Contra la «irrelevancia» del positivismo jurídico
Against the “Irrelevance” of Legal Positivism
Jesús Everardo Rodríguez Durón*
Universidad de Guanajuato
Resumen
En el presente artículo de revisión se plantea un estudio de las principales objeciones dirigidas al positivismo jurídico en su carácter de concepción general del derecho. En especial, se alude al argumento de la irrelevancia sostenido por Manuel Atienza y Juan Ruíz Manero, conforme al cual el positivismo debería cerrar su ciclo histórico en virtud de que sus postulados serían tan banales que no alcanzarían a explicar la complejidad de los sistemas jurídicos contemporáneos. Contra esta posición, se asume la virtualidad del positivismo jurídico, y se explican las causas por las que conserva su relevancia como método para acercarse al conocimiento del derecho. Para ello, desde una perspectiva oblicua, es decir, centrada en la refutación de las objeciones formuladas por las teorías que subyacen o se hallan en la base de este, se responde al argumento de la irrelevancia a partir de una específica versión del constitucionalismo positivista afincado sobre ciertos planteamientos incluyentes vinculados con la tesis de las fuentes sociales y la separabilidad entre el derecho y la moral.
Palabras clave: derecho como integridad, teoría del derecho, discrecionalidad, escepticismo moral, positivismo constitucionalista, positivismo jurídico, separación entre derecho y moral, tesis de las fuentes sociales.
Abstract
This review article examines the main objections to legal positivism as a general conception of law. In particular, it refers to the argument of irrelevance, advanced by Manuel Atienza and Juan Ruíz Manero, according to which positivism should close its historical cycle because its postulates are so banal that they cannot explain the complexity of contemporary legal systems. Against this position, the virtuality of legal positivism is assumed, and the reasons why it remains relevant as a method for approaching legal knowledge are explained. To this end, from an oblique perspective—that is, one focused on refuting the objections formulated by the theories that underlie or are at the basis of legal theory—the argument of irrelevance is answered based on a specific version of positivist constitutionalism based on certain inclusive approaches linked to the thesis of social sources and the separability of law and morality.
Keywords: Law as integrity, theoretical disagreements, discretion, moral skepticism, constitutional positivism, legal positivism, separation between law and morality, the thesis of social sources.
Recibido: 3 de agosto de 2025.
Aprobado: 27 de octubre de 2025.
La banalidad del positivismo
Decir que el positivismo jurídico no vive sus épocas de esplendor es una cuestión evidente hasta para los propios positivistas. Nada menos, Eugenio Bulygin (2008) sostiene que el positivismo se mueve a la defensiva entre sus múltiples objetores, y parece haber perdido la batalla desde que el legislador, incluido el constituyente, se volvió iusnaturalista. Dentro de la panoplia de críticas, aquí quiero ocuparme de una en particular. Se trata de lo que llamaré el “argumento de la irrelevancia”. Para ello, me serviré del planteamiento polémico de Manuel Atienza y Juan Ruíz Manero, quienes aconsejan abandonar el positivismo jurídico precisamente a causa de su banalidad en el contexto actual de los sistemas jurídicos constitucionalizados.
Según los profesores alicantinos, el positivismo afirma la posibilidad de identificar el derecho con base en criterios empíricos y convencionales, a lo cual se suma la pretensión de separar —conceptual o contingentemente— el derecho de la moral. Sin embargo, la estrategia en este caso no consiste en negar las premisas antedichas, sino en aceptar sin más que ambas tesis están en lo correcto, pero son tan “manifiestamente verdaderas y constituyen una especie de acuerdo indisputado por todos aquellos que hacen teoría del derecho de forma no extravagante” (Atienza y Ruiz, 2007, p. 21), de modo que afirmarlas no hace ninguna diferencia. Por ello, la debilidad del positivismo jurídico estriba en que la teoría resulta en un sentido irrelevante y, por otro lado, en que “si se le añaden rasgos que, aun no siendo quizás definitorios sí han estado presentes en las principales manifestaciones del positivismo del siglo XX, el positivismo resulta ser un obstáculo que impide el desarrollo de una teoría y una dogmática del derecho adecuadas” (p. 21) para las condiciones actuales.
En consecuencia, la objeción de Atienza y Ruiz Manero (2007) puede resumirse de la siguiente forma:
El positivismo jurídico ha agotado ya, nos parece, su ciclo histórico. En contra de lo que han sostenido algunos autores como Ferrajoli, Comanducci o Prieto, el llamado paradigma neoconstitucionalista no puede verse como la culminación del positivismo jurídico, sino más bien como el final de esa forma de entender el derecho. El positivismo no es la teoría adecuada para dar cuenta y operar dentro de la nueva realidad del derecho del Estado constitucional, además de por los déficits a que se ha venido haciendo referencia, por un último rasgo vinculado a ellos: porque tiene (en todas sus variantes) un enfoque exclusivamente del derecho como sistema y no (también) del derecho como práctica social. (pp. 26-27)
En efecto, si las asunciones capitales de la teoría positivista se limitan a señalar que el derecho es producto de actos humanos que le imprimen un contenido históricamente variable a los sistemas jurídicos, entonces esta tesis es trivialmente verdadera y no constituye una cualidad distintiva del positivismo, ya que en realidad todas las teorías del derecho de algún modo aceptan ese presupuesto. Por otro lado, la tesis de la separación entre el derecho y la moral puede entenderse de maneras tan diversas que si se limita “a aquello que comparten todos los que se denominan positivistas, es una tesis tan mínima que tampoco constituye, desde luego, una posición distintiva en la teoría del derecho” (Atienza y Ruiz, 2007, p. 21), de modo que la mayor parte de quienes critican al positivismo estarían de acuerdo con aceptar que el derecho y la moral son dos ámbitos claramente separados. El positivismo deviene así en una categoría a la que los juristas se aferran más por la fuerza de la tradición que por cualquier otro factor racional. En suma, si la forma actual de hacer teoría del derecho requiere ocuparse de cuestiones que los positivistas están lejos de percibir en toda su complejidad, para los profesores alicantinos, bien haríamos en dejar atrás al positivismo jurídico.
Como dije, en esta contribución pondré en solfa el argumento de la irrelevancia. Con ese fin, en lo que sigue procederé a partir de dos movimientos. Primero, abordaré los frentes más comunes en los que suele desdoblarse la crítica al positivismo —apartados 2 a 4—; y luego, propondré una lectura incluyente de dicha concepción que, espero, acredite su potencial explicativo también en el contexto de los sistemas constitucionalizados —apartados 5 y 6—. En todo caso, para refutar el argumento de la irrelevancia haré uso de una estrategia oblicua; es decir, me centraré en la tarea de desmontar las objeciones formuladas por las posiciones que subyacen o se hallan en la base de la tesis de la banalidad, para demostrar cómo una específica versión del constitucionalismo positivista afincado sobre los planteamientos incluyentes de la tesis de las fuentes sociales y la separabilidad entre el derecho y la moral, conserva su potencial explicativo como concepción general del derecho. Así, una vez que ha quedado señalado el itinerario, avanzaré sobre la primera parte.
El intento de separar lo inseparable
En el origen mismo del positivismo jurídico se encuentra la pretensión de explicar el concepto y la naturaleza del derecho mediante un modelo teórico de carácter general y descriptivo (Hart, 2008). Para conseguir semejante empresa, los positivistas tienen que presuponer una serie de operaciones y deslindes conceptuales con el propósito de despojar a su objeto de estudio —el derecho positivo— de todos aquellos elementos que le resultan extraños (Kelsen, 2013). Puestos en esa faena, por ejemplo, la mayoría de los problemas de adjudicación implicados por la aplicación de las normas a los casos concretos pasan por la clarificación del lenguaje en que el derecho se expresa. Ello es de ese modo porque las disposiciones jurídicas no escapan a los vicios de ambigüedad, vaguedad y textura abierta que asechan a los términos ordinarios empleados en su formulación. Sin embargo, al margen de la importancia concedida al análisis del lenguaje se encuentra otro punto capital para el modo positivista de hacer teoría del derecho, el cual se vincula con la tajante distinción entre el hecho y el valor. Conforme a tal dicotomía, un enunciado descriptivo sobre «cómo es el derecho» en ningún caso puede ser equivalente a la expresión de un juicio prescriptivo acerca de «cómo debería ser» un ordenamiento o sistema jurídico conforme a un orden valorativo específico.
