Artículo de investigación

Y el “formidable problema” sigue ahí…
And the “Formidable Problem” Remains...

Jesús Everardo Rodríguez Durón*

Universidad de Guanajuato

Resumen

En el presente artículo de revisión se plantea un estudio de los efectos que el sistema de control constitucional normativamente implementado comporta sobre la legitimación de la judicatura para pronunciarse sobre la constitucionalidad de las normas generales o los actos provenientes de los otros poderes. Se verá, en esencia, que los sistemas de control presentan características combinadas de los dos modelos puros a través de los cuales históricamente se han verificado las facultades de escrutinio judicial. Por lo tanto, cabe hablar mejor de sistemas mixtos donde la mayor o menor legitimidad de la magistratura depende de factores contextuales, como la oportunidad para realizar el planteamiento de inconstitucionalidad, la amplitud en los sujetos legitimados o los efectos de las sentencias. Sobre esas bases, se analizará el impacto que el problema contramayoritario comporta para el constitucionalismo mexicano, en función de la normativa que regula —a nivel básico y reglamentario— las distintas garantías procesales mediante las cuales puede plantearse la inconstitucionalidad de normas generales. Este recorrido permitirá advertir que la solución al “formidable problema” del constitucionalismo dista de ser fácil, y no se avizora un final cercano, por más que existan razones en su favor. Por esto, se sostendrá que, aunque la garantía judicial no es una exigencia conceptual, sí representa un elemento de eficacia para garantizar las declaraciones de derechos que distinguen al constitucionalismo contemporáneo.
Palabras clave: constitucionalismo, control constitucional, garantías de la constitución, jueces.

Abstract

This review article studies the effects of the system of constitutional control normatively implemented on the legitimacy of the judiciary to pronounce on the constitutionality of general norms or acts coming from the other branches of government. It will be seen, in essence, that the systems of control present combined characteristics of the two pure models through which the powers of judicial scrutiny have historically been verified. Therefore, it is better to speak of mixed systems where the greater or lesser legitimacy of the judiciary depends on contextual factors, such as the opportunity to raise the issue of unconstitutionality, the breadth of the subjects legitimized or the effects of the judgments. On these bases, we will analyze the impact that the counter-majoritarian problem has on Mexican constitutionalism, based on the rules that regulate —at a basic and regulatory level— the different procedural guarantees through which the unconstitutionality of general norms can be raised. This overview will show that the solution to the “formidable problem” of constitutionalism is far from being easy, and there is no end in sight, even though there are reasons in its favor. For this reason, it will be argued that, although the judicial guarantee is not a conceptual requirement, it does represent an element of effectiveness for guaranteeing the declarations of rights that distinguish contemporary constitutionalism.
Keywords: constitutionalism, constitutional control, constitutional guarantees, judges

Recibido: 30 de marzo del 2025

Aprobado: 29 de abril del 2025

La solución al “formidable problema” y a las numerosas cuestiones, dudas y desafíos conectados con el fenómeno del control judicial puede ser sólo relativa, determinada por variables contingentes, tales como la historia y tradiciones de una sociedad dada, las demandas y aspiraciones particulares de dicha sociedad, sus estructuras y procesos políticos, el tipo de jueces que ha producido, etcétera.

Mauro Cappelletti (2007, p. 246)

1. Dinosaurios y Constitucionalismo

El papel protagónico de los jueces en la democracia está fuera de duda. Cuando son llamados a ejercer el control de constitucionalidad, su función contribuye, ya lo dice Barak, a “cerrar la brecha entre el derecho y la sociedad y proteger a la democracia” (2008, p. 1). Pero esto dista de ser una tarea sencilla. Tan pronto se atisba la posibilidad de que las decisiones judiciales den contra a los cursos de acción asumidos por los otros poderes, asaltan las dudas sobre el adecuado entendimiento del papel institucional que le corresponde jugar a las cortes. Estas preocupaciones no son nuevas, por el contrario, acompañan al constitucionalismo desde la cuna y se alimentan con renovado ahínco, al menos, desde que la experiencia aconsejó relegar como reliquia histórica a la imagen del juez como simple boca de la ley (Montesquieu, 2006, p. 183; Prieto, 2007).

Por más que se intenten soslayar, los costes de legitimación de esta faceta del constitucionalismo no desaparecen del todo. Siempre quedan cuentas pendientes a la espera de condiciones adecuadas para ser cobradas con creces. Sea porque los desafíos a la garantía judicial se levanten como crítica a la forma que se concibe la Constitución cuando es puesta en manos de la justicia, especialmente en el marco de una sociedad plural que busca convertir “sus formas o estilos diversos” en sentidos amparados por el documento fundamental, o sea, incluso, por el influjo de mayorías poco dispuestas al reconocimiento de los límites predeterminados por el derecho, parece que la actitud adecuada frente al problema contramayoritario pasa por tomárselo en serio. Nada menos, uno de los temas más discutidos en la opinión pública durante los últimos meses, tiene que ver con la extensa reforma constitucional al sistema de justicia que, entre sus principales objetivos, estableció un modelo de designación de los jueces mediante el voto popular. Para demostrar lo anterior es suficiente con advertir que entre las razones citadas en la iniciativa presidencial se encuentra el llamado carácter contramayoritario de la magistratura. La exposición de motivos abunda sobre la “carencia de legitimidad democrática de un órgano jurisdiccional, en contraste con uno legislativo, para realizar un control de constitucionalidad”, en cuanto “el poder judicial, como controlador de los actos de los restantes poderes a la luz de la Constitución, parece convertirse en un contrapeso excesivo y, a la vez, incontrolable por los otros poderes que sí encarnan la voluntad popular” (Gaceta Parlamentaria, 2024, p. 22). Sobre ello habrá ocasión de volver más adelante —infra, apartado 6.1—, pero desde ahora conviene adelantar los riesgos de que un intento así, antes de acabar con el déficit democrático, termine por llevarse consigo la independencia de la jurisdicción y el resto de las condiciones para el ejercicio autónomo de la función judicial (Ferrajoli, 2013, pp. 171-174).

En uno de sus libros recientes, Gargarella (2021) compara al problema contramayoritario con el dinosaurio del entrañable relato de Monterroso (2022): “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. La metáfora no deja de ser afortunada si se toma en cuenta la persistencia de la cuestión entre los críticos y valedores de la garantía jurisdiccional. No obstante, tengo más optimismo que Gargarella sobre las posibilidades del control, incluso uno de carácter tendencialmente robusto que confíe a los jueces la última palabra, sin desconocer, por ello, ciertos espacios de deferencia para el legislador. Considero que, aun cuando la existencia de la garantía judicial no basta per se para el establecimiento de un sistema que satisfaga las exigencias del estado de derecho (Díaz, 1966), sí es una condición indispensable para el desenvolvimiento del proceso de constitucionalización característico de los ordenamientos jurídicos surgidos con posterioridad a la segunda mitad del siglo pasado (Guastini, 2001, pp. 153-164; Ortega, 2013, pp. 601-646). En este escenario, la justicia constitucional viene a ser algo así como una —entre otras, pero tal vez la más destacada por su carácter último y perentorio— condición de eficacia de los derechos fundamentales. Como lo explica María Luisa Balaguer Callejón:

La legitimidad del poder judicial en un sistema democrático debe contemplarse desde la perspectiva del control del poder. En una democracia compleja que respete el pluralismo, debe haber no solo instituciones representativas, donde se impone la mayoría, sino también instituciones de control. De ese modo, el poder judicial es una institución que contribuye a garantizar (como el Tribunal Constitucional en su ámbito) el pluralismo. De ahí deriva su legitimidad democrática, de su sometimiento al ordenamiento jurídico. Pero esa legitimidad democrática no es ya solo la del sometimiento a la ley, sino también la del sometimiento a la Constitución. Esto explica las facultades que el juez tiene respecto de la ley (Balaguer, 2022, pp. 70-71).

Sobre esas bases presento a continuación una revisión de los temas y problemas vinculados con la objeción contramayoritaria. En la primera parte exploraré el origen de la cuestión a través de un repaso por los elementos que demarcan una de las grandes aporías del constitucionalismo; esto es, su compromiso con un par de ideas aparentemente contrapuestas representadas por la democracia y el atrincheramiento constitucional (ver apartado 2). Luego se verá cómo los modelos de control judicial definidos en sede de la teoría e implementados —con mayor o menor fidelidad— por los sistemas positivos, guardan relación directa con la intensidad del coste democrático (apartado 3). A partir de ello se emprenderá un ejercicio de clarificación analítica para identificar los diversos frentes en que se desdobla la dificultad contramayoritaria (apartados 4 y 5). Esta incursión demostrará que tal déficit es, bajo una lectura más detenida, una cuestión contextual o de grado. Bajo esa premisa, gran parte de esta contribución se ocupa de explorar los factores agravantes y atenuantes de aquel que Cappelletti (2007, p. 246) denominó el “formidable problema” del constitucionalismo, precisamente en relación con el ordenamiento mexicano (apartado 6). Por último, en el apartado siete ofreceré un breve elenco de conclusiones.

