brecha tecnológica entre países desarrollados y en desarrollo; las tensiones con el sistema de propiedad intelectual, que si bien incentiva la innovación, puede restringir el acceso a tecnologías esenciales en sectores como la salud o la agricultura (Shaver, 2010); así como los riesgos derivados de las tecnologías emergentes, como la IA y la biotecnología. Estas últimas ofrecen oportunidades para mejorar el bienestar humano, pero también pueden ampliar desigualdades sociales si no se regulan de manera adecuada (CDESC, 2020).

De ahí la necesidad de un enfoque inclusivo, cooperativo y orientado a la justicia social, capaz de garantizar que el progreso científico se ponga efectivamente al servicio de la humanidad en su conjunto y no solo de unos pocos. Tal como lo plantean los principales instrumentos internacionales y la doctrina especializada (De Schutter, 2011), la ciencia debe concebirse como un bien común global, cuya orientación esté guiada por los principios de equidad, sostenibilidad y respeto a la dignidad humana.

La ausencia de una regulación específica para la IAG hace necesario recurrir a los principios fundamentales de los derechos humanos como base normativa. En este sentido, la protección de los intereses de los autores, el derecho a participar en la vida cultural y el derecho a disfrutar de los beneficios del progreso científico constituyen un punto de partida esencial para orientar un marco regulatorio equilibrado. Estos derechos no solo previenen que la innovación tecnológica obstaculice el ejercicio de otros derechos, sino que también ofrecen un horizonte de acción para evitar la profundización de desigualdades ya existentes.

La interacción entre estos derechos revela tanto convergencias como divergencias, pero la clave para lograr el equilibrio radica en el diseño de mecanismos que preserven el papel activo de los creadores, promuevan un entorno inclusivo que respete la diversidad cultural y, al mismo tiempo, faciliten un progreso tecnológico sostenible. Este equilibrio debe alcanzarse sin sacrificar el respeto por la dignidad humana, ni los principios de equidad que guían al derecho internacional.

En consecuencia, una regulación que combine la protección de los autores, la inclusión cultural y la distribución justa de los beneficios científicos permitirá que la IAG se convierta en un motor positivo de desarrollo humano. En este sentido, el tránsito hacia un marco integral encuentra sustento idóneo en el derecho al desarrollo, entendido como una vía para armonizar los distintos intereses en juego y como garantía de que el avance tecnológico se oriente hacia el bienestar colectivo y no a la concentración de beneficios en unos pocos.

El reconocimiento del derecho al desarrollo

El derecho al desarrollo constituye un avance significativo en la evolución del sistema internacional de derechos humanos, al marcar la transición hacia el reconocimiento de los derechos colectivos. Su surgimiento respondió a la necesidad de superar las limitaciones de los derechos individuales, colocando en el centro la interdependencia entre bienestar social, justicia económica y progreso cultural. Este derecho establece que los individuos y los pueblos no solo deben ser beneficiarios pasivos, sino también actores principales en la definición de su propio desarrollo, lo que lo convierte en un eje fundamental para reflexionar sobre los retos contemporáneos en materia tecnológica. Analizar sus antecedentes resulta indispensable para comprender la dimensión política, ética y jurídica que lo sustenta, desde su incorporación en instrumentos internacionales, hasta sus interpretaciones más recientes.

El derecho en comento pertenece a la tercera generación de derechos humanos, la cual emergió en la segunda mitad del siglo XX, reflejando la transición hacia la consideración de los derechos colectivos. Reconoce que el bienestar no se limita al ámbito individual, sino que también debe comprenderse desde la perspectiva de los pueblos y comunidades, en el marco de la comunidad internacional, entendiendo que lo individual y lo colectivo son dimensiones complementarias (Baptista, 2007; Cuevas, 1998). La declaración sobre el derecho al desarrollo (ONU, 1986) lo consolidó como un derecho inalienable, que faculta a los individuos y a los pueblos a participar, contribuir y disfrutar de un desarrollo económico, social, cultural y político. El pleno ejercicio de estas dimensiones constituye tanto un fin en sí mismo, como un medio para la realización de los derechos humanos y las libertades fundamentales (Deva, 2023a).