La oposición entre el hecho y el valor o, dicho de otra forma, entre la descripción y la prescripción, tiene profundas consecuencias sobre el estatuto de la ciencia jurídica y sobre la propia definición del derecho. En cuanto al primer aspecto, el objeto de la jurisprudencia —en la primera acepción del término (García, 2006)— implica solamente las tareas concernientes a la identificación de los enunciados primitivos que están en la base del sistema y su correspondiente reformulación a partir de un conjunto de términos formales e irreductibles, que permitan elaborar un modelo económico, mínimo y no redundante del ordenamiento bajo consideración. Según el parecer de Alchourrón y Bulygin (2013), el carácter sistematizador y exquisitamente cognoscitivo de la jurisprudencia deviene inconcuso desde el momento en que la actividad del jurista no se distingue, en cuanto a su contenido o entidad, de las operaciones realizadas por los físicos o los matemáticos en cada uno de sus campos.
Pero el asunto no termina en esto. Por fin separado del reino de las verdades eternas, según la feliz expresión de García Figueroa (2005), el ámbito de lo jurídico se releva como un producto generado por actos humanos, a través de los cuales se regula el comportamiento y que, por eso mismo, se encuentra plenamente desvinculado de las exigencias de corrección sustancial derivadas del universo de los imperativos morales (Raz, 2011). De este modo, el positivismo parece asentarse sobre la llamada tesis social —el derecho es un artefacto al que le da forma la voluntad humana— y en el corolario que deriva de aquella, es decir, en la tesis de la separación o separabilidad —conforme a la cual el derecho es independiente de la moral— (Villa, 2024). Es verdad que entre la tesis social y la tesis de la separación no existe una relación de dependencia recíproca (Raz, 2011), aunque tampoco es menos verdadero que las versiones más difundidas de la concepción jurídica positivista durante los últimos dos siglos se han caracterizado por una defensa de ambos presupuestos, ya sea como un elemento fundamental para determinar el ámbito de lo jurídico o como un corolario derivado de un modelo naturalizado de jurisprudencia.
Hasta este punto el conjunto de cuestiones planteadas podría presentar un cariz pacífico que está lejos de tener. El balance sobre el positivismo se torna mucho más interesante cuando se suman las variables representadas por los argumentos de todas aquellas posiciones que sostienen la insuficiencia de esa concepción del derecho. Por de pronto, bastará con pasar revista a tres puntos esgrimidos en contra del enfoque analítico asumido por los positivistas —sobre ello, véase (Villa, 2024)— y, luego, con pasar revista en torno a algunos extremos problemáticos atribuidos a la tesis de la separación.
Según las voces de los detractores del enfoque analítico en la filosofía del derecho, la pretensión del positivismo para reducir los problemas generados por la aplicación de las normas bajo la apariencia de inconvenientes relativos a la claridad del lenguaje, supone el mantenimiento de un modelo filosófico superado. Según esta primera línea de crítica sintetizada y sostenida de manera brillante por Marta Albert (2013), los positivistas continuarían anclados a la afirmación del primer Wittgenstein según la cual “de lo que no se puede hablar hay que callar” (Wittgenstein, 1987, p. 183). Y esto pese a que los presupuestos epistemológicos que la sostenían —la teoría de la ciencia del Círculo de Viena— ya han sido claramente superados. Además, el intento por construir un modelo de ciencia jurídica puramente formal y cognoscitivo no se compadece con las verdaderas cuestiones de las que se ocupa la filosofía del derecho, que en muchas ocasiones exceden el ámbito de la positividad para inquirir acerca de los temas morales relacionados con el derecho justo.
Con todo y que ello sea importante, aún falta ocuparse del principal defecto del positivismo jurídico, pues ese enfoque nos condena a “ocuparnos de cosas que nos preocupan muy secundariamente. De lo que realmente nos importa, no es posible decir nada con sentido. Lo que realmente importa no es científico” (Albert, 2013, p. 5). De modo que, paradójicamente, los juristas del positivismo se vieron aherrojados en un callejón sin salida construido por sus propias manos: de los asuntos conectados con el mundo del derecho, “solo podían ocuparse de unos cuantos” mientras que “aquellos por los que quizá estuvieran dispuestos a dar sus vidas [eran] justamente sobre los que no les cabía reflexionar, ni decir una palabra” (Albert, 2013, p. 5).
Los argumentos de Albert representan un lugar común —no en el sentido peyorativo, desde luego— en el escenario de las críticas al positivismo analítico y, sin embargo, ellos resultan infundados. Y aunque a menudo suele darse por hecho que existen vínculos entre el positivismo jurídico y el positivismo en sentido amplio, en este punto hay que proceder con cautela para no caer en el error de llevar la equiparación entre el positivismo jurídico y el positivismo filosófico más allá de lo debido (Paulson, 2011). A decir verdad, el positivismo acuñado por el Círculo de Viena no es la cuna absoluta del positivismo jurídico de nuestros tiempos. Una equiparación de ese grado difícilmente sería acertada, habida cuenta de que el positivismo en general, es una «expresión denigrada en los círculos filosóficos actuales» y el jurídico resulta ser también una construcción mucho más elaborada que en aquel entonces (Paulson, 2011, p. 106). De hecho, es todavía un punto discutible si la filosofía del lenguaje ordinario subyacente, por ejemplo, a la teoría del derecho hartiana —en tanto representante conspicua de la analytical jurisprudence— es un producto exclusivo de la escuela de Oxford encabezada por John Langshaw Austin o presenta puntos de antecedencia en común con la obra desarrollada en Cambridge por «el segundo Wittgenstein» (Mora, 2019, pp. 304-306). Lo que en todo caso resulta claro es que los positivistas no mantuvieron nunca una filiación con las tesis del Tractatus más decidida que la de su propio autor (Villa, 2024), tan es así que la tesis de la separación no está conceptualmente unida al escepticismo moral, como ya bien se sabe (Nino, 2013; Lyons, 1998).
Otro tanto cabe decir al respecto de la acusación de que el positivismo es mudo ante lo que realmente importa en el derecho. En efecto, la separación entre el hecho y el valor, no implica que los teóricos jurídicos no tengan nada que decir, tal vez, sobre las normas injustas o las resoluciones irrazonables de los jueces. En suma, no quiere decir que los teóricos no puedan realizar tareas de política o evaluación del derecho, porque con ella lo único que se da a entender es que esas son actividades distintas, esto es, que no se trata de tareas cognoscitivas, sino prácticas y valorativas, que por otro lado no son extrañas a la actividad de los juristas. Por eso, no deben considerarse como ocupaciones inapropiadas para el teórico del derecho. Tal como lo explica Chiassoni:
los positivistas que adoptan el descriptivismo, sostienen, al mismo tiempo, la importancia de las tareas de política del derecho. Solo intentan evitar cualquier confusión entre las dos: evitar, en particular, que operaciones de política del derecho sean presentadas como operaciones científicas. (Chiassoni, 2016, p. 244)
Con lo dicho basta para descartar las objeciones al carácter analítico de la metodología positivista. No obstante, con ello apenas se habría recorrido la mitad del trayecto, pues como se recordará, otro frente de las objeciones ataca los cimientos de la tesis social y, en especial, a la separación entre el derecho y la moral. En tanto que es sobre este último rasgo donde se concentran los aspectos más acerbos de las objeciones, para los efectos buscados a estas alturas, podremos concentrar la atención solamente en ellos. Según esta manera de entender las cosas, el hecho de que las constituciones contemporáneas incluyan dentro de su catálogo de derechos a normas carácter moral (Alexy, 2011) supone “una restricción en el ámbito de los contenidos del derecho positivo. Aunque el poder quisiera mandar o prohibir determinados comportamientos mediante normas, debería respetar determinados límites, los del derecho natural, si quiere que esas normas sean auténticas normas jurídicas” (Ansuátegui, 2017, p. 178). De este modo, existe una deriva iusnaturalista en el derecho constitucional que viene determinada no tanto por la inclusión de contenidos morales en las constituciones, sino por la exclusión de esos contenidos del ámbito de la discusión política (Ansuátegui, 2017). Consecuentemente, la pretensión positivista para desvincular la naturaleza del derecho de sus profundas implicaciones morales, es vista como un fútil intento de separar lo inseparable.
Ante el argumento de la constitucionalización el positivismo podría sostener que la inclusión de contenidos morales en las constituciones es una cuestión de hecho que no presenta un carácter conceptual, desde el momento en que la regla de reconocimiento puede —aunque sea posible imaginar alguna que no lo haga— incluir aspectos morales entre los criterios de validez (Hart, 2008). Si esta alternativa es viable, entonces tampoco el argumento de la constitucionalización sería suficiente para determinar el abandono del positivismo como concepción del derecho. Desde ahora puedo adelantar que estoy esencialmente de acuerdo con esta solución del problema; sin embargo, demostrar la plausibilidad de un positivismo constitucionalista, exigiría extender mucho el argumento y presuponer demasiadas cosas que no se han clarificado hasta el momento, por lo que la presentación completa de este aspecto deberá aguardar un poco más. Por ahora, lo que se impone es analizar otro frente abierto en contra de la tesis social, esta vez, desde la incapacidad del positivismo para explicar los desacuerdos entre juristas.