2. Una Constitución invasiva

Un lugar común de la teoría del derecho contemporánea enseña que la Constitución es el centro de gravedad del ordenamiento jurídico (Häberle, 2007, pp. 81-85). En ello podrían coincidir autores con orientaciones jurídicas tan diversas como Hans Kelsen (2010), Gustavo Zagrebelsky (2008), Luigi Ferrajoli (2014) o Robert Alexy (2022). Sin embargo, por debajo del consenso en el ápice de partida se esconde una panoplia de dificultades y complicaciones. Uno de los ejemplos más destacados de dichas tensiones tiene que ver con el hecho de que las cartas constitucionales contemporáneas presentan un compromiso aparentemente irreconciliable con un par de ideas diametralmente opuestas: la primera, representada por el ideal del autogobierno y, la segunda, con el establecimiento de un sistema de límites y vínculos para tutelar la vinculatoriedad de la norma fundamental, especialmente cuando ella confiere una serie de derechos esenciales que hallaron carta de naturaleza en esa sede.

Prácticamente todas las constituciones representativas del movimiento “neoconstitucionalista” poseen como notas características, tanto una declaración solemne de derechos protegidos por la rigidez de la ley fundamental (Prieto, 2013, pp. 25-31 y Ferrajoli, 2009, p. 26), como un mecanismo de control “cuyo papel es garantizar la primacía constitucional mediante la revisión de validez de las normas dictadas por el legislador” (Orunesu, 2012, p. 32). Cuando una Constitución reúne en algún grado ambos ingredientes, entonces la tensión entre el constitucionalismo y el ideal democrático se vuelve difícil de soslayar, porque la rigidez de la Constitución y el control judicial, se revelan como mecanismos que ponen en predicamento al ideal del autogobierno.

Ese ideal subyace a la democracia en tanto que ella puede ser caracterizada por un conjunto de reglas que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos. Empero, como escribe Bobbio, para que una determinación “pueda ser aceptada como una decisión colectiva, es necesario que sea tomada con base en reglas que establecen quiénes son los individuos autorizados para tomar las decisiones obligatorias para todos los miembros del grupo y con qué procedimientos” (Bobbio, 2008, p. 24 y Kelsen, 2015, p. 15). Frente a la aporía planteada por el deseo de autogobierno y la necesidad de permanencia del pacto social, la democracia se presenta como un procedimiento para conservar la voz de todos los implicados en la determinación del rumbo común, al haber ampliado el derecho activo al voto a prácticamente todo el grueso de la población y al colocar a todos los electores en un plano de igualdad (Bobbio, 2006, pp. 39-44; Kelsen, 2015, p. 15-16).

Con arreglo a los principios que caracterizan la democracia, existiría poco espacio para sostener la limitación de los poderes de un cuerpo legislativo, que representa en toda su fuerza al principio mayoritario, aun cuando dicha restricción pretendiera justificarse en nombre de los derechos fundamentales o del precompromiso axiológico plasmado en la Constitución. Es justo aquí donde aparece el problema de legitimación democrática del constitucionalismo, comúnmente denominado como “el problema contramayoritario” (Bickel, 1986; Bayón, 2000 y 2004). La tensión democrática del constitucionalismo, se puede contemplar desde dos ángulos distintos. En primer lugar, el problema contramayoritario implica una tesis en contra del “atrincheramiento de los derechos fundamentales”, propio de las constituciones rígidas (Holmes, 2012, p. 218). Al establecer un procedimiento de reforma con exigencias más elevadas, el constitucionalismo se alza en contra del ideal democrático porque segrega de la agenda pública ciertos temas que ya fueron decididos por la generación constituyente y que no pueden ser tocados por la formación de una mayoría superveniente, en cuanto son expresión de un conjunto de valores que pueden pasar por encima de todo consentimiento. Por otro lado, la dificultad contramayoritaria también puede ser leída como una tesis en contra de la revisión judicial de la constitucionalidad, ya que el examen se ejerce por jueces que no fueron designados democráticamente y que no son tampoco responsables ante el electorado (Ansuátegui, 2014, pp. 163-171).

La tesis en contra del atrincheramiento sostiene que el constitucionalismo traza una línea entre la generación constituyente, a la que ubica en un momento clarividente, y las generaciones posteriores que parecen estar afectadas por una “miopía” que les impide discernir lo mejor o, incluso, tener un completo dominio de sí mismos. De esta forma, la crítica al atrincheramiento rechaza que la Constitución pueda obrar como un freno legítimo “a los poderes de las mayorías temporales en nombre de las normas obligatorias” señaladas taxativamente por el pacto fundamental (Holmes, 2012, p. 218). Esta parte del argumento no carece de razón al señalar que son pocos los elementos objetivos para considerar que la asamblea constituyente se haya encontrado en una posición mejor para determinar el curso que había de seguir la existencia de la comunidad política, pues lo cierto es que las constituciones suelen surgir en momentos de profunda crisis y ruptura institucional con un estado de cosas anterior. En ese contexto es difícil aceptar sin más que la generación constituyente haya contado con la serenidad necesaria para determinar, en un solo momento y sin margen de error, el futuro de una colectividad completa (Ansuátegui, 2014, p. 159).

Por su parte, la segunda línea en que se suele concretar la dificultad contramayoritaria, ataca el poder de los jueces para controlar la constitucionalidad de los actos del parlamento. Esta versión del argumento bien podría expresarse en las palabras de Bickel quien, en 1961, sentenciaba que la dificultad fundamental del constitucionalismo consiste en que el control judicial se desempeña como una fuerza contramayoritaria dentro del arreglo institucional. “Cuando la Corte Suprema declara inconstitucional un acto legislativo frustra la voluntad de los representantes de las personas aquí y ahora, ejerce el control, no en representación de la mayoría prevaleciente, sino en su contra, eso, sin los matices místicos es lo que realmente ocurre. Es la razón por la cual se puede acusar al control judicial de constitucionalidad como antidemocrático” (Bickel, 2020).

Al ejercer el control los jueces enfrentan un déficit mayoritario porque no son un cuerpo electo o responsable frente a la voluntad popular manifestada a través del sufragio y, además, porque el control ejercido supone el señalamiento de límites externos a lo que el pueblo a través de sus representantes está en posibilidad de decidir (Ely, 1997, p. 23). Desde esta óptica, el problema contramayoritario exige una respuesta a la pregunta de cómo legitimar el ejercicio del control de constitucionalidad en términos democráticos (Cappelletti, 2007, pp. 243-244). En este punto, la cuestión en torno a la falta de legitimidad de la jurisdicción se apoya en “la idea [muy controvertida por lo demás] de que tenemos nociones firmes acerca de lo que significa, en cada caso, respetar los derechos de todos” (Gargarella, 2004, p. 76) y de cuáles sean los mejores resultados para preferir un derecho a otro, cuando en esos supuestos lo que de verdad ocurre es que los jueces terminarían ocupando un lugar que correspondería a la voluntad popular (Orunesu, 2012, p. 37).

La crítica democrática al poder de los jueces para ejercer el control de constitucionalidad se puede seccionar todavía en dos líneas argumentales concatenadas (Orunesu, 2012, p. 44). En una versión fuerte, la objeción impugna no solo la carencia de legitimidad democrática de los jueces para ejercer el control, sino toda clase de facultades para examinar la regularidad de las leyes depositada en manos de cualquier órgano que no sea la legislatura. Planteada en estos términos, la crítica ataca al ejercicio de la jurisdicción en su totalidad, de forma que no existen razones para que los jueces o cualquier otro ente no legislativo se pronuncie para alterar o modificar la voluntad congresional, ni siquiera cuando, con relación a un supuesto concreto, el juzgador se encuentre en la necesidad de determinar el sentido y alcance de una norma relevante para la solución del caso. Con arreglo a una segunda perspectiva que podríamos denominar contextual (Bayón, 2000, p. 88-90), la crítica se presenta como una preocupación para lograr que la tarea de interpretación de las cláusulas constitucionales no quede en manos de órganos carentes de representatividad; por ello, se trata de buscar mecanismos que democraticen a la judicatura y que propicien un acercamiento dialógico con el poder legislativo.

La primera vertiente descrita es tan tajante que prácticamente no se suscribe por ninguno de los críticos del control de constitucionalidad. Desde luego, aceptar esta postura implicaría nulificar toda posibilidad de funcionamiento del poder judicial, no solo en lo que hace al control de la constitucionalidad, sino también en todas aquellas hipótesis en las cuales los jueces interpretan las normas —mediante una ampliación o restricción de los supuestos cubiertos por el lenguaje del derecho— para aplicarlas a los casos concretos. Si por su propia esencia la función jurisdiccional lleva implícita una actividad interpretativa, entonces el control de constitucionalidad parece ser solamente un ejercicio cualificado, merced a que su parámetro es precisamente la norma suprema. En ese contexto, los términos justos para circunscribir la dificultad democrática pasan por el diseño de canales o alternativas a través de las cuales —aun cuando se conserve el poder de los jueces en este campo— se atenúe su falta de legitimidad y se garantice, al mismo tiempo, la supremacía constitucional.