A pesar de estar anclado en la DUDH, el PIDESC y el PIDCP, su consolidación se vio afectada por las tensiones de la Guerra Fría. Sin embargo, en décadas posteriores, instrumentos como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Declaración y Programa de Acción de Viena (1993) reforzaron su carácter universal e inalienable (CNDH, 2017). Posteriormente, conferencias internacionales como la Cumbre de la Tierra (1992) y la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (1995) lo integraron a la agenda global, vinculándolo con la sostenibilidad y la justicia social. En el siglo XXI su relevancia se reactivó con los Objetivos de Desarrollo del Milenio (2000) y, más tarde, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (2015), que, aunque no lo mencionan de manera expresa, recogen su espíritu al priorizar la reducción de desigualdades y la cooperación internacional.

Si bien la declaración (ONU, 1986) carece de carácter vinculante, muchas de sus disposiciones se han reflejado en normas de derecho internacional consuetudinario y en principios jurídicos obligatorios, como la no discriminación y la soberanía de los Estados (Kirchmeier, 2006; Alfarargi, 2017). Por lo tanto, constituye un marco político y ético de acción, que compromete a los Estados a elaborar políticas que aseguren la participación efectiva de los pueblos en su desarrollo. No obstante, su exigibilidad jurídica sigue siendo objeto de debate, ya que persisten desacuerdos sobre su carácter vinculante, lo que refleja divergencias conceptuales y políticas sobre la noción misma de desarrollo (Jongitud, 2001; CNDH, 2017).

El contenido esencial de este derecho descansa en la idea de que el ser humano es el sujeto central del proceso, como beneficiario y contribuyente, en la esfera individual y colectiva; lo que exige a los Estados garantizar su participación activa y significativa en la toma de decisiones. Lo anterior se complementa con el deber de cooperación internacional, el cual se orienta a remover obstáculos estructurales al desarrollo y con la igualdad de oportunidades, para ello deben generar condiciones internas e internacionales que lo garanticen, formulando políticas inclusivas y cooperando para establecer un nuevo orden económico internacional basado en justicia y equidad (ONU, 1986). En este sentido, el Mecanismo de Expertos sobre el Derecho al Desarrollo (2024a) resalta tres atributos esenciales de este derecho: su enfoque holístico frente a los derechos de las otras generaciones; el equilibrio entre lo individual y lo colectivo, y la existencia de obligaciones estatales en tres niveles (interno, internacional y colectivo).

Los retos principales para su consolidación radican en la falta de mecanismos coercitivos, la persistencia de desigualdades y la influencia de un orden económico internacional desigual. Aunque existen experiencias nacionales exitosas en políticas de desarrollo basadas en derechos humanos, estas dependen de la voluntad política y de las capacidades estatales. En la actualidad, se discute la creación de un instrumento vinculante internacional, el debate se encuentra abierto, aunque persisten divisiones entre la comunidad internacional, mientras los países en desarrollo apoyan su adopción como herramienta para equilibrar las asimetrías globales, algunos países desarrollados muestran resistencia al considerar que podría interferir con sus intereses económicos. De igual manera, algunos insisten en adoptar un enfoque integral, participativo e interseccional que permita superar polarizaciones y desigualdades. El desafío consiste en garantizar que el derecho al desarrollo, lejos de ser una aspiración declarativa, se convierta en una herramienta efectiva para un futuro inclusivo, equitativo y sostenible (Deva, 2023a), pero para lograrlo se requiere de un marco jurídico efectivo y obligatorio.

Una vez abordados los antecedentes y alcances del derecho al desarrollo, resulta pertinente examinar su papel en la regulación de la IAG. Su carácter transversal, que equilibra las dimensiones individuales y colectivas, permite concebirlo no solo como un derecho en sí mismo, sino también como un mecanismo que pueda orientar la regulación y/o gobernanza de la tecnología. En el siguiente apartado se explorará este potencial, analizando de qué manera el derecho al desarrollo puede ofrecer una base normativa y ética para enfrentar los desafíos que plantea esta tecnología en la protección de los derechos humanos.