Una novela en cadena
Como se sabe, la teoría del derecho de Ronald Dworkin representa no solamente una crítica general al positivismo jurídico, sino que también entraña una concepción del derecho por sí misma (Dworkin, 2012a y 2012b; Arango, 2016). Por ello, no es extraño que el movimiento seguido por el jurista americano para alcanzar este propósito se haya concretado en tres movimientos, que constituyen los grandes sectores de su obra escrita. En el primer momento, Dworkin ataca la suficiencia de la regla de reconocimiento para dar cuenta de la existencia de principios morales en el derecho. Luego, mediante el argumento del «aguijón semántico», califica al positivismo jurídico como una teoría basada en criterios fácticos que es incapaz de explicar los desacuerdos teóricos entre juristas. Finalmente, en sustitución de lo anterior, Dworkin presenta una teoría del derecho como integridad fundada en la unidad del valor (Bonorino, 2010).
Tanto la tesis de los principios como el resto de los argumentos de Dworkin en contra del positivismo hartiano ya resultan conocidos con relativa suficiencia, por lo que puede omitirse una mención más detenida. En lo que sí es preciso detenerse es en el punto donde se resalta la existencia de desacuerdos teóricos entre juristas y la teoría del derecho como integridad, en cuanto que representan aspectos de trascendencia para comprender el sentido de la reflexión dworkiniana durante su periodo de madurez (Arango, 2016).
Para comenzar, conviene no perder de vista que la teoría de Dworkin, se estructura con base en un análisis de los casos difíciles resueltos por la Corte de los Estados Unidos (Rojas, 2006). Por esta causa, el papel de la jurisdicción representa un componente fundamental para la concepción del derecho como integridad. Este punto es importante porque aquí comienzan a separarse los caminos respecto de la posición general del positivismo jurídico. En efecto, con arreglo a lo sostenido por aquella doctrina, cuando los jueces se encuentran ante un caso para el cual el derecho no depara una solución claramente determinada, ellos pueden resolver el asunto mediante un ejercicio de discrecionalidad que el propio ordenamiento les reconoce (Bulygin, 2015). No obstante, en contraposición, Dworkin afirma que aun en estos casos el juez se encuentra vinculado por el derecho, esta vez bajo el imperio de los principios existentes en el ordenamiento, los cuales determinan siempre una única respuesta correcta para cada caso (Arango, 2016). Entonces, bajo ninguna consideración podría aceptarse el postulado positivista según el cual en algunos supuestos el juez se limita a aplicar el derecho preexistente, mientras que en otros —los especialmente complejos— la judicatura efectivamente crea derecho mediante un ejercicio legislativo intersticial (Hart, 2014). Esta particularidad de la jurisdicción en clave positivista se expresa, verbigracia, en las canónicas palabras de Hart:
(…) he retratado la teoría del derecho (…) como acosada por dos extremos, la pesadilla y el noble sueño: el punto de vista de que los jueces siempre crean y nunca encuentran el derecho que imponen a las partes en el proceso, y el punto de vista opuesto, según el cual nunca los jueces crean derecho. Como otras pesadillas y otros sueños, los dos son, en mi opinión, ilusiones, aunque tienen muchas cosas qué enseñar a los juristas en sus horas de vigilia. La verdad, tal vez trivial, es que a veces los jueces hacen una cosa y otras veces otra. (Hart, 2000, p. 348).
Ahora bien, la crítica de Dworkin es interesante no solo por su ataque a la tesis de la discrecionalidad, sino por el modelo de jurisdicción que se propone en su lugar. En efecto, el autor de Law’s Empire no se limita a objetar el poder creativo de los jueces ante las situaciones complejas, sino que afirma categóricamente la existencia de una sola respuesta correcta para cada asunto litigioso, sin importar lo complejo o sencillo que resulte ser bajo la lupa del proceso judicial (Arango, 2016). Para Dworkin el derecho se releva como una práctica interpretativa a partir de la cual se precluye la existencia de casos sin solución.
Bajo la conceptualización del derecho como interpretación, en todos los problemas donde se invoca la presencia de las normas jurídicas con el propósito de dirimir una situación controvertida, cada uno de los participantes presentará diferentes posturas sobre lo qué es el derecho y ofrecerá razones en defensa de las mismas (Calsamiglia, 1992). La eventual diferencia de razones respecto de un mismo asunto se explica porque cada actor en la práctica entiende lo que ella permite o requiere en función de ciertas proposiciones que solo tienen sentido dentro y a través de dicha actividad. Las proposiciones a las que Dworkin hace referencia pueden ser de dos especies: (1) las proposiciones jurídicas y (2) los fundamentos de derecho. Las primeras son afirmaciones sobre el contenido del derecho en un sistema jurídico particular, mientras que los fundamentos de derecho existen en un ordenamiento, verbigracia, si la autoridad ha dictado una ley o código donde se sustente la proposición de que se trate (Shapiro, 2012).
En este contexto, la práctica del derecho consiste en gran medida en el uso y discusión de dichas proposiciones jurídicas (Arango, 2016) y, por eso, la principal actividad de la filosofía del derecho debe ser el análisis de los diferentes tipos de argumentación que los operadores del ordenamiento emplean en sus razonamientos. Sin embargo, la teoría positivista ha descuidado esa actividad bajo el desgastado recurso de la discrecionalidad (Dworkin, 2012). En realidad, los problemas suscitados por la aplicación del derecho no se refieren, como estiman los positivistas, a si una norma ha sido dictada o no, o a si, conforme a determinados criterios semánticos, un caso pertenece al ámbito de dominio de una disposición; sino, más bien, a la determinación de cuáles son las proposiciones jurídicas que proporcionan la mejor justificación para el uso de la coacción en los casos concretos. Lo que el positivismo no alcanza a explicar es el hecho de que los juristas, con vista a un mismo sistema de fundamentos jurídicos, a menudo discrepan sobre lo que el derecho ordena, permite o prohíbe; esto es, sobre cuáles proposiciones jurídicas son verdaderas o falsas en un sistema determinado (Arango, 2016).
Los desacuerdos teóricos a los que alude Dworkin son disputas genuinas y recurrentes que ocupan gran parte de las preocupaciones de cualquier participante en la práctica social guiada a través de normas. Su origen se encuentra en el propio carácter del derecho como una actividad interpretativa constructiva. En este sentido, las interpretaciones constructivas son procesos mediante los cuales se impone un propósito a un objeto o práctica con el fin de hacer de ese objeto o práctica el mejor ejemplo de la forma o género a la que se supone que pertenece. Dicho en breve, un propósito hace que un objeto sea lo mejor que puede llegar a ser (Dworkin, 2008). Para eso, el propósito debe ajustarse al objeto para justificarlo mejor que ninguna otra interpretación alternativa. El ajuste al objeto existe cuando la interpretación aconseja que el objeto —en nuestro caso, el derecho— exista o que tenga las propiedades que tiene; mientras que el propósito implicado en la práctica constructiva estará justificado en cuanto se considere que el objeto o la práctica en cuestión merece ser perseguida o alcanzada mediante una labor constante y coordinada. En suma, bajo la conceptualización del derecho como una práctica interpretativa es posible proporcionar no solo la mejor imagen del sistema jurídico, sino también prever una explicación plausible de los desacuerdos teóricos entre juristas.
Según el modelo del derecho como integridad, la práctica jurídica ha de justificar al derecho bajo su mejor luz posible, sin que con ello se separe de la tradición representada en los precedentes que sustenten al sistema de referencia. Para explicar esta construcción dual, Dworkin recurre a la metáfora de la novela en cadena. Imagine que un grupo de novelistas ha sido llamado a realizar un proyecto literario, de modo que cada uno sortea el número del capítulo que le corresponderá escribir en la obra colectiva. El escritor que obtenga el número menor en el sorteo deberá escribir la primera entrega de la obra, la cual será enviada al siguiente participante para que, a su vez, redacte el capítulo siguiente y así sucesivamente hasta que todos hayan completado su intervención. En todo caso, los novelistas —a excepción del primero— tienen la doble responsabilidad de interpretar y crear. Cada uno de ellos debe leer todo lo que se ha elaborado con anterioridad para así establecer, en el sentido interpretativo, en qué consiste la novela en el momento de ser creada, sin tener la intensión de comenzar la obra desde el principio (Dworkin, 2008).