Y aunque ello exige una consideración más detenida, un mecanismo común en este campo se encuentra en la redefinición de la democracia como forma de gobierno. Así, en términos formales, el ideal democrático estaría relacionado únicamente con un conjunto de reglas de tipo procedimental que determinan qué y cómo decidir. No obstante, si el concepto se robustece con nociones sustantivas, surge un modelo más comprehensivo vinculado con la inclusión de reglas que imponen el respeto a ciertos contenidos que la legislación no puede transgredir. Ahora bien, en ese paradigma, la validez de las normas secundarias no queda comprendida solamente por su forma de producción, sino también por su conformidad material con el texto constitucional. Por ello, se agrega, en dicho escenario los jueces quedarían en mejores condiciones para proteger el pacto constitucional, ya que la propia noción democrática requiere una instancia independiente encargada de tutelar los compromisos que ni siquiera la mayoría puede trasponer.

Por citar algunos ejemplos de teorías destacadas que recorren este camino para justificar el control judicial pueden traerse a colación los planteamientos de Luigi Ferrajoli, Ernesto Garzón Valdés y Ronald Dworkin. En principio, para el profesor de Roma, los derechos fundamentales evocan una dimensión material sobre aquello que no puede ser decidido (derechos de libertad) y lo que no puede no ser decidido (es decir, los derechos sociales) por las mayorías (Ferrajoli, 2011, pp. 9-106). Así, la democracia no se agota en la especificación de las reglas que disciplinan los procedimientos para decidir, sino que se complementa también por el respeto de ciertas normas que indican aquello que no puede ser tocado ni siquiera, incluso, por el consenso. Por su parte, Garzón Valdés (2009, p. 43), alude a la existencia de “un coto vedado” donde residen los derechos fundamentales como límites a la discusión de aquello que puede optarse en la legislación. Y ello es de ese modo porque los derechos fundamentales expresan ciertos “bienes básicos” —solo por usar en esta parte el lenguaje de Finnis (2000, pp. 117-123)— para la realización de todo plan de vida, cuya afirmación no depende de los deseos o intereses de la colectividad, ni tampoco del consenso al que puedan llegar representantes y representados sobre su obediencia y protección. Finalmente, con algunos matices derivados de su particular propuesta teórica, Dworkin explica que los derechos operan como cartas de triunfo, y si bien el autor americano reconoce que es común una concepción neutral de la democracia, donde se la concibe como un gobierno acorde con la voluntad mayoritaria, también señala que “si bien la democracia es importante, no es el único valor y en ocasiones es preciso comprometerla en beneficio de otros valores como los derechos humanos” (Dworkin, 2014, p. 424).

En suma, las concepciones sustantivistas buscan responder a la objeción contra el atrincheramiento, bajo un argumento en común. Se resalta cómo el compromiso en torno a los derechos adquiere un matiz democrático en cuanto se trata de un elemento definitorio del propio fenómeno. La democracia funciona mejor si ciertos temas no tienen que estar siendo debatidos constantemente. Por ese medio, se deja a las generaciones futuras en aptitud de ocuparse de otros aspectos relativos a la planeación de la propia vida, sin tener que ocuparse reiteradamente de la definición de cuestiones estructurales para la existencia en común, máxime cuando sobre aquello que debiera ser decidido abundan los desacuerdos o las controversias legítimas (Holmes, 2012, p. 49). El Estado constitucional asume de esta forma un compromiso en relación con estas cartas de triunfo, porque a través de ellas se asegura la dignidad humana y la supervivencia de las precondiciones necesarias para la democracia. Ella no puede entenderse sin ciertos compromisos sustantivos que la posibilitan, como lo es el derecho a la igualdad, la libertad de expresión y la procura de un mínimo vital, por mencionar solo algunas de las muestras más representativas. Pero la ventaja del expediente redefinitorio es mayor en la medida que atempera también los efectos de la objeción democrática en sentido estricto —es decir, respecto del control de constitucionalidad— ya que, si los derechos forman parte de la democracia, entonces los jueces se hallan en mejor posición para tutelar el orden constitucional, precisamente porque su posición institucional los coloca fuera del juego de popularidad que subyace a la legitimación mayoritaria. Como se ve ahora, el vicio del constitucionalismo aparece revestido con el nimbo de la virtud. Sin embargo, el problema no puede diluirse en términos tan sencillos.

3. Pocos o muchos

El análisis aún dista de llegar a un punto definitivo y ahora es preciso tirar un poco más la cuerda para ganar claridad sobre el punto donde estamos situados. Para ello, asumiré una tesis que puede inferirse de lo dicho hasta ahora. En este sentido, hay que aclarar que la forma en que se verifica positivamente la anulación de los actos inconstitucionales tiene profundas implicaciones sobre la aporía entre democracia y constitucionalismo. No obstante, al tratar el tema del control es frecuente que se incurra en no pocos equívocos, entre los que destaca el error de reducir el asunto a la oposición de dos modelos puros de jurisdicción constitucional —concentrado o difuso—. Una vez que se descarta ese extremo, la intensidad del problema contramayoritario admite diversos grados intermedios; es decir, describe una línea creciente cuando el control se verifica dentro de un sistema difuso, hasta llegar a sus rasgos más intensos cuando el control es de tipo concentrado y con efectos de anulación erga omnes. Por eso, en esta parte trataré de despejar el error común y, al mismo tiempo, buscaré adelantar un poco sobre el grado de intensidad que guarda el problema contramayoritario en el sistema mexicano.

El control por órgano judicial nace de la certeza de que el parlamento también puede ser fuente de opresión y partícipe de la tiranía (Giner, 1972, pp. 547-569), por lo que es necesario que los jueces velen por el respeto de la Constitución, en cuanto vínculo obligatorio para todas las autoridades, incluido el legislativo. Así, la magistratura aparece como el guardián último de la supremacía constitucional (Highton, 2010, pp. 111-114). En los países donde se ha acogido este modelo, el control de la constitucionalidad se realiza por medio de un ente judicial y las declaraciones de ilegitimidad se solicitan por la persona u órgano público que resiente los efectos nocivos de la conculcación del orden supremo, o bien, por aquellos órganos que tienen entre sus funciones la tarea vigilar el cumplimiento de la norma primaria (Sánchez, 2004; Fernández, 2003).

A diferencia de lo que ocurre en el caso del control político, en este sistema el pronunciamiento de incompatibilidad entre una norma o acto con la Constitución es el resultado de un proceso contencioso ventilado ante un órgano judicial, en el cual figuran como partes procesales el agraviado y la autoridad que presumiblemente ha violentado o inobservado la Constitución. En consecuencia, el control jurisdiccional presenta un conjunto de elementos que lo dotan de particularidad. En principio, un órgano judicial es el encargado de velar por la preservación de la supremacía constitucional, además, la petición de inconstitucionalidad es formulada directamente por el perjudicado o la autoridad que reciente la afectación o tiene encomendadas dichas potestades de acción dentro del ordenamiento. Por lo tanto, la resolución donde se determina la inconstitucionalidad es resultado de un litigio, controversia o juicio en el sentido focal del término, y por ello, la resolución dictada puede tener efectos únicamente entre las partes contendientes, o bien, producir la anulación general, según lo determine el sistema de que se trate (Burgoa, 2009, p. 159).

Como se explicó en el apartado 2, el control de la constitucionalidad en sede judicial se ha difundido prácticamente en todos los sistemas jurídicos después de la Segunda Guerra Mundial, no obstante, es menester señalar que respecto de este modelo se pueden plantear todavía algunas precisiones adicionales. En efecto, el control judicial de la constitucionalidad puede admitir una división más según sea que la tutela se realice a través de un procedimiento principal o en vía incidental, es decir, que el control se discierna a todos los jueces de acuerdo a sus competencias o que se deposite en manos de un tribunal especializado.

3.1. Todos los jueces son jueces constitucionales

El sistema difuso de control es una creación de la jurisprudencia norteamericana (por ello también se le denomina sistema americano) a partir de un amplio caudal de opiniones doctrinarias y precedentes judiciales (Pérez, 2023). Así, entre octubre de 1787 y mayo de 1788, Hamilton, Madison y Jay publicaron, en tres distintos diarios de Nueva York, un conjunto de artículos en defensa de la Constitución federal de Estados Unidos recién aprobada por la Convención de Filadelfia y sometida a la ratificación de los Estados. En el artículo lxxviii de los papeles federalistas, Hamilton afirmaba que ante la discrepancia entre la Constitución y las leyes ordinarias debería preferirse a la primera. Y, además, sustentaba el criterio de que, como la Constitución era una ley —aunque especialmente cualificada— y la interpretación de las leyes era una función propia y exclusiva de la judicatura, entonces los jueces debían ser los intérpretes últimos del texto constitucional (Hamilton, Madison y Jay, 2010, p. 332).