El derecho al desarrollo como marco integrador en la regulación de la IAG

Los avances en el campo de la IAG están produciendo transformaciones profundas en los ámbitos creativo, tecnológico y económico, generando tanto oportunidades como riesgos. Por esta razón, ha comenzado a ser objeto de debates regulatorios en distintos foros y sectores. En el ámbito creativo, que constituye el eje central de la presente investigación, se han planteado alternativas normativas orientadas a proteger la autoría, garantizar la diversidad cultural y asegurar una distribución equitativa de los beneficios. Sin embargo, los avances no se restringen a este campo, también en sectores como la salud, la educación o el trabajo se exploran marcos regulatorios que mitiguen los riesgos y aprovechen el potencial transformador de la tecnología.

A pesar de estos progresos, la respuesta global sigue siendo fragmentada y heterogénea, generando vacíos que pueden intensificar desigualdades y tensiones. Por ello, se requieren esfuerzos alineados y coherentes, capaces de articular principios comunes que trasciendan las particularidades sectoriales. Solo mediante un enfoque integral y coordinado, que incorpore tanto los intereses individuales como los colectivos, será posible que la IAG se convierta en una herramienta para el desarrollo inclusivo y sostenible, en lugar de un factor de exclusión o concentración de poder

En este contexto, resulta pertinente analizar la posibilidad de incorporar a la discusión el derecho al desarrollo como enfoque alternativo para la regulación de los modelos generativos. Este derecho ofrece una visión transversal que articula los pilares previamente analizados y los orienta hacia principios de equidad, inclusión y sostenibilidad. Bajo esta perspectiva, la ciencia y la tecnología dejan de concebirse como fines en sí mismos para convertirse en herramientas al servicio de la dignidad humana y el progreso social, asegurando que sus beneficios no se concentren en unos pocos ni profundicen desigualdades estructurales.

El derecho al desarrollo permite además integrar las distintas generaciones de derechos humanos en la regulación de la IAG, al vincular los derechos civiles y políticos, con derechos económicos, sociales y culturales, sin dejar de lado los derechos de solidaridad, vinculados a la cooperación internacional y a la sostenibilidad. Esta capacidad de articulación lo convierte en un marco idóneo para enfrentar los desafíos que plantea la tecnología, ya que permite reconocer que el impacto de la IAG no se limita a un ámbito aislado, sino que atraviesa múltiples dimensiones.

La perspectiva del derecho al desarrollo también introduce elementos clave para enriquecer la regulación, como la cooperación internacional, la participación democrática en la toma de decisiones y la protección de la diversidad cultural. Este enfoque permite concebir la IAG no como un riesgo de homogeneización y exclusión, sino como una herramienta para ampliar las oportunidades de participación. Con ello se configura un marco regulatorio más justo y equilibrado, capaz de armonizar innovación tecnológica con derechos humanos, orientado a garantizar que el progreso se comparta de manera equitativa y sostenible.

Las innovaciones tecnológicas tienen un impacto dual. Por un lado, fortalecen derechos humanos, pero, por el otro, generan nuevos desafíos en su protección. La tecnología en comento ha desatado preocupaciones por su potencial de afectar derechos como la privacidad, la libertad de expresión, la igualdad, la educación, el trabajo y la salud, además de profundizar desigualdades en el acceso a sus beneficios. Frente a ello, se requiere un marco regulatorio que garantice un desarrollo responsable de estas tecnologías, bajo el principio de que el progreso científico debe orientarse hacia el bienestar colectivo y sin discriminación (CDESC, 2020).

Ante estas tensiones, el derecho al desarrollo se perfila como un marco normativo capaz de orientar la regulación de la IAG. Este derecho impone a los Estados la obligación de crear condiciones favorables que reduzcan brechas tecnológicas y garanticen el acceso equitativo a sus beneficios. Esto implica diseñar políticas públicas inclusivas, fomentar la asequibilidad y accesibilidad de las tecnologías y evitar que las innovaciones profundicen desigualdades estructurales (Secretario General y Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, 2019). A su vez, la comunidad internacional y otros actores desempeñan un papel esencial en la reducción de barreras y en asegurar que la tecnología se convierta en motor de crecimiento y realización de derechos fundamentales.