Según Dworkin, cuando el derecho se enfrenta a los casos difíciles su aplicación se asemeja al ejercicio practicado por los novelistas de nuestro ejemplo. En esos casos, cada uno de los jueces debe repasar lo que otros jueces han dictado en el pasado, no solo para saber qué han dicho, sino para asegurarse de que la nueva decisión encuadre con la obra general escrita a lo largo de los años. Cada juez debe verse a sí mismo, al sentenciar un nuevo caso, como un eslabón en la compleja cadena de una empresa en la que todas aquellas innumerables sentencias, decisiones, estructuras, convenciones y prácticas son la historia. “Su responsabilidad es continuar esa historia hacia el futuro gracias a su labor hoy” (Dworkin, 2008, p. 167). Cada juez ante un caso, debe interpretar lo que ha venido ocurriendo hasta antes porque tiene la responsabilidad de hacer progresar la empresa del derecho y proyectarle su mejor luz “antes de tomar de golpe su propio camino” (Dworkin, 2008, p. 167).
Sin embargo, hay todavía una cuestión que Dworkin tiene que enfrentar, pues aún bajo el supuesto de que la imagen de los jueces como un eslabón de los novelistas en cadena sea correcta, no es claro que de ello derive siempre una sola respuesta correcta para cada caso. Por ello, Dworkin tiene que imaginar a un juez mitológico, dotado de un conocimiento ilimitado del derecho y con tiempo y claridad mental infinitas para estudiar con detenimiento todos los asuntos complejos sometidos a su potestad, a fin de determinar, sin margen de error, la única respuesta que el derecho —en tanto empresa interpretativa— depara para cada uno de esos casos. Naturalmente en qué medida los jueces de carne y hueso se asemejen a tal juez Hércules es una cuestión que permanece abierta para la teoría dworkiniana.
Ahora bien, me parece que el positivismo podría aceptar sin cortapisas que el ordenamiento no solo está compuesto por reglas, esto es por mandatos definitivos, sino también por principios según los cuales se recoge alguna dimensión de la moralidad. De hecho, la existencia de una regla de reconocimiento nada dice en contra de que ciertos contenidos morales puedan formar parte de los parámetros de validez del derecho (Hart, 2008). Si ello es de ese modo, entonces la primera critica dworkiniana demostraría mucho menos de lo pretendido por su autor, y eso sería sufriente para descartarla como una crítica absoluta a la tesis de social sostenida por el positivismo.
Ahora bien, las cosas se complican desde el momento en que, al menos en una primera lectura, Dworkin parece sostener una teoría de la adjudicación particularmente exigente y paradójicamente muy parecida a los modelos mecánicos de la jurisdicción sostenidos por Montesquieu y Beccaria. Como se sabe, para el autor de El espíritu de las leyes los jueces son seres que se limitan a pronunciar las palabras de la ley, pero que no pueden modular ni su fuerza ni su rigor (Montesquieu, 2006). Mientras que, para el célebre pensador italiano, la aplicación del derecho se concibe como una operación exquisitamente silogística (Beccaria, 2008). Pues bien, aun a pesar de que la argumentación de Dworkin sea mucho más sugerente y se base en metáforas fuertemente persuasivas, en el fondo la tesis de la única respuesta correcta no se encuentra muy alejada de la imagen del juez acotado y mecanicista que se limita a encontrar la «única respuesta» determinada por el derecho.
Para demostrar que las cosas son más complejas de lo que Dworkin sostiene basta revisar el papel de la jurisdicción en el Estado constitucional. En la actualidad, se dejan bajo la protección judicial decisiones sobre las cuales anteriormente se encargaba el poder político, lo cual da lugar a un mayor rango de aplicación de principios y valores que suponen un grado importante de indeterminación normativa. Frente a una magistratura cada vez más activa y consiente de su papel, el congreso y la administración han perdido influencia sobre la actividad de los tribunales supremos. Las relaciones del poder judicial con el poder político se han intensificado en el contexto del Estado moderno en la medida en que la judicatura ha servido mejor que otros poderes para procesar las demandas de la población. En parte por esa y otras causas, se ha abandonado la percepción inanimada de la jurisdicción para ceder el paso a una tendencia de acercamiento entre los poderes que, de otra parte, es característica de la sujeción del Estado al derecho. Tal como lo advierten Guarnieri y Pederzoli, queda claro que las fronteras entre la jurisdicción, la legislación y la administración tienden a borrarse. El hecho de que el juez sea también un legislador se considera ya hoy como una obvia banalidad. Los ámbitos de discrecionalidad de que dispone y las mismas características del procedimiento de decisión le llevan de hecho a participar en la formulación de las políticas públicas (Guarnieri y Pederzoli, 2009).
La propia existencia de principios es una fuente de discrecionalidad judicial consustancial a los ordenamientos, especialmente de carácter constitucional. En esa misma proporción la tesis de la única respuesta correcta sostenida por Dworkin se antoja como cada vez más complicada de realizar. En dicha tesitura, si la única respuesta correcta quiere sobrevivir a la tormenta, no puede asumirse como una tesis conceptual, sino solamente como una idea regulativa. Esta interpretación del tema, tal como es presentada por Robert Alexy, me parece correcta. Según el autor alemán, para que la tesis de la unidad de respuesta fuera acertada, tendrían que satisfacerse cinco idealizaciones: tiempo ilimitado, información ilimitada, claridad lingüística-conceptual ilimitada, capacidad ilimitada para el cambio de roles; y carencia ilimitada de prejuicios; por lo que concluye que no existe ningún procedimiento que permita llegar en cada caso a una única respuesta correcta. Sin embargo, como todos estos requisitos solo pueden cumplirse de manera aproximada, entonces la tesis en comentario solamente es exitosa si se concibe como un ideal regulativo de la función judicial, que puede alcanzarse en algunos casos, pero no en otros (Alexy, 2010).
Si la tesis de la única respuesta solo puede ser entendida bajo la presentación del ideal regulativo, entonces nada obsta para afirmar que, bajo ciertas condiciones, los jueces efectivamente crean derecho, y que cuando lo hacen deberán aducir razones generales que justifiquen la decisión y presenten al actuar del juez como el de un legislador escrupuloso al optar según sus determinadas creencias y valores. En la medida en que los jueces procedan en esta forma, estará justificado que se les autorice a seguir parámetros o razones de decisión no dictados expresamente por el derecho, a pesar de que tales parámetros puedan llegar a diferir de aquellos seguidos por otros jueces enfrentados a análogos casos difíciles. Ante dos casos para los cuales el derecho no depara ninguna solución predeterminada, los jueces podrían arribar a sentencias distintas igualmente correctas, con tal de que el operador proceda con la debida diligencia y se fundamente en las razones generales proporcionadas por la prudencia jurídica (Hart, 2014).
En suma, la existencia de una única respuesta correcta —para algunos casos fáciles— no afectaría la corrección de la tesis de la discrecionalidad, al grado de que aquella podría ser aceptada por los positivistas sin abandonar los presupuestos esenciales de su concepción del derecho. Y si las cosas son de este modo, entonces la teoría de la adjudicación sostenida por el positivismo, se revela también en este aspecto como superior al desafío dworkiniano.
Positividad y corrección
A pesar de la enorme atención recibida por la teoría del derecho de Ronald Dworkin, no puede pasar desapercibido que la obra del autor americano se concentra solo en el análisis de la discusión jurídica en el ámbito anglosajón (Carrió, 2006). El efecto de este fenómeno es doble: por una parte, pone de manifiesto que el desarrollo del positivismo jurídico en la tradición continental no puede ser preterido en ningún estudio sobre el tema; y, de otra parte, revela que dentro de ese mismo ámbito geográfico existen alternativas al positivismo mucho más potentes que la propia teoría dworkiniana. Este es el caso, por ejemplo, de la teoría del derecho no-positivista de Robert Alexy.
La obra de Alexy se puede definir como un intento por institucionalizar los ideales de razón y justicia característicos del Estado constitucional. Por esa causa, Alexy es considerado como el más destacado representante de la «segunda escuela de Kiel», esto es, la categoría que agrupa a los juristas, que bajo los auspicios del propio Alexy —en oposición a los profesores del nacionalsocialismo que los precedieron— se han vinculado en torno al desarrollo científico del principialismo, la argumentación jurídica y el enfoque no-positivista sobre el concepto del derecho (Nava, 2015).