Con base en estas consideraciones, en 1803, John Marshall falló el célebre caso Marbury vs Madison en donde indicó que todo juez estaba compelido, en virtud del principio de supremacía de la Constitución, a preferir esta ley fundamental frente a cualquier otra norma secundaria que le fuera opuesta (González, 2009, pp. 81-132). Esto suponía nuevamente que los jueces contaban con facultades para interpretar la Constitución y declarar la nulidad de las leyes que fuesen contrarias a ella. La lógica de Marshall era sencilla: o la Constitución es la norma suprema o, en caso contrario, se encuentra al mismo nivel de las leyes ordinarias, las cuales podrían contradecirla impunemente. Entre esas dos alternativas —dice Marshall— no hay término medio (Nino, 1991, p. 100). Así se asentaron las principales notas del modelo americano, que se caracteriza porque todos los jueces sin importar su jerarquía o especialidad, pueden considerar, dentro de un proceso judicial cualquiera, como inconstitucionales los preceptos legales o los actos que se funden en estos, por ser contrarios a la Constitución (Fix y Ferrer, 2011, p. 26). En otros términos, todo juez está obligado a desaplicar, frente a un caso concreto, una ley considerada inconstitucional, porque se asume que con ello únicamente se constata la existencia de una nulidad preexistente (Linares, 2008, pp. 154-155).

En suma, el modelo americano es difuso, en tanto que confía a todos los juzgadores la tarea de velar por la supremacía constitucional, por esto, los jueces tienen —al mismo tiempo— facultades de legalidad y constitucionalidad. Es, asimismo, incidental en cuanto opera como un medio defensivo que esgrime una de las partes en un juicio principal; y resulta especial porque la sentencia únicamente tiene efectos entre las partes (Tusseau, 2011, pp. 17-20).

3.2. Guardianes platónicos

Por su parte, el control concentrado niega a la jurisdicción ordinaria cualquier facultad en materia de defensa de la constitucionalidad, la cual queda confiada a un tribunal especializado. En el modelo kelseniano, este órgano se ubica fuera de la estructura funcional de los tres poderes clásicos, lo que implica que las cuestiones de constitucionalidad no pueden ser decididas por los jueces ordinarios, sino que deben ser planteadas directamente ante el tribunal constitucional que, en este campo, detenta una competencia especializada (Ferrer, 2002, pp. 60-64).

Kelsen pensaba que el tribunal constitucional no enjuiciaría hechos concretos, sino que se limitaría a calificar la conformidad de las normas secundarias con la norma constitucional. De acuerdo con las ideas del jurista austriaco, la función del poder legislativo se encontraba dividida en dos etapas (Kelsen, 2001, pp. 54-55). La primera se desarrollaba en el parlamento que tenía el derecho para iniciar la discusión de la ley, mientras que la segunda se realizaba por el tribunal constitucional que eliminaba las contradicciones entre la Constitución y las leyes. En este sentido, las sentencias del tribunal se configuraban como auténticos actos de producción legislativa de carácter negativo al generar la expulsión de las normas y actos irregulares. Así, el sistema concentrado se caracteriza formalmente por la creación de un órgano especial encargado de preservar el orden constitucional (Tusseau, 2011, pp. 20-24). Con todo, también es preciso reconocer que el arquetipo del control concentrado no ha sido implantado por todos los países siguiendo la ortodoxia de las premisas originales, que sugerían la necesidad de que este órgano se ubicara fuera de la estructura de los tres poderes.

En este sentido, es factible conceptualizar al tribunal constitucional desde dos ángulos: formal y material (Ferrer, 2001, p. 66). Conforme al primero, se denomina tribunal constitucional al órgano creado para conocer especial y exclusivamente de los conflictos constitucionales, situado fuera del aparato jurisdiccional ordinario e independiente tanto de este como de los demás poderes públicos. En cambio, desde un aspecto material y en razón de la naturaleza de los conflictos que le compete conocer, se designa como tribunal constitucional al órgano jurisdiccional de mayor jerarquía que posee la función especial o exclusiva de establecer la interpretación final de las disposiciones de carácter fundamental (Ferrer, 2001, p. 66), es decir, se trata del órgano que tiene a su cargo —como función principal— hacer efectiva la Constitución, con las atribuciones necesarias para revisar la adecuación de las leyes a la norma fundamental y resolver las controversias que se susciten con motivo de la violación a la distribución de competencias que la norma fundamental establece, o por faltas a los derechos fundamentales (Highton, 2010, p. 108).

En las últimas décadas y, en forma destacada, a partir de la reforma constitucional de 1994, la tendencia ha sido la de configurar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación como un tribunal materialmente constitucional, al desplazar la mayoría de los asuntos de legalidad a los Tribunales Colegiados de Circuito, los cuales incluso tienen competencia para conocer temas en los que se debatan cuestiones netamente constitucionales siempre que el Alto Tribunal ya haya sentado jurisprudencia sobre el particular. Así, la Suprema Corte conserva para su resolución únicamente los juicios de amparo —directo o revisión de amparo indirecto— que, de oficio o a petición fundada del Tribunal Colegiado de Circuito, del fiscal general de la República, en los asuntos en que el Ministerio Público de la Federación sea parte, o del ejecutivo federal, por conducto del consejero jurídico del gobierno, por su interés y trascendencia así lo ameriten —artículo 107, fracciones V y VIII, de la Constitución—. El Alto Tribunal también conocerá de la revisión en amparo directo cuando se trate de sentencias que resuelvan sobre la constitucionalidad de normas generales, establezcan la interpretación directa de un precepto de la Constitución u omitan decidir sobre tales cuestiones cuando hubieren sido planteadas, siempre que a juicio de la Corte el asunto revista un interés excepcional en materia constitucional o de derechos humanos —artículo 107, fracción IX— (Suárez, 2024, caps. IV y V).

4. El tema de la gradiente

Ahora bien, como ya se explicó, el modelo de control que se implemente en cada ordenamiento tiene profundas implicaciones con el grado de intensidad de la objeción democrática. A este respecto, Sebastián Linares ha esquematizado con éxito una serie de elementos que cualquier observador debe tener en cuenta para evaluar el grado de intensidad de la objeción democrática, las cuales son relevantes para lo que se dirá ahora.

Para Linares el modelo americano tiene una impronta mayoritaria, en tanto que los tribunales constitucionales establecidos bajo las características de la jurisdicción concentrada poseen un sesgo contramayoritario. Esto es así porque el modelo austriaco fomenta la impugnación de leyes contemporáneas, sobre todo a través de las acciones abstractas de inconstitucionalidad. Además, generalmente los efectos de las sentencias estimatorias se traducen en la expulsión de la norma del orden jurídico con efectos erga omnes, lo que incrementa la posibilidad de censura jurisdiccional sobre la obra legislativa esencialmente contemporánea. Por el contrario, el modelo difuso atempera la impugnación de leyes recientes en la medida en que el cuestionamiento constitucional surge en un procedimiento ordinario y, de ser procedente, los efectos del fallo solo se comunican entre las partes contendientes (Linares, 2008, pp. 157-158). De acuerdo con el autor, existen cinco variables que explican la mayor intensidad del problema contramayoritario en el caso de la jurisdicción constitucional concentrada, a saber (pp. 157-163):

  1. A diferencia del modelo americano, en el que la corte suprema puede ejercer una facultad discrecional al seleccionar los asuntos sobre los cuales desea pronunciarse, como acontece con el certiorari de la Corte Federal de los Estados Unidos, los tribunales constitucionales de signo kelseniano no pueden controlar su agenda; es decir, en la medida en que este órgano es la única instancia para controlar la regularidad de las normas, no puede discriminar los asuntos que le son planteados para su conocimiento y resolución (Ahumada, 1994, pp. 99-116).
  2. En el caso de la jurisdicción de tipo europeo, el tribunal no puede reducir el alcance del ataque que sufre la ley ante la declaratoria de inconstitucionalidad; por el contrario, en el modelo difuso las cortes pueden abstenerse de pronunciarse sobre la constitucionalidad de una ley si estiman que esta no es aplicable al caso que motiva la cuestión de inconstitucionalidad.
  3. En los tribunales constitucionales de jurisdicción concentrada la litis se centra exclusivamente en la discrepancia entre una ley secundaria respecto de la Constitución; por el contrario, dado que en el sistema americano la cuestión de inconstitucionalidad surge dentro de los márgenes de una litis ordinaria, el juez puede buscar vías alternas para zanjar el problema sin tener que pronunciarse sobre la constitucionalidad de la norma.
  4. Por otro lado, los efectos de la anulación de la norma por parte de un tribunal constitucional son más acentuados en el juicio de la opinión pública, en comparación con el caso en el cual un juez del modelo americano inaplica una norma al resolver un caso concreto sometido a su conocimiento.
  5. En virtud de que la anulación de las normas por parte del tribunal constitucional es socialmente más visible, las resoluciones dictadas por ese órgano pueden generar mayor oposición o resistencia en la opinión pública, lo que origina que las sentencias sean más intensas en cuanto a su veto al legislador, pues la magistratura concentrada busca de este modo hacerse de un lugar dentro del sistema institucional; sin embargo, ello no ocurre con los tribunales comunes del sistema difuso, pues estos tienen una esfera de competencias más flexible entre el control de la legalidad y el control de regularidad constitucional.