El sector privado, como actor central en la innovación tecnológica, también tiene responsabilidades. Las empresas deben reorientar sus modelos de negocio hacia un enfoque responsable y sostenible, que no solo evite daños, sino que promueva activamente los derechos humanos y el desarrollo inclusivo. Esto incluye garantizar que las tecnologías no refuercen sesgos ni exclusiones y que se diseñen en beneficio de las comunidades más vulnerables. De esta manera, se plantea un modelo de gobernanza compartida que equilibre los intereses comerciales con las obligaciones de respeto y promoción de los derechos humanos (Deva, 2023b).

A nivel normativo, instrumentos como la declaración sobre la utilización del progreso científico y tecnológico en interés de la paz y en beneficio de la humanidad (1975) ya establecían que los avances tecnológicos deben promover el desarrollo económico y social, así como que no deben emplearse para restringir derechos. Este marco subraya la necesidad de regulación internacional coherente y eficaz, capaz de mitigar riesgos como la violación de la privacidad o el uso indebido de datos. La regulación de la IAG debe ser flexible y dinámica, basada en principios de ética, transparencia y rendición de cuentas, asegurando que la innovación no comprometa la equidad ni la inclusión (Mecanismo de Expertos sobre el Derecho al Desarrollo, 2024b).

El derecho al desarrollo también ofrece un marco para resolver tensiones entre propiedad intelectual y acceso a la innovación. Si bien la protección de creadores es esencial para incentivar la innovación, un sistema demasiado restrictivo puede limitar el acceso a tecnologías vitales. En este sentido, mecanismos como licencias obligatorias, innovación abierta o limitaciones específicas pueden equilibrar los intereses de innovadores y comunidades, asegurando que los beneficios del progreso científico se distribuyan de manera justa. Asimismo, este derecho contribuye a proteger la diversidad cultural, en línea con la Convención de la UNESCO sobre la Diversidad de las Expresiones Culturales (2005), evitando que la homogeneización tecnológica erosione identidades culturales.

La IAG plantea un dilema central, ya que puede revolucionar múltiples sectores, pero también perpetuar sesgos, desinformación y desigualdades laborales. Para que sus beneficios sean universales, es indispensable un enfoque colaborativo internacional que promueva estándares éticos globales, transferencia tecnológica y participación inclusiva en la gobernanza. El derecho al desarrollo, al exigir que el progreso tecnológico se distribuya equitativamente y respete la dignidad humana, se erige, así como una guía normativa y ética importante para alinear la IAG con los objetivos de equidad, inclusión y sostenibilidad a largo plazo.

No obstante, a pesar de sus beneficios, el derecho al desarrollo enfrenta también limitaciones que deben ser reconocidas para no sobrestimar su alcance. Su exigibilidad sigue siendo objeto de debate, dado que carece de carácter vinculante y no cuenta con mecanismos internacionales efectivos de coerción. Además, persisten tensiones estructurales entre países desarrollados y en desarrollo en torno a la redistribución de beneficios tecnológicos, lo que obstaculiza la adopción de compromisos comunes en foros multilaterales. Estas dificultades reflejan que, si bien este derecho ofrece un horizonte normativo valioso para guiar la regulación de la IAG, su eficacia dependerá de la voluntad política y de la creación de instrumentos que garanticen su aplicación efectiva.

La incorporación de este derecho a la mesa de discusión en la regulación de los modelos generativos permite identificar las necesidades más allá de la simple protección de la propiedad intelectual, situándola en un horizonte más amplio, el cual tiene como fin último la equidad, sostenibilidad y justicia social. No obstante, para que este enfoque adquiera eficacia, resulta indispensable avanzar hacia una regulación armonizada que concilie la protección de los derechos humanos con la promoción del progreso tecnológico. En este punto, se abre la necesidad de reflexionar sobre ciertos elementos clave que deben guiar dicho proceso, como la construcción de marcos normativos coherentes a nivel internacional, la adopción de principios éticos comunes y la creación de mecanismos de gobernanza inclusivos que garanticen que los beneficios de la innovación no profundicen desigualdades, sino que contribuyan a la dignidad y al bienestar colectivos.