Ahora bien, aunque Alexy sostiene una perspectiva no-positivista, ello no implica que oscurezca otros elementos propios de la juridicidad. La apreciación de este hecho es la clave de la tesis sobre la doble naturaleza del derecho sostenida por el jurista alemán. De acuerdo con ella, derecho posee una dimensión real o fáctica y una dimensión ideal o crítica. La primera se manifiesta por los elementos de la legalidad conforme al ordenamiento y de la eficacia social. En tanto que el aspecto ideal o crítico está dado por la pretensión de corrección moral. Cuando se define al derecho solamente a partir de los elementos fácticos, se sostiene una teoría positivista. Sin embargo, cuando se agrega la corrección moral como tercer elemento, el cuadro cambia hacía un concepto no-positivista del derecho; de modo que “la tesis de la doble naturaleza implica el no-positivismo” (Alexy, 2017, p. 25).
La obra de Alexy gira en torno a tres puntos capitales, a saber, la teoría de la argumentación jurídica, la conceptualización de los derechos fundamentales con arreglo a la teoría de los principios y la elaboración de un concepto de derecho no-positivista (Nava, 2015). Cada uno de estos aspectos se corresponde con alguna de sus obras mayores en orden de antigüedad, por lo que conviene seguir ese mismo criterio de exposición, a fin de captar la propia evolución del pensamiento del bienquisto profesor alemán y, como, en conjunto su obra desemboca en una concepción no-positivista del derecho.
Por lo que hace al primer aspecto, Alexy sostiene que el discurso jurídico es una especie del discurso práctico general, esto es, un discurso a través del cual reflexionamos sobre lo que debemos hacer y sobre las justificaciones que encontramos para ello (Alexy, 2011). De este modo, la teoría de la argumentación parece reconciliar dos aspectos aparentemente contradictorios que se hallan conectados con la tesis de la doble naturaleza. En efecto, la argumentación jurídica no sería posible sin la presencia de argumentos prácticos generales y tampoco podría realizarse sin atender y tomar en serio la validez del derecho positivo (Nava Tovar, 2015). Bajo este esquema, la teoría del discurso se presenta como un recurso analítico y normativo a través del cual es posible fundar racionalmente tanto la corrección de las decisiones tomadas en los contextos jurídicos como el análisis de la estructura lógica de los argumentos ofrecidos.
Según la teoría alexyana, un enunciado normativo será correcto cuando pueda ser el resultado de un determinado procedimiento, es decir, de un discurso racional regido por ciertas reglas de razón, de fundamentación y de distribución de cargas entre los participantes. En ese tenor, el modelo preconizado por Alexy posee una naturaleza procedimental; y en esa misma medida debe hacerse cargo de un par de objeciones que salen a su paso. En primer lugar, es necesario demostrar que tales reglas satisfacen el requisito de universalidad a fin de que puedan ser tenidas en cuenta; y, luego, es preciso demostrar que una teoría procesal está en aptitud de garantizar la corrección de las decisiones prácticas. Sin embargo, a diferencia de lo que sostienen sus críticos, la teoría del discurso no intenta definir como absolutas determinadas reglas de una comunidad política, sino únicamente afirmar el carácter inmanente y trascendente de ciertos cuestionamientos y presupuestos básicos del lenguaje que se dan dentro de las comunidades y abarcan todas las formas de vida. Por ello, las reglas de la argumentación están justificadas en cuanto se vinculan con la autonomía de los sujetos y desde el momento en que garantizan el acceso igualitario a un debate donde predomina la coerción no coactiva del mejor argumento (Nava, 2015.). Si las cosas son así, entonces la teoría también quedaría a buen recaudo de la objeción relativa a la formalidad, en tanto que la posibilidad de arribar a un resultado acertado depende solamente del seguimiento de ciertas reglas conforme a las cuales se estructura el discurso justificativo (Nava, 2015,).
No obstante, este no es el único grupo de objeciones que se han dirigido a la teoría de la argumentación. Desde el momento en que Alexy sostiene la tesis del caso especial, esto es, que el derecho es solo un ámbito de aplicación del discurso práctico general, se corre el peligro de arrasar con la sustantividad propia de la práctica jurídica. Según los criterios más interesantes en este sentido, la tesis del caso especial incrementa el riesgo de diluir al discurso jurídico en el campo de la moral, ya que Alexy parece aceptar ciertas tesis emparentadas con el derecho natural. Sin embargo, estas críticas fallan el blanco. Si se lee con atención la obra de Alexy, no es difícil concluir que la relación entre el discurso práctico y la argumentación jurídica es solamente de género a especie, ya que subsisten ciertas características específicas del discurso jurídico, tales como el razonamiento a partir de las normas positivas o el uso de precedentes, que en su conjunto impiden la pérdida de singularidad de la argumentación jurídica dentro de los territorios morales. Además, tal como se advertirá más adelante, aunque Alexy sostiene una conexión entre el derecho y la moral, dicha vinculación sólo niega el carácter jurídico a las normas que superan un carácter extraordinariamente injusto. De este modo, incluso bajo la aplicación de la tesis de la vinculación, en la teoría de Alexy habría espacio, por ejemplo, para ciertas normas en algún sentido injustas —inmorales— siempre que tales no superen dicho umbral extremo.
En otro orden de ideas, por lo que toca a la teoría de los principios, Alexy asegura que existe una relación interna entre los derechos fundamentales y el razonamiento jurídico. En este punto, la primera cuestión a destacar es que, frente a la elusión del problema de la fundamentación, Alexy propone un ejercicio de justificación a partir de una metafísica positiva con sentido constructivo, racional y universal (Alexy, 2011). Así las cosas, los derechos quedarían justificados a partir del juego de dar y pedir razones por medio del cual se hace explícito lo que subyace a la praxis humana. Esto implica que las prácticas discursivas se presentan en la totalidad del mundo como una característica netamente humana a la cual no se puede renunciar sin despojarse de un rasgo de identidad; por tanto, los derechos fundamentales nacen de los propios rasgos que nos confieren identidad como personas (Alexy, 2011).
Si los derechos fundamentales se conceptualizan conforme a la teoría de los principios, entonces ellos resultan ser mandatos de optimización que ordenan que una conducta se realice en la mayor posibilidad de las condiciones jurídicas y fácticas (Alexy, 2011). En este aspecto, existe un cierto acercamiento con la teoría dworkiniana; sin embargo, diferencia del jurista americano, Alexy es enfático al señalar que no puede existir una teoría del derecho que no dé cuenta de las posibles y frecuentes colisiones entre principios y tampoco sin una teoría de la adjudicación que permita establecer las pautas para resolver esta clase de concurrencias (Alexy, 2011). De esta forma, aunque el profesor alemán concibe a los derechos fundamentales como mandatos de optimización, no niega que ciertos bienes colectivos puedan ser reputados como tales, al tiempo que funda su teoría sobre la base de la libertad, la igualdad y el deber de proporcionalidad.
Justo en el campo de la solución a las colisiones entre principios se encuentra una de las partes más interesantes de la teoría de Alexy, ya que es aquí donde configura las exigencias del principio de proporcionalidad y la ponderación (Alexy, 2011). A través de la proporcionalidad se estructura el procedimiento interpretativo para la determinación del contenido de los derechos fundamentales que resulta vinculante para el legislador. Para ello, es menester desplegar un análisis secuencial para decidir si una medida que interfiere derechos es idónea, necesaria y proporcionada en sentido estricto (Bernal, 2014). Ahora, para conocer si una medida es proporcional en sentido estricto es menester sopesar —ponderar— los principios que entran en colisión en un caso concreto a fin de determinar cuál de ellos tiene un peso mayor en las circunstancias específicas y, por lo tanto, cuál de ellos determina la solución del caso (Nava, 2015).
Si los derechos fundamentales son exigencias a ser optimizadas, entonces la teoría está atenazada por el riesgo de exigir demasiado o representar demasiado poco. Los derechos representan demasiado porque podrían conducir a un escenario en donde la constitución lo disciplinara todo asfixiando el campo para la determinación legislativa. Por el contrario, representaría demasiado poco si la expectativa de cumplimiento de los derechos pudiera ser relativizada a partir de ponderaciones judiciales en cada caso. Ante estas dos objeciones, Nava Tovar sostiene que la teoría de Alexy no conduce a ninguna de estas soluciones, pues en ella está implícita una visión procedimental sustantiva de la constitución donde se garantizan márgenes de acción estructurales y epistémicos para que el legislador, a través de un ejercicio de libre configuración, determine lo que exige cada derecho dentro del marco de lo que no viene exigido ni resulta prohibido por el texto constitucional (Nava, 2015).