Todavía es posible afinar un poco más el análisis en torno al grado de intensidad del problema mayoritario en el caso de los tribunales constitucionales de matiz europeo. Para ello debe tomarse en cuenta si la legitimación procesal se decanta normativamente a favor de un espectro amplio o restringido de sujetos, especialmente en lo que respecta la posibilidad para plantear acciones de inconstitucionalidad. Esto es, si las acciones pueden, en el primer caso, ser planteadas por un amplio elenco de accionantes, la intensidad de la objeción democrática se incrementará al fomentarse la impugnación de las leyes contemporáneas por una gama de sujetos más extensa. Por el contrario, cuando la legitimación para presentar acciones de inconstitucionalidad se confiere solamente a ciertos porcentajes parlamentarios, a organismos gubernamentales defensores de los derechos humanos o que ocupan una posición preeminente en la defensa constitucional, entonces la gravedad de la objeción democrática disminuye, pues las posibilidades de impugnación también son menos en virtud de la limitación subjetiva para accionar esta clase de procesos.

Los cinco factores descritos por Linares pueden servir de guía para la identificación de algunas variables determinantes del grado de intensidad de la objeción contramayoritaria, empero, deben hacerse todavía una serie de salvedades. En principio, la descripción tiene como referencia a los modelos de jurisdicción concentrada y difusa como si normativamente se presentaran puros en su implementación, cuando no es así. En segundo término, la medición solamente toma en cuenta a las acciones de inconstitucionalidad para tasar la intensidad en la impugnación de leyes contemporáneas; sin embargo, no sólo a través de estos instrumentos de cuestionamiento abstracto pueden controvertirse normas generales recientes, como acontece con el juicio de amparo, el cual —además— no es conocido en exclusiva por una corte especializada, sino por una amplia pléyade de tribunales que pertenecen a la magistratura federal ordinaria.

El acercamiento entre los paradigmas de control es un factor que no debe omitirse al mensurar la intensidad del problema contramayoritario. En la realidad los rasgos identificados por Linares no son exclusivos de uno u otro sistema de control, sino que solo presentarán grados más elevados de acentuación según el caso. Es decir, en los sistemas mixtos —esto es, aquellos que reúnen elementos de ambos esquemas puros— existen mecanismos que de alguna manera le permiten al tribunal supremo reusar el conocimiento de ciertos asuntos, atenuar la fuerza anulatoria de sus fallos o legitimar sus resoluciones ante la sociedad civil a través de un diálogo interorgánico, o por medio de canales abiertos de participación de la sociedad civil dentro de los propios esquemas procesales aplicados por las cortes.

5. El dinosaurio visto más de cerca

Lo dicho es suficiente para constatar cómo las cuestiones relacionadas con la dificultad contramayoritaria presentan un alto grado de sofisticación. Por eso, en esta parte propondré tres tesis con arreglo a las cuales se pueden comprender mejor los aspectos relacionados con el “formidable problema” del constitucionalismo (Rodríguez, 2017). Así las cosas:

(1) El problema contramayoritario se predica de todas las constituciones que establecen un procedimiento de reforma más gravoso que el seguido para la modificación de la legislación ordinaria, ya sea de manera expresa, o bien, que, sin hacer tal declaración, la Constitución no pueda ser alterada por el legislativo ordinario. Por ello tiene razón Aragón Reyes, cuando insiste en que resulta oportuno “ampliar el sentido de la rigidez admitiendo que esta puede existir no solo expresa sino también tácitamente. O sea, que Constitución rígida es aquella que (prevea o no un procedimiento especial para su reforma) no puede ser modificada por la ley ordinaria” (Aragón, 2013, p. 184 y Orunesu, 2012, p. 32). Consecuentemente, si se une la rigidez constitucional con una declaración de derechos concebida generalmente en términos amplios —o, para usar una expresión común en el léxico de la materia, bajo la forma principios; esto es, de mandatos de optimización que ordenan que una conducta se realice en la mayor medida de las condiciones fácticas y jurídicas (Alexy, 2022, p. 78)—, se obtendrán los términos de un binomio que juega contra el autogobierno y que describe un primer elemento para la crítica de la garantía judicial.

(2) Por otro lado, en los sistemas constitucionales donde los jueces (a) no son elegidos democráticamente y (b) se les confía alguna facultad para que declaren la inconstitucionalidad —dentro de un sistema concentrado o difuso— de normas o actos emanados de los otros poderes que gozan de la legitimación del sufragio popular, se presenta, asimismo, un problema en sentido estricto para legitimar el control de constitucionalidad (Bayón, 2000, p 65-66).

(3) Finalmente, el problema contramayoritario admite una gradación continua que va desde la levedad hasta la intensidad superior, según concurran una serie de variables institucionales y normativas como las derivadas de la aceptación de un sistema robusto de derechos fundamentales, del alcance de la declaración de inconstitucionalidad, de las vías de acceso a la jurisdicción constitucional, con la posibilidad de diálogo entre las cortes y el resto de los poderes; y, por último, con factores institucionales como es el caso de la duración en el cargo o la forma de designación de los jueces constitucionales (Linares, 2008, 242-301).

Las tesis (1) y (2) tratan de dar cuenta de un fenómeno observable en todos los sistemas en los cuales se presenta un elemento de rigidez constitucional o se dan las condiciones (a) y (b) que se han mencionado en relación con la posición institucional y las competencias normativas del poder judicial. Por ello, la justificación en torno a la plausibilidad del primer par de proposiciones deviene de un examen de las normas que estructuran el sistema constitucional: cuando existe una declaración rígida de derechos y además los órganos jurisdiccionales encargados de su protección no son electos formalmente en términos democráticos y pese a ello poseen competencias anulatorias de normas emanadas, por ejemplo, del legislativo es palmario que hay un déficit de legitimación (Guastini, 2016, pp. 170-172). Por el contrario, la tesis (3) es de carácter contextual y no se refiere a la existencia del problema contramayoritario, sino más bien a su grado de intensidad, el cual depende de variables particulares que deben ser analizadas en cada sistema y de las que enunciativamente se han mencionado las más descollantes. Hay que dejar claro que la constatación de esta proposición no sugiere un análisis casuístico o un estudio empírico para verificar el grado de cumplimiento de cada condición de gradualidad, o al menos que no está dentro del propósito de esta contribución hacer un estudio de ese cariz, sino más bien lo que se trata de subrayar es que la intensidad del problema contramayoritario se puede apreciar desde una óptica estrictamente normativa, ya que son las normas las que determinan el funcionamiento del sistema de control constitucional implementado.

Dicho con otras palabras, parece que la postura más adecuada pasa por concebir al problema contramayoritario como una cuestión gradual, determinada por una serie de variables normativas e institucionales vinculadas con la densidad de las declaraciones de derechos, con la amplitud en la legitimación para promover los mecanismos procesales de control de constitucionalidad y con la holgura que tienen los tribunales para dirimir las cuestiones constitucionales que se les plantean, ya sea con efectos particulares o con consecuencias erga omnes (Garrorena, 2013, pp. 106-107). Otra serie de factores que deben ser considerados al definir el grado de intensidad del problema contramayoritario, atienden a la forma de integración del poder judicial, esto es, si los jueces son designados a través de un mecanismo democrático directo o si únicamente se recurre a la voluntad popular en forma mediata y, mejor dicho, bastante diluida. Finalmente, en este mismo punto, no debe pasarse por alto la duración en el cargo de los magistrados del tribunal constitucional, porque cuando los sitiales en la Corte se ocupan por periodos determinados a fin de activar regularmente un procedimiento, aunque sea semidirecto de designación, el problema democrático es menor que si las vacantes en el tribunal son ocupadas por magistrados designados por todo un periodo vital indefinido.

Con todo, parece evidente que el solo cambio en la forma de designación de los jueces —cuando de forma peculiar se recurre al voto mayoritario para su designación— es un factor por sí solo insuficiente para diluir la dificultad contramayoritaria, porque la dificultad tiene sus orígenes en múltiples factores mutuamente imbricados. Y antes de ofrecer una respuesta integral a todos ellos, la elección popular de la magistratura parece sembrar inestabilidad en otros tantos componentes del sistema constitucional que, por cierto, no habían adquirido plena estabilidad en nuestro medio. Sobre ello habrá ocasión de volver en el apartado 6.1.

La tesis (3) tiene la virtud de poner de manifiesto la naturaleza gradual de la dificultad democrática. Para ello, debe ser apreciada como una cuestión dependiente del diseño normativo específicamente perfilado en la Constitución. La constatación de esta proposición se puede realizar en dos niveles de profundidad, los cuales varían según se considere solamente al modelo de control constitucional teóricamente implementado o bien, se constaten las variables concretas tal como se presentan en el sistema de control de cada Estado. En esta parte los términos “modelo” y “sistema” no son intercambiables, porque la profundidad del análisis que debe realizarse en cada caso, depende de la elección del término. La claridad metodológica resultará favorecida en esta parte si se tiene en cuenta la distinción conceptual acuñada por José Ramón Cossío, según la cual,

por sistema de control de constitucionalidad [debe] entender[se] el conjunto de normas de derecho positivo propias de cada orden jurídico, mediante las cuales se lleva a cabo el control de regularidad constitucional en sentido estricto. Esto supone admitir que tales normas están encaminadas a posibilitar que ciertos órganos lleven a cabo el contraste entre las disposiciones inferiores a la Constitución y esta última a fin de determinar su validez, y en su caso y en sentido lato, declarar su nulidad. […] A su vez, por modelo de jurisdicción constitucional entendere[mos], parafraseando a Weber, el resultado de acentuar unilateralmente uno o varios elementos relativos a la manera como en diversos órdenes normativos se lleva a cabo el control de regularidad constitucional (primordialmente de órganos, procesos y prácticas), a efecto de formar un conjunto más o menos homogéneo de características comunes que permita el agrupamiento de diversos sistemas (nacionales) de control de constitucionalidad (Cossío, 2013, pp. 5-6).