Conclusiones

El análisis realizado permite constatar que la IAG constituye uno de los desafíos regulatorios más relevantes de la actualidad, al situarse en el cruce entre la innovación tecnológica y la salvaguarda de los derechos humanos. Su desarrollo acelerado ha configurado un entramado de intereses diversos y, en ocasiones, contrapuestos. En la esfera individual, programadores, titulares y usuarios enfrentan dilemas vinculados con la protección de la creatividad, la explotación económica y la ética en el uso de la tecnología. En la colectiva, los autores y la sociedad se ven expuestos a riesgos relacionados con la precarización laboral, la pérdida de diversidad cultural y la concentración de beneficios en un número reducido de actores. Ante este panorama, resulta indispensable el diseño de un marco normativo integral que logre equilibrar ambas dimensiones, evitando que la innovación tecnológica se convierta en un factor de erosión de derechos fundamentales.

Emprender esta labor desde una perspectiva limitada al régimen del derecho de autor resulta manifiestamente insuficiente para dar respuesta a los retos que plantea la inteligencia artificial generativa (IAG). Ello exige ampliar el enfoque hacia el sistema internacional de los derechos humanos, dado que el fenómeno tecnológico en cuestión incide de manera directa en esa esfera. En este análisis se ha puesto especial atención en tres pilares fundamentales: la protección de los intereses morales y materiales de los autores, el derecho a participar en la vida cultural y el derecho a gozar de los beneficios del progreso científico. Estos derechos, aunque se ven tensionados por el uso de modelos generativos, también poseen un potencial complementario, en la medida en que se articulen mediante marcos jurídicos adecuados que aseguren compensación justa, acceso equitativo, transparencia y mecanismos efectivos de rendición de cuentas.

En este contexto, el derecho al desarrollo emerge como un marco normativo de carácter integrador que permite trascender los intereses meramente económicos y situar la regulación de la IAG en un plano orientado a la equidad, la inclusión y la sostenibilidad. Dicho enfoque no solo procura una distribución más justa de los beneficios derivados del progreso tecnológico, sino que también fortalece la cohesión social y la preservación de la diversidad cultural. Su incorporación en el diseño regulatorio ofrece, en consecuencia, un horizonte normativo más amplio y robusto para la gobernanza de esta tecnología.

Asimismo, el carácter transnacional de la IAG evidencia la necesidad de avanzar hacia consensos internacionales que reduzcan las asimetrías regulatorias y prevengan la consolidación de zonas de baja supervisión jurídica, las cuales podrían facilitar la vulneración de derechos y la concentración de poder tecnológico y económico. De ahí la urgencia de promover la cooperación internacional, la construcción de estándares éticos compartidos y la instauración de mecanismos inclusivos que garanticen la participación activa de Estados, sector privado, sociedad civil y comunidades creativas.

Finalmente, la IAG debe ser entendida tanto como un desafío, como una oportunidad histórica. Un desafío en la medida en que puede profundizar desigualdades y vulnerar derechos fundamentales; y una oportunidad en la medida en que, bajo un marco normativo sólido, inspirado en los principios de los derechos humanos y orientado por el derecho al desarrollo, puede erigirse en motor de inclusión, equidad y sostenibilidad. Lejos de concebir la regulación como un obstáculo al progreso tecnológico, debe asumirse como condición indispensable para que la innovación redunde en beneficios tangibles y compartidos para la humanidad.

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*César Ricardo Castillo Velazco

Formación: Doctor en derecho por la Universidad Autónoma de Aguascalientes; magíster en propiedad intelectual e innovación por la Universidad de San Andrés, Argentina; maestro en política y gestión del cambio tecnológico por el Centro de Investigaciones Económicas, Administrativas y Sociales del Instituto Politécnico Nacional; especialista en comercialización de conocimientos innovadores por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos; licenciado en derecho por la Universidad de Colima. Ocupación: Coordinador de transferencia tecnológica en el Centro de Ingeniería y Desarrollo Industrial (CIDESI) en Querétaro, México. Líneas de investigación: propiedad intelectual, inteligencia artificial, gestión de la innovación. Contacto: cesar.castillo@cidesi.edu.mx; ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1130-1816