Finalmente, como tercer gran apartado de su obra, Alexy sostiene una teoría del derecho de carácter no-positivista. Según este enfoque existen relaciones conceptuales y necesarias entre el derecho y la moral, tal como lo muestra la tesis de la doble naturaleza del derecho. Con arreglo a esta tesis, el aspecto ideal de la práctica jurídica se encuentra conectado con la idea de la pretensión de corrección. Según el profesor tudesco, tanto los sistemas jurídicos en su conjunto como las normas jurídicas y las decisiones individualizadas necesariamente erigen una pretensión de corrección moral. En la pretensión de corrección se encuentra uno de los vínculos más estrechos entre Alexy y el argumento de la injusticia formulado por Radbruch durante la etapa final de su vida, el cual podría sintetizarse en la afirmación de que la injusticia extrema no es derecho (Alexy, 2011).
A partir de un análisis de los delitos cometidos durante el nacionalsocialismo y por los centinelas del muro de Berlín durante la Guerra Fría, Alexy considera que existe un umbral en donde la injusticia de las normas es en tal grado extrema que les priva por completo del atributo de la juridicidad (Alexy, 2011). Es justo aquí donde resulta más claramente la tesis de la doble naturaleza, pues la teoría no-positivista de Alexy solo negaría el carácter jurídico a una clase especial y restringida de normas extremadamente injustas y no a cualquier norma que presentara un defecto moral tolerable. Así, el concepto de derecho resulta fortalecido no solo por la existencia de una dimensión real, representada por la vigencia y la eficacia social, sino también por la pretensión de corrección moral, que evidencia su conexión con ciertos aspectos valorativos relevantes (Nava, 2015).
Ahora bien, ¿cuál debería ser la actitud positivista frente a la teoría de Robert Alexy? En principio, por lo que hace a la teoría de la argumentación jurídica, ella representa un aspecto infravalorado por el positivismo. Sin embargo, tal situación no debe conducir al abandono del positivismo como concepción del derecho, sino más bien a su fortalecimiento mediante la teorización de los aspectos omitidos. Con arreglo a esta forma de entender el asunto, si bien es cierto que “las teorías de Kelsen, Ross, Bobbio, Hart, Alchourrón y Bulygin no proporcionan una teoría del razonamiento jurídico en los Estados constitucionales” (Chiassoni, 2016, p. 236), ello no implica que no tengan algo que decir sobre el derecho contemporáneo. “Ellas contienen ideas valiosas acerca de la interpretación y del razonamiento jurídico en general: y, por lo tanto, útiles para comprender cómo es, cómo funciona, el derecho tanto en los Estados legislativos de derecho como en los Estados constitucionales” (p. 236).
Por otro lado, si bien Alexy sostiene la existencia de un vínculo entre el derecho y la moral, ello no implica que el positivismo jurídico esté impedido para receptar tanto la tesis de la pretensión de corrección como la existencia de conexiones de hecho entre el derecho y la moral. En efecto, si el positivismo no se encuentra comprometido con una conexión identificativa entre el derecho y la moral, ni está reñido con la afirmación sobre el valor moral contingente del derecho; y tampoco resulta necesario para ser positivista sostener alguna especie de escepticismo moral, tal como ya lo he referido más arriba. Entonces no habría inconveniente para aceptar la tesis de la pretensión de corrección y tampoco, incluso, la posibilidad de alguna (o algunas) relaciones no necesarias entre el derecho y la moral.
No obstante, que la teoría no-positivista de Alexy no logre desbancar al positivismo no implica que deba ser descartada sin más. Por el contrario, ella debe ser tomada en serio no únicamente desde las filas del constitucionalismo argumentativo a que da lugar, sino principalmente desde el frente positivista, porque ningún jurista que sostenga la tesis social y la separación entre el derecho y la moral, podrá dejar de ajustar cuentas con Robert Alexy.
El constitucionalismo positivista
Consideradas en su conjunto, tanto la teoría del derecho como integridad y la tesis en torno a la naturaleza dual del derecho coinciden en su identificación sobre la insuficiencia del positivismo como concepción jurídica general y apuntarían a favor de sostener el argumento de la irrelevancia anunciado al principio. Es cierto que ambos enfoques recorren caminos diversos, principalmente en función de su distinta génesis intelectual, aunque al final del sendero los dos concluyen en un punto común representado por su rechazo al positivismo jurídico. Si la presentación realizada hasta ahora fuera la única posible, indudablemente nos encontraríamos ante el ocaso de una doctrina que gozó del predominio teórico durante los últimos dos siglos, pero que ahora pasaría a ocupar un volumen más en el estante de la historia de las ideas jurídicas. No obstante —y tal vez para fortuna de los positivistas—, esta no es la única manera de presentar el asunto. Una alternativa, específicamente con miras a incorporar los rasgos del proceso de constitucionalización como parte del paradigma positivista todavía es posible. Si esto es así, entonces el positivismo jurídico no es forzosamente incompatible con las exigencias de los sistemas constitucionales que sirven de banco de prueba al argumento de la irrelevancia. Todavía queda un camino viable para alguna especie de constitucionalismo positivista, y para demostrarlo me serviré de un conocido trabajo de Luis Prieto Sanchís (2005).
En Constitucionalismo y positivismo (2005) antes de entrar a la «defensa» de su tesis capital, Prieto comienza por denunciar los efectos del prejuicio antipositivista. Según su opinión, la mayoría de las objeciones en contra de esta corriente son desfavorables por poco meditadas. En más ocasiones de las que recomienda la prudencia, los críticos se encargan de discutir tesis que los positivistas en realidad nunca han sostenido o que se mueven en planos distintos al auténtico centro de la concepción jurídica cuestionada (Prieto, 2005). Este sería el caso de Radbruch cuando culpa al positivismo de ser el causante de los horrores del nacismo (García, 2003), o cuando se considera que el positivismo asume un modelo de adjudicación mecanicista, más cercano a los postulados de la Escuela de la Exégesis, que a la tesis de la discrecionalidad compartida por la mayoría de los exponentes actuales de aquella doctrina.
Si a este “prejuicio antipositivista” (García, 1998, p. 368) se suma que a menudo el proceso de constitucionalización es asociado con una carga positiva, desde el momento que modifica el estatuto de la ciencia jurídica y la conformación de los ordenamientos —porque si el derecho habrá de responder a ciertas exigencias de valor, entonces los juristas al acercarse a su objeto de conocimiento no solo colaborarían con una obra del poder, sino que estarían prestando sus servicios a una empresa justa—, es más fácil comprender que los espacios del positivismo sean cada vez más exiguos, no porque en realidad lo sean, sino porque así se quiere hacer parecer por los «nuevos amigos de la constitución».
Mencionadas este par de cuestiones introductorias, el segundo paso para demostrar la posibilidad del constitucionalismo positivista, supone desmitificar el uso de los conceptos implicados (Prieto, 2005). Como se sabe, el constitucionalismo puede entenderse en tres sentidos diversos: ya sea como teoría del derecho, como metodología, o bien como una ideológica jurídica (Comanducci, 2009). Como teoría del derecho, el neoconstitucionalismo aspira a describir los logros del proceso de constitucionalización, por lo que dicha doctrina se presenta como una alternativa respecto a la teoría positivista tradicional mediante la asunción de un modelo de la constitución concebida como norma. En su orden, el neoconstitucionalismo metodológico se caracteriza por sostener la tesis de la conexión necesaria, identificativa o justificativa entre el derecho y la moral; y finalmente, en su faceta ideológica, la corriente en estudio asume un enfoque que no solo describe los logros del proceso de constitucionalización, sino que además “los valora positivamente y propugna su defensa y ampliación” (Comanducci, 2009, p. 50).
Si ahora aplicamos estas categorías a la clásica distinción señalada por Bobbio en torno las formas en que se puede hablar del positivismo jurídico, resultará que también existen tres variantes no necesariamente conectadas en las que una teoría del derecho podría participar de los postulados de esa corriente (Prieto, 2005). Según la primera de esas acepciones, conforme a un determinado enfoque metodológico, es preciso distinguir entre el derecho como un hecho social y el derecho como una idea de valor, de modo que la teoría únicamente debe ocuparse del derecho realmente existente, mas no del derecho ideal o valorativamente deseable (Bobbio, 2009). En segundo lugar, de acuerdo con la acepción del positivismo como teoría, se entiende una “concepción particular del derecho que vincula el fenómeno jurídico a la formación de un poder soberano capaz de ejercitar la coacción” (Bobbio, 2009, p. 49). Finalmente, en su cariz ideológico, el positivismo jurídico afirma que el derecho «que es», por el solo hecho de existir adquiere un valor positivo, favorable a su obediencia; es decir, “prescindiendo de toda consideración acerca de su correspondencia con el derecho ideal” (p. 52).