Así las cosas, si la tesis sobre la gradualidad del problema contramayoritario se proyecta sobre los modelos de control, se obtendrá que el paradigma concentrado, precisamente por las características del prototipo kelseniano (Ferreres, 2008, pp. 72-75; Garrorena, 2013, p. 107), exacerba los costes democráticos gracias a los alcances anulatorios de las sentencias y a la forma de conformación del órgano de control. Por el contrario, el modelo americano, en la medida en que difumina la jurisdicción constitucional hasta convertirla en una variable ocasional del ejercicio normal de la magistratura, supera mejor los problemas democráticos de la garantía judicial, en virtud de que el control se ejerce sólo de manera incidental y con efectos limitados (Tocqueville, 2015, pp. 108-109).

Sin embargo, limitar el análisis sobre la gravedad del problema contramayoritario solo al nivel de abstracción representado por el modelo de control conduce a dos inconvenientes notables: en primer lugar, los resultados obtenidos con una comparación así son tan obvios que pueden aceptarse hasta por el defensor más acérrimo de la democracia mayoritaria; y en segundo sitio, el inconveniente más serio estriba en que las conclusiones obtenidas pueden no compadecerse de la forma en la que se ejerce realmente la justicia constitucional dentro de cada ordenamiento. Esto es así porque la división teórica en modelos concentrados o difusos obedece a una finalidad eminentemente didáctica, la cual debe ser matizada cada vez que sus elementos conformadores se proyectan sobre las normas de derecho positivo que estructuran el sistema de control, dado el intenso proceso de hibridación existente entre ambos paradigmas.

Ahora bien, en sentido contrario, la capacidad explicativa de la tesis (3) se incrementa si en vez de predicarse respecto del modelo, se proyecta sobre el sistema de control, es decir, sobre el conjunto de normas de derecho positivo que dentro de cada ordenamiento le dan forma al mecanismo de defensa de la Constitución (Fix, 2002, p. 25). La mayor fidelidad de los resultados en relación con la práctica efectiva del control se obtiene gracias a que las conclusiones obtenidas resultan ser como una fotografía del sistema lograda a través de un análisis normativo concreto. Un estudio de este carácter está en mejores condiciones para aportar datos en torno al grado de afectación que el constitucionalismo irroga a los principios de la democracia, en tanto atiende a mayores grados de especificidad. Y es justo aquí donde la tesis (3) despliega todas sus posibilidades: si los costos democráticos son una constante inherente a la institución, la mejor forma de encontrar un espacio para la jurisdicción constitucional es a través de la previsión de un diseño normativo que compatibilice en la mayor medida las exigencias de la democracia con las posibilidades de la garantía judicial.

6. El problema en casa

Si en lo que resta el análisis se concentra únicamente en la tesis (3) y se aplica específicamente para el caso del sistema constitucional mexicano, será fácil advertir —por una parte— la existencia de una serie de factores que incrementan los déficits democráticos del constitucionalismo, aunados —por otro lado— a un segundo elenco de elementos que atenúan dicha situación. Sin embargo, antes de eso será oportuno analizar la manera cómo la reforma constitucional en materia de designación de la magistratura por el voto popular realizada recientemente en nuestro país desmonta —o no— los efectos de la tesis (2) expuesta en el §4. Comenzaré ahora por este último extremo y lo haré con una analogía que bien ilustra el punto que quiero demostrar.

6.1. “Nihil interest quomodo solvantur”

Se dice que cuando Gordias fue entronizado rey de Frigia, brindó como ofrenda al templo de Zeus todas sus posesiones: un carro con la lanza y el yugo atados mediante un nudo que escondía los cabos en el interior. La leyenda contaba que quien pudiera desatar el nudo sería conquistador de Asia. Entonces, seducido por el destino, cuando Alejandro Magno fue retado a soltar el nudo gordiano, simplemente cortó el lazo con la hoja de su espada, mientras exclamaba “poco importa el modo de desatarlo” —nihil interest quomodo solvantur—. Como hemos visto, la dificultad contramayoritaria se presenta como un auténtico problema que cualquier diseño institucional donde se adopten los principios esenciales del constitucionalismo debe afrontar. No obstante, la reforma constitucional realizada en 2024 para establecer un modelo de elección popular de la magistratura parece adoptar frente a la dificultad contramayoritaria la misma actitud de Alejandro ante el nudo gordiano: poco importa el modo de desatarlo. Si los jueces enfrentan un déficit de legitimidad porque no son electos mediante la voluntad mayoritaria, entonces basta cambiar el proceso de selección para que sea un método mayoritario formal el que determine quién desempeñará la función judicial. Por mano de santo la dificultad desaparece.

Sorprende que la exposición de motivos de la reforma constitucional presentada por el Presidente de la República el pasado cinco de febrero de dos mil veinticuatro sea tan escueta en este extremo. El proyecto se limita a calificar a la jurisdicción como un contrapeso excesivo y, a la vez, incontrolable para los otros poderes que encarnan la voluntad popular (Gaceta Parlamentaria, 2024, p. 22). Lo más llamativo es que tampoco el proceso legislativo derivado está a salvo de ese defecto. Basta advertir que en el dictamen de la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados de catorce de octubre de dos mil veinticuatro, mediante el cual se aprobaron cambios a las leyes electorales para implementar la elección judicial, en pocos párrafos despachó el asunto bajo el argumento de que las “personas encargadas de impartir justicia” deben ser “cercanas al pueblo y elegidas por el mismo, puesto que para ostentar tales cargos ya no es suficiente con presentar una correcta argumentación racional, además se requiere la sensibilidad del juzgador de las necesidades de la sociedad en general”. Y remata:

“la labor de quienes integran el Poder Judicial de la Federación debe darse dentro de un espacio democrático, transparente y previsto de legitimidad con el pueblo de México que cada vez demanda más mecanismos para luchar contra la injusticia, la impunidad y la corrupción” (Gaceta Parlamentaria, 2024, p. 155).

Sin embargo, no creo que ni la actitud simplificadora del Constituyente ni el sentido adoptado por la reforma constitucional finalmente aprobada resuelva de fondo la dificultad contramayoritaria en nuestro sistema. Como se ha visto en el apartado 5, bajo este rubro se engloban tres aspectos distintos. Y si bien, las modificaciones aprobadas en septiembre del año pasado modifican sustancialmente las condiciones de la tesis (2) sobre la forma de designación de los jueces, ello no basta —por sí solo— para desmontar esa faceta del problema. Cuando menos, cabe albergar dudas de que el proceso de selección tal como fue implementado favorezca la transparencia y permita llegar a la boleta electoral a los perfiles más aptos e independientes para la función; máxime cuando estos espacios corren el riesgo de ser cooptados por los partidos políticos dominantes. Por otra parte, el número de vacantes a elegir —a nivel federal y local— dificulta no solamente que el electorado conozca a los candidatos registrados para cada cargo y el proyecto o visión de la judicatura que cada uno sostiene, sino que —en términos prácticos— tampoco se favorece el desarrollo de un proceso con gran afluencia el día de la jornada electoral. Entre otras causas, hay que considerar el poco interés de la población para participar en una elección para la que existe escasa familiaridad y donde la opinión común alberga desconocimiento sobre la forma en la que deberá emitirse el voto o si el número de mesas receptoras será semejante a las que suelen instalarse en otra clase de elecciones ordinarias.

En este punto es complejo saber el desenlace que tendrá el proceso de la elección judicial en forma inmediata y también en el mediano plazo. Pero, en línea de principio, parece que los jueces así designados gozarán de un sustento popular mucho más magro que el ostentado por los representantes de los demás poderes, aunque el procedimiento de designación sea semejante. Según esta premisa, el poder judicial mantendrá una tendencia contramayoritaria porque los perfiles electos para ejercer las funciones de control seguirán apoyados bajo una base minoritaria en comparación con el consenso popular de que gocen, eventualmente, el Poder Ejecutivo o el Congreso. En suma, si bien existe una transformación de los presupuestos sobre los que se asienta la tesis (2), no es menos verdadero que sus efectos no desaparecen del todo.