Así las cosas, la única acepción que representa el sentido focal del positivismo jurídico es la que se vincula con un cierto enfoque metodológico para distinguir el derecho que es frente al derecho que debería ser conforme a algún aspecto valorativo. Pero esta asunción no se encuentra vinculada con ninguna tesis estatalista ni tampoco presupone la existencia de un deber moral de obediencia respecto del derecho positivo. En consecuencia, si se contrastan los tres planos en que puede ser entendido el proceso de constitucionalización con el sentido focal del positivismo como método, se podrán extraer una serie de interesantes consecuencias.
En primer lugar, respecto de las versiones del constitucionalismo teórico e ideológico, los positivistas podrían observar satisfactoriamente los logros del proceso de constitucionalización e incluso contribuir en su teorización mediante una descripción detallada de los mismos. Pero ello no implica caer en el exceso de sustituir la adhesión al positivismo ideológico —que postulaba el deber de obediencia del derecho por el solo hecho de ser positivo— para entronizar ahora una observancia acrítica de la constitución por la vía de una vinculación moral. Esto quiere decir que las normas derivadas de la constitución no son percibidas favorablemente solo por creer que tienen una carga positiva comunicada automáticamente por la regla fundamental, sino porque satisfacen los criterios establecidos por aquella, tanto en lo que respecta a su forma de producción como en lo que hace a su contenido concreto (Prieto, 2005).
Esto reduce la magnitud de los desencuentros entre ambas corrientes. Ahora el punto de la litis se centra en la manera en cómo la tesis de la separación —tan querida por el positivismo— puede resistir a los afanes de la vinculación entre el derecho y la moral sostenida por los neoconstitucionalistas. Pero, aunque ello nos coloca de lleno ante el verdadero problema a dilucidar, pronto resalta un punto de acuerdo entre los contendientes. En efecto, tanto los valedores de la separación como los adalides de la conexión entre el derecho y la moral, estarían de acuerdo en que dicha vinculación no puede implicar sin más una completa confusión entre ambos dominios del comportamiento (Prieto, 2005). Suponer semejante cosa conllevaría a que cualquier defecto moral privaría del carácter jurídico a las normas legales, lo cual es inaceptable para todos. En consecuencia, la tesis de la vinculación tendría que reformularse conforme a cualquiera de estas dos hipótesis: sea como una tesis sobre la especificidad del razonamiento jurídico o como una afirmación relacionada con la unidad de la razón práctica.
Según la primera de las versiones expuestas, en los sistemas constitucionalizados el razonamiento jurídico viene a ser una especie del razonamiento moral. Sorprendentemente si la tesis de la vinculación se quiere mantener en esos términos, el positivismo podría conceder el punto sin problemas, con tal de que la remisión al ámbito de la moralidad se realice solo en los sistemas jurídicos que satisfacen dos condiciones necesarias y conjuntamente suficientes: en primer lugar, que se trate de sistemas constitucionalizados donde existan tales referencias a la moral; y que se considere al razonamiento jurídico como una especie del razonamiento moral sólo en los casos donde la ley fundamental expresamente emplee semejantes referencias morales.
Por el contrario, si la relación entre el derecho y la moral se refiere a una proposición acerca del razonamiento práctico general, su fortuna dependerá de las razones favorables que puedan esgrimirse en torno a la unidad del razonamiento práctico. Pero nuevamente, los positivistas —o al menos algunos de ellos— no quedarían mal parados si un objetivismo moral mínimo resulta demostrado. En efecto, de acuerdo con algunas versiones del positivismo jurídico incluyente, la unidad del razonamiento práctico es plausible y en realidad resulta bastante inocua. En última instancia, la unidad del razonamiento, como se ha dicho, parece requerir de un cierto objetivismo moral a partir del cual sea posible arribar a determinados acuerdos prácticos en el derecho. Es aquí donde el positivismo incluyente asienta el golpe y sostiene que es posible arribar a esos acuerdos desde el momento en que reparamos en el hecho de que los jueces son agentes morales y cuando toman decisiones que afectan el bienestar de terceros (lo que ocurre virtualmente siempre en las decisiones judiciales) deben (un deber moral) fundarlas en normas morales.
Sin embargo, el deber de fundamentación moral de las decisiones judiciales no supone que el derecho deje de ser una cuestión de hechos sociales, ni mucho menos que la vinculación entre el derecho y la moral se presente como un asunto conceptual. Contrariamente a ello, tales relaciones son un asunto de hecho relacionado con la eficacia del sistema jurídico, pues si el derecho pretende ser exitoso al momento de cumplir su función en la resolución de los problemas de coordinación de la vida social, no podría desconocerse que constantemente existen traslapes con el contenido de una moral social e históricamente determinada. En conclusión, si la vinculación del derecho es un asunto contingente y predicable no con relación a un orden de valores eternos e inmutables, sino sociales e históricamente demarcados, entonces no se alcanza a ver ningún inconveniente al desarrollo de un constitucionalismo positivista (Prieto, 2005). Esto es de un constitucionalismo conocedor de que la constitución encarna un consenso de moralidad pública, por cierto, no solo entre funcionarios, y de que, por tanto, expresa decisiones abiertamente morales (Prieto, 2005). Y si las cosas son así, entonces el positivismo jurídico se revela como una concepción superior a sus más cercanos contrincantes.
Cómo refutar el argumento de la irrelevancia
En la última línea del apartado anterior deslicé la conclusión de que el positivismo es una concepción jurídica superior a sus más cercanas competidoras, pero no dije nada más. Tal situación podría mover a la desazón a cualquiera que haya seguido el desarrollo de la cuestión hasta aquí. ¿Por qué el positivismo jurídico es una concepción superior frente a sus más cercanas competidoras? ¿Esto es una afirmación objetiva o se corresponde más bien a un juicio de valor subjetivo? Es hora de afrontar ambas interrogantes y, de paso, responder la pregunta de por qué no deberíamos dejar atrás al positivismo jurídico.
En general, la objeción que subyace en las críticas al positivismo tiene que ver con su aparente imposibilidad para dar cuenta de la existencia de criterios morales de validez. Sin embargo, ello no sería así en todos los escenarios posibles. Como sabemos, la jurisprudencia conceptual se encarga de explicar el concepto del derecho tal como lo determinan nuestras prácticas lingüísticas; por lo tanto, mientras que nuestras prácticas lingüísticas ordinarias permitan la posibilidad de un sistema jurídico con criterios morales de validez, entonces la posibilidad de que —como factor contingente— la regla de reconocimiento pueda incluir criterios morales de validez, no es una cuestión imposible. Nada menos, en un reciente y estimulante libro, Kenneth Einar Himma sostiene explícitamente un parecer semejante, cuando dice que “si no hay otras razones de peso para pensar que es conceptualmente imposible que un sistema jurídico incorpore criterios morales de validez, la tesis de la incorporación parece ser verdadera en lo que respecta a nuestro concepto de derecho” (Himma, 2025, p. 242). Esa es la tesis de fondo que se ha tratado de demostrar a lo largo de esta contribución
Bajo semejante entendimiento, ante la recomendación de Atienza y Ruiz Manero, se podría replicar que no es necesario abandonar al positivismo, en cuanto que dicha concepción del derecho no deviene incapaz, por ejemplo, para explicar nuestras prácticas constitucionales. A ello hay que sumar, también, el mayor potencial explicativo del positivismo en la medida que presenta un concepto de derecho más sencillo y menos engorroso que los enfoques no-positivistas (García, 1998). Si el derecho se define solamente en virtud de la tesis social y de la tesis de la separación como una instancia de la primera, claramente se evita cualquier consideración metafísica sobre la esencia de lo jurídico, al tiempo que se responde a los usos corrientes que la propia palabra «derecho» presenta en el lenguaje ordinario.
Una definición positivista del derecho no requiere de la elucubración previa de qué sea lo justo o con arreglo a qué orden de valores ese concepto deba ser determinado, situación que es previa y fundamental, por ejemplo, para el iusnaturalismo. Sin embargo, que el positivismo evite cualquier consideración ética, no quiere decir que también abjure de todo compromiso moral. El positivista constata lo que históricamente se ha entendido o considerado como derecho en un sistema de referencia, pero ello no supone que por ello justifique también la aplicación de un derecho injusto. Como lo dice García Amado (2003), ante la iniquidad, el parecer del positivista y del no-positivista es semejante “el juez que se ve en la tesitura de aplicar una ley inicua dimite si es positivista puro y duro; permanece en su plaza y la declara nula si es iusnaturalista. Pero ninguno, honestamente, la aplicaría” (p. 284).