La visión presentada ahora depende de aspectos empíricos, algunos de cuyos efectos se podrán constatar cuando el sistema de selección implementado efectivamente se lleve a cabo. No obstante, hay otro conjunto de elementos para asegurar con toda certeza que —más allá de la forma de designación— la magistratura mantendrá una impronta contramayoritaria en nuestro sistema. Para ello es fácil demostrar cómo ninguno de los aspectos relativos a la tesis (1) fueron alterados en la reforma constitucional del quince de septiembre de dos mil veinticuatro. Aún después de esos cambios, la Constitución y su amplia declaración de derechos siguen siendo normas atrincheradas por la rigidez que les deriva del artículo 135 de la ley fundamental. Dicho de otra manera, con independencia de la forma de designación, las posibilidades para que la rama judicial ejerza el control sobre los demás poderes a través de ejercicios creativos y tendencialmente contramayoritarios permanecen constantes, en cuanto son exigencias ineludibles del proceso de constitucionalización.

Ello es de este modo porque las normas fundamentales dan lugar a una amplia gama de constelaciones y posiciones protegidas por la vía interpretativa de los derechos adscritos; es decir, por múltiples normas implícitas que el operador puede desgranar de unas cuantas palabras empleadas por el Constituyente. Esto, es preciso no olvidarlo, advierte sobre el papel central de la interpretación jurídica. Es falso que el derecho sólo deba ser objeto de un ejercicio hermenéutico en los casos dudosos. Por el contrario, la interpretación precede siempre e indefectiblemente a la aplicación tanto desde una perspectiva noética, como por el hecho de que no existe una equivalencia conceptual entre las disposiciones y las normas. En ello reside, entre otros factores, la potestad productiva de la jurisprudencia para crear o reconocer nuevos derechos o para restringir y limitar a las demás autoridades más allá de lo que disponga un texto estático en el tiempo.

Como lo reconoce la jurisprudencia de la Corte, la interpretación del contenido de los derechos fundamentales debe ir a la par de la evolución de los tiempos y las condiciones actuales de vida, pues los textos que reconocen dichos derechos son instrumentos vivos, en cuanto su contenido no se limita al texto expreso de la norma donde se les reconoce, sino que se va robusteciendo con la interpretación evolutiva o progresiva que hagan tanto los tribunales constitucionales nacionales, como intérpretes últimos de sus normas fundamentales, así como con la interpretación que hagan los organismos internacionales, intérpretes autorizados en relación con tratados específicos, en una relación dialéctica [tesis 1a. CDV/2014 (10a.)].

Lo que la tesis (1) enseña es que las constituciones rígidas y rematerializadas entrañan espacios para que los jueces ejerzan el control de manera intensa pese a que —en forma no poco extraña— hayan sido electos por el pueblo sobre el cual dictan sus fallos. Ello es de ese modo, porque la judicialización de temas sensibles de la vida social trae como consecuencia un debate sobre el ejercicio de la interpretación y el poder que le ha sido otorgado a los tribunales constitucionales. La facultad de control puede convertir a los órganos judiciales en un contrapeso de las fuerzas de mayoría en el sistema; ya que cuando un órgano legislativo o ejecutivo actúa en contra de la Constitución, o de los valores fundamentales que fundamentan ese pacto, las cortes tienen la facultad de actuar en contra del predominio del consenso en aras de una conducta racional a favor de aquello que determina el pacto fundamental. Poco más puede decirse para advertir que el problema contramayoritario sigue ahí.

6.2. Los espacios de la jurisdicción

Ahora es momento de retomar el hilo del análisis anunciado al comienzo del apartado 6. Para ello, un primer aspecto que debe considerarse al evaluar la gradualidad del problema contramayoritario en el derecho mexicano es el papel que los derechos fundamentales cumplen en el ordenamiento. Este punto es relevante porque actualmente las normas de derecho fundamental son entendidas no solamente como inmunidades frente a la acción del poder público, sino también como criterios informadores del sistema jurídico en su conjunto (Ferrajoli, 2002 pp. 65-119; Peña, 1997, pp. 64-73 y 107-125), lo cual contribuye al establecimiento de una jurisdicción constitucional particularmente activa o “intrusiva” sobre los demás poderes (Rodríguez, 2017, p, 425). Así, los derechos fundamentales despliegan una doble función en cuanto se les asignan tareas variadas, que van desde su concepción como elementos protectores de ciertos bienes básicos (dimensión subjetiva) hasta llegar a convertirse en elementos legitimadores del sistema jurídico y democrático en sentido amplio —dimensión objetiva— (Silva y Silva, 2013, pp. 2-18). En este contexto, los derechos se convierten en guías que deben ser tenidas en cuenta tanto a la hora de definir las políticas públicas como al momento de concretar el contenido y alcance del derecho ordinario, porque en cuanto los Estados “hagan un efectivo reconocimiento de los derechos fundamentales, se legitiman los sistemas políticos y jurídicos” (Häberle, 2007, p. 186). Con razón Tomás y Valiente sostuvo que la constitucionalización de los derechos conlleva el advenimiento de una nueva justificación ética del Estado a través de la idea de la dignidad de la persona (Tomás y Valiente, 1993, p. 150).

Pero además de la función objetiva debe considerarse la clásica dimensión personal o subjetiva de los derechos, a través de la cual se posibilita una efectiva protección frente al ejercicio del poder público, por cuanto aquellos reflejan valores esenciales para el ser humano. La concepción de los derechos como inmunidades se manifiesta en varios aspectos. Primero, a través de su previsión en expresa dentro de los contenidos constitucionales, con lo que se les dota de la supremacía y la rigidez propia de la norma suprema. Además, las declaraciones de derechos cuentan con mecanismos procesales de justiciabilidad, lo cual subraya el carácter interpretativo de esas disposiciones en manos de la judicatura y, desde luego, su fuerza irradiante sobre el ordenamiento total. Ello pretende lograr que, en su aspecto subjetivo, los derechos operen como una barrera preventiva a fin de permitir a la persona hacer uso de su libertad en condiciones de igualdad.

En conjunto, las funciones de los derechos imponen límites a la capacidad de acción del Estado, en tanto marcan el confín al ejercicio de su soberanía. Tan es así que ante el incumplimiento de las obligaciones impuestas por las normas fundamentales se activarán las vías para su reparación coactiva a través de las garantías de la justicia constitucional (Aragón, 2002, pp. 136-172 y Ferrajoli, 2010, p. 64). Precisamente por esta característica, una consagración robusta de derechos incide en la holgura con la que los jueces constitucionales pueden desplegar sus facultades de control. Entre más disposiciones de derecho fundamental posea una Constitución, mayor será el espacio para la justicia constitucional y más amplitud se hallará para determinar el contenido y alcance de los derechos. Para decirlo de otra forma: cuando el control de constitucionalidad se ejerce con referencia a un parámetro axiológico fundado en las disposiciones sustantivas de la ley fundamental, entonces ese escrutinio podrá adquirir un cariz más intenso, y por ello, sus problemas de legitimación serán de mayor agudeza.

A esto contribuye el hecho de que las constituciones modernas, además de los derechos propiamente contenidos en su texto, han abierto las fronteras del boque de constitucionalidad a las exigencias derivadas del derecho internacional. Nos encontramos con largas declaraciones de derechos no solo de carácter interno sino también de naturaleza convencional directamente justiciables ante los jueces comunes. Por eso,

el control difuso de convencionalidad convierte al juez nacional en juez interamericano, en un primer y auténtico guardián de la [Convención Americana de Derechos Humanos], de sus protocolos adicionales (eventualmente de otros instrumentos internacionales) y de la jurisprudencia de la Corte [Interamericana], que interpreta dicha normativa. Tienen los jueces y órganos de impartición de justicia nacionales, la importante misión de salvaguardar no solo los derechos fundamentales previstos en el ámbito interno, sino también el conjunto de valores, principios y derechos humanos que el Estado ha reconocido en los instrumentos internacionales y cuyo compromiso internacional asumió. Los jueces nacionales se convierten en los primeros intérpretes de la normativa internacional, si se considera el carácter subsidiario, complementario y coadyuvante de los órganos interamericanos con respecto a los previstos en el ámbito interno de los Estados americanos y la misión que ahora tienen para salvaguardar el corpus juris interamericano a través de este nuevo control (Ferrer, 2011, p. 379).

No se trata solamente de que ahora los actos de las autoridades domésticas que afecten las posiciones protegidas por las normas fundamentales puedan ser reprimidos por la jurisdicción constitucional —lo que ciertamente implicaría una novedad de escasa laya—, sino que los nuevos rasgos que distinguen a ese ejercicio judicial suponen la creación de condiciones favorables para que el escrutinio en sede interna se ejerza desde un punto de vista sustantivo destacado, merced a la interpretación material, entre otros, del artículo 1º constitucional. Así, el control jurisdiccional se desdobla sobre los derechos reconocidos en la Constitución y los tratados internacionales —junto con la interpretación autorizada de aquellos por los órganos establecidos en el orden nacional— así como por el amplio caudal de la jurisprudencia interamericana, conforme a la competencia reconocida a ese tribunal regional. Por ello, en sus precedentes la propia Suprema Corte reconoce la forma como, a partir de las reformas constitucionales de 2011 (Fix y Valencia, 2013), se ha redimensionado cualitativamente el control especializado para la protección de los derechos fundamentales. Tan es así que, desde una perspectiva funcional y no meramente vinculada a distinciones dogmáticas entronizadas por la doctrina, es dable que al través de los mecanismos característicos de la jurisdicción constitucional de la libertad, el juez extienda sus potestades de control incluso sobre la distribución competencial de la parte orgánica en cuanto “la intromisión, extralimitación o vulneración de competencias horizontal entre poderes u órganos originales de un mismo nivel de gobierno, así como aquellos vinculados con las relaciones competenciales verticales entre distintos niveles de gobierno”, puede traducirse en una afectación subjetiva tutelable mediante el juicio de amparo, porque “detrás de las fórmulas de organización del poder público al final se encuentra la premisa de que estas ayudan a garantizar la libertad de las personas” [tesis 1a. CCCX/2018 (10a.)].

Ahora bien, desde otra óptica, la gravedad del problema contramayoritario también se relaciona con la facilidad para activar el control de constitucionalidad. En efecto, la intensidad del problema también viene determinada por la variedad de mecanismos a través de los cuales se puede emprender el escrutinio de regularidad. Por tanto, para graduar la intensidad de los problemas de legitimación del constitucionalismo hay que tener en cuenta la diversidad de instrumentos procesales para la defensa constitucional. Sin embargo, de entre todo ese elenco todavía tendrán que descartarse aquellos en donde los tribunales no pueden declarar la inconstitucionalidad de leyes, bien sea porque resultan inaptos para generar un pronunciamiento de esa naturaleza; o bien, porque siendo posible tal planteamiento, las competencias judiciales o el esquema procesal, no permitan hacer tal declaratoria, más allá de la simple inaplicación en el caso concreto, que es una de las manifestaciones posibles del control en el marco del sistema difuso.1 Así acontece, por ejemplo, con la inaplicación de las leyes electorales que se estimen inconstitucionales por parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, o el control difuso de constitucionalidad que desarrollan los jueces de distrito cuando actúan como tribunal de instancia al conocer de procesos federales distintos al juicio de amparo, por citar solo un par de supuestos.

Si se pone la atención al esquema de garantías previsto en la Constitución, es dable identificar el siguiente elenco de mecanismos procesales:

1) El juicio de amparo previsto en los artículos 103 y 107 de la Constitución; 2) La controversia constitucional, establecida en la fracción I del artículo 105; 3) La acción de inconstitucionalidad, fundada en la fracción II del mismo artículo 105; 4) El procedimiento de investigación por violaciones a los derechos fundamentales ventilado ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de conformidad con el último párrafo del aparado B) del artículo 102; 5) El juicio de revisión constitucional electoral, previsto en la fracción IV del artículo 99; 6) El juicio para la protección de los derechos político electorales del ciudadano, fundado en la fracción V del artículo 99; 7) El juicio político previsto en el artículo 110; 8) El procedimiento de quejas y recomendaciones emanadas de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, a que se refiere el apartado B del numeral 102; y 9) La responsabilidad patrimonial del Estado, incluida en el segundo párrafo del artículo 113 (Fix Zamudio, 2011).

Ahora bien, para efectos de mensurar la gravedad del problema contramayoritario en el aspecto relativo a las vías por las cuales se puede determinar la inconstitucionalidad de leyes, es necesario hacer un descarte inicial derivado de la propia naturaleza de los medios de control. Así, tenemos que la declaración de irregularidad en la especie que ahora interesa, se puede producir únicamente cuando se plantean tres mecanismos de control específicos: el juicio de amparo, las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad. En estos supuestos el déficit democrático se acentúa porque la censura pretoriana al parlamento es directa. Los dos procedimientos de control fundados en el artículo 105 son manifestaciones de la jurisdicción concentrada conocida en única instancia por la Suprema Corte, y aunque sus accionantes son sujetos específicos a quienes se confiere legitimación en función de un sistema predeterminado constitucionalmente (Cossío, 2014; Rivera, 2016), la posibilidad de que se produzca un fallo estimatorio con eficacia general (Brage, 2005), es suficiente para elevar los costes democráticos. Por lo que hace al juicio de amparo es necesario señalar dos modalidades en las cuales se puede plantear la demanda de inconstitucionalidad de leyes, según se trate de un planteamiento en la vía indirecta conocida por un juez de distrito; o bien, que la reclamación se deduzca solo a partir de la aplicación de la norma en una sentencia, en cuyo caso el asunto será conocido por un tribunal colegiado de circuito a través del amparo directo, vía en la que las taras democráticas quedan bastante atenuadas (Bustillos, 2008; Fix, 2011).

Con base en estas precisiones no parece que el acceso a la justicia constitucional suponga una posibilidad estrecha, dada la amplitud de procedencia de las controversias constitucionales derivada de la conformación federal de nuestro país y a la holgura del control que la Suprema Corte puede desarrollar a través de la acción de inconstitucionalidad. Simplificando las cosas, se dirá que los problemas de legitimación del constitucionalismo mexicano, al menos en lo que hace a la jurisdicción orgánica, son intensos. Otro tanto puede ocurrir en el caso del juicio de amparo, aunque en este caso es menester hacer una distinción derivada de la dualidad de cursos procesales ya mencionados. En efecto, cuando en la demanda de amparo indirecto se cuestiona la constitucionalidad de una ley el costo democrático es medianamente intenso, porque la norma es objeto de cuestionamiento principal a través de un juicio con todas las formalidades esenciales, y en donde las partes demandadas son las autoridades legislativas y administrativas que participaron en el proceso de formulación de la norma (Ruiz, 2012, pp. 459-454). Por eso, cuando en ese proceso los jueces federales pronuncian una sentencia estimatoria, no solo se protege al quejoso contra la aplicación posterior de la norma, sino que también se formula un veto directo al legislador a quien se le atribuye la violación de la Constitución: en sí misma la sentencia constituye una censura al Congreso, aunque limitada al caso concreto sobre el que versa la queja (Burgoa, 2009, pp. 632-634). En esta regla establecida por el artículo 73 de la Ley de Amparo, Reglamentaria de los Artículos 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos —en adelante, Ley de Amparo— subyace el vetusto argumento de Tocqueville acerca de las relaciones entre el poder judicial y el legislador:

Si el juez hubiera podido atacar las leyes de una manera teórica y general, si hubiera podido tomar la iniciativa y censurar al legislador, hubiera entrado brillantemente en la escena política convertido en campeón o adversario de un partido, suscitando todas las pasiones que dividen el país a tomar parte en la lucha. Pero cuando el juez ataca una ley en un debate oscuro y sobre una aplicación particular, oculta en parte a las miradas del público la importancia del ataque. Su fallo sólo tiene por objeto lesionar un interés individual, pero la ley no se siente herida más que por casualidad. Por otra parte, la ley así censurada está destruida: su fuerza moral ha disminuido, pero su efecto material no se suspende. Sólo poco a poco, y bajo los golpes repetidos de la jurisprudencia, llega a sucumbir al fin (Tocqueville, 2015, p.109).

Los costes democráticos disminuyen cuando la reclamación de inconstitucionalidad se realiza a través de la demanda de amparo directo. En ese caso la norma no es el acto destacado, al cuestionarse su constitucionalidad únicamente en el capítulo de conceptos de violación sin que sea menester llamar al juicio a las autoridades que participaron en el proceso legislativo (Carranco y Zerón, 2009, pp. 130-139). De esta forma, la objeción democrática al control constitucional a través del amparo directo (recurso de constitucionalidad) es tenue, porque los efectos de la sentencia se hallan circunscritos al estudio de la norma impugnada en la parte considerativa de la sentencia, sin que ello sea materia de concesión en los resolutivos del fallo —artículo 175, fracción IV, de la Ley de Amparo—.

Desde otro punto de vista es preciso dar cuenta de un tema distinto, pero singularmente relevante al momento de hacer un estudio de las variantes procesales del control constitucional. La cuestión se halla referida a los efectos de las sentencias donde se determina la inconstitucionalidad de las normas legislativas sometidas a examen. En este aspecto, el sistema de control presenta modulaciones a la extensión vinculante de los fallos, según se trate —verbigracia— de conflictos suscitados entre órganos o niveles de gobierno específicos, se alcancen determinados índices de votación (en el caso de las controversias y las acciones), o según cuál haya sido la vía mediante la cual se planteó el conflicto constitucional (en el caso del juicio de amparo). En el supuesto de los mecanismos de control concentrado, para el caso de las controversias constitucionales, según la reforma al artículo 105 constitucional publicada en el Diario Oficial de la Federación el quince de septiembre de dos mil veinticuatro, siempre que las controversias versen sobre disposiciones generales de las entidades federativas, de los municipios o de las demarcaciones territoriales de la Ciudad de México impugnadas por la federación; de los municipios o de las demarcaciones territoriales de la Ciudad de México impugnadas por las entidades federativas, o en los casos a que se refieren los incisos c), h), k) y l) del propio numeral,2 la resolución que las declare inválidas tendrá efectos generales cuando hubiere sido aprobada por una mayoría de cuando menos seis votos —de nueve— miembros del Tribunal Pleno. Por el contrario, en todos los demás supuestos de procedencia de este medio de control, el fallo dictado únicamente tendrá efectos entre las partes del litigio. Esta regla se corresponde