Por otro lado, curiosamente el concepto no-positivista del derecho estaría en un riesgo mayor de caer en el despotismo tan atribuido al positivismo jurídico del medio siglo. Si el no-positivismo reconoce un contenido de justicia a todos los ordenamientos a los que se les da el calificativo de jurídicos, entonces tácitamente estaría modificando la intensión y la extensión del concepto del derecho. Como explica García Figueroa (1998), con la intensión de un concepto se hace referencia a las propiedades que definen a una cosa, mientras que la extensión expresa el conjunto de elementos a los que el concepto cubre o a los que se refiere. Bajo esta tesitura, en la intensión del concepto no-positivista del derecho se presupone un «cierto contenido de justicia» pero sin que la extensión del concepto sea modificada.
El problema es que la extensión del término derecho usada por los no-positivistas sigue estando determinada típicamente por los criterios señalados por el positivismo jurídico, con lo cual se llegaría al contrasentido de sostener un concepto de derecho con una intensión no-positivista, pero con una extensión claramente positivista. Y el resultado no puede ser más inaceptable: se llegaría al extremo de considerar como ejemplos de ordenamientos jurídicos a sistemas que garantizan un mínimo de justicia que apenas supere el límite inferior antes de la ausencia de esa propiedad (García, 1998). Ese es el sentido de la expresión, incluso del segundo Radbruch, según la cual la existencia de la ley siempre es mejor que su ausencia.
En la medida que el concepto de derecho positivista, determinado por la tesis social, la tesis de la separación y la de la discrecionalidad, presenta una mayor capacidad explicativa y un menor riesgo de incurrir en confusiones, derivadas de la aceptación acrítica de prácticamente cualquier sistema jurídico, ella presenta una palmaria superioridad explicativa. En suma, la tesis social —y sus desdoblamientos visibles en la tesis de la separación y la discrecionalidad— representan el último bastión del positivismo jurídico, y mientras ellas no caigan tampoco lo hará la concepción del derecho que ellas contribuyen a mantener en pie. En tanto eso sea de este modo, no sería sensato abandonar estos elementos aún relevantes del positivismo jurídico.
Referencias
Albert, M. (2013). ¿Qué es el derecho? La ontología jurídica de Adolf Reinach. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Alchourrón, C. y Bulygin, E. (2013). Sistemas normativos. Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas. Astrea-Universidad de Medellín.
Alexy, R. (2010). Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica. En Derecho y razón práctica, (4. ª ed.). Fontamara.
Alexy, R. (2011). La doble naturaleza del derecho. En Bernal Pulido, Carlos. (Ed.), La doble dimensión del derecho. Autoridad y razón en la obra de Robert Alexy. Palestra.
Alexy, R. (2017). Los principales elementos de mi filosofía del derecho. En La doble naturaleza del derecho. Trotta.
Ansuátegui, F. J. (2017). Sobre la tensión entre constitucionalismo y democracia. En Mora Sifuentes, F. Democracia. Ensayos de filosofía política y jurídica (2. ª ed.). Fontamara.
Arango, R. (2016). ¿Hay respuestas correctas en el derecho? (2.ª ed.). Siglo del Hombre Editores/Universidad de los Andes.
Atienza, M. y Ruiz, J. (2007). Dejemos atrás el positivismo jurídico. Isonomía, Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, (27). ITAM/Fontamara.
Beccaria (2008). Tratado de los delitos y de las penas. Porrúa.
Bernal, C. (2014). El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales. (4.ª ed.). Universidad Externado de Colombia.
Bobbio, N. (2009). El problema del positivismo jurídico. (1.ª ed.). Fontamara.
Bonorino, P. (2010), Dworkin. Ara Editores.
Bulygin, E. (2008). Discurso pronunciado por el Dr. Eugenio Bulygin con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Alicante. Academia. Revista sobre enseñanza del derecho (12).
Bulygin, E. (2015). El positivismo jurídico. En Cátedra Ernesto Garzón Valdés 2005, (2.ª ed.). Fontamara.
Calsamiglia, A. (1992). El concepto de integridad en Dworkin. Doxa. Cuadernos de filosofía del derecho, (12).
Carrió, G. (2006). Notas sobre derecho y lenguaje. (5.ª ed.). Lexis-Nexis/Abeledo-Perrot.
Chiassoni, P. (2016). El discreto placer del positivismo jurídico. Universidad Externado de Colombia.
Comanducci, P. (2009). Formas de (neo)constitucionalismo: un análisis metateórico. En Carbonell, M. (Ed.), Neoconstitucionalismo(s). (4.ª ed.). IIJ/UNAM-Trotta.
Dworkin, R. (2008). Cómo el derecho se parece a la literatura. En La decisión judicial. El debate Hart-Dworkin. Siglo del Hombre Editores/Universidad de los Andes.
Dworkin, R. (2012a). Los derechos en serio. Ariel.
Dworkin, R. (2012b). El imperio de la justicia. (2.ª ed.). Gedisa.
García, J. A. (2003). Ensayos de filosofía jurídica. Temis.
García, A. (1998). Reseña a Constitucionalismo y positivismo. Revista Española de Derecho Constitucional, (54).
García, A. (2005). Derecho, metafísica y naturaleza. Alexy en la región de las verdades eternas. En Bernal Pulido, C. (Ed.). La doble dimensión del derecho. Autoridad y razón en la obra de Robert Alexy. Palestra.
García, E. (2006). Introducción al estudio del derecho. (59.º ed.). Porrúa.
Guarnieri, C. y Pederzoli, P. (2009). Jueces y política. Taurus.
Hart, H.L.A. (1977). American Jurisprudence Through English Eyes: The Nightmare and the Noble Dream. Georgia Law Review, 11(5). https://digitalcommons.law.uga.edu/lectures_pre_arch_lectures_sibley/33
Hart, H.L.A. (2000). Una mirada inglesa a la teoría del derecho norteamericana: La pesadilla y el noble sueño. En Casanovas, P. y Moreso, J. J. El ámbito de lo jurídico. Crítica.
Hart, H. L. A. (2008). Postscriptum a “El concepto de derecho”. En La decisión judicial. El debate Hart-Dworkin. Siglo del Hombre Editores/Universidad de los Andes.
Hart, H. L. A. (2014). Discrecionalidad. Doxa. Cuadernos de filosofía del derecho (37).
Himma, K. E. (2025). Moralidad y naturaleza del derecho. Puno, Zela.
Kelsen, H. (2013). La teoría pura del derecho. El método y los conceptos fundamentales. Colofón.
Lyons, D. (1998). Aspectos morales de la teoría jurídica. Ensayos sobre la ley, la justicia y la responsabilidad política. Gedisa.
Montesquieu (2006). Del espíritu de las leyes. Tecnos.
Mora, F. (2019). H. L. A. Hart: Vida y contexto filosófico. Problema. Anuario de filosofía y teoría del derecho, (13). IIJ/UNAM.
Nava, A. (2015). La institucionalización de la razón. La filosofía del derecho de Robert Alexy. Universidad Autónoma Metropolitana.
Nino, C. S. (2013). Algunos modelos metodológicos de «ciencia» jurídica. Fontamara.
Paulson, S. (2011). El sentido mismo del positivismo jurídico. Revista Brasileira de Estudios Políticos, (102).
Prieto, L. (2005). Constitucionalismo y positivismo, México, Fontamara.
Raz, J. (2011). La autoridad del derecho. Ensayos sobre derecho y moral. Ediciones Coyoacán.
Rojas, V. M. (2006). El concepto de derecho de Ronald Dworkin. Revista de la Facultad de Derecho de la UNAM, (246).
Shapiro, S. (2012). El debate “Hart-Dworkin”: Una breve guía para perplejos. En Melero de la Torre, M. (Ed.), Dworkin y sus críticos. El debate sobre el imperio de la ley. Tirant lo Blanch.
Villa, V. (2024). Historia de la filosofía del derecho analítica, Puno, Zela.
Wittgenstein, L. (1987). Tractatus logicus-philosophicus. Alianza Editorial.
*Jesús Everardo Rodríguez Durón
Formación: Doctor en derecho por la Universidad de Guanajuato; miembro del Sistema Nacional de Investigadores de la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación (SNII/SECIHTI). Ocupación: Profesor de las maestrías en justicia constitucional y ciencias jurídico penales, así como del doctorado interinstitucional en derechos humanos de la Universidad de Guanajuato. Líneas de investigación: Teoría y filosofía del derecho; derecho constitucional; teoría de los derechos fundamentales, justicia constitucional. Contacto: everardord@hotmail.com; ORCID: https://orcid.org/0009-0005-6970-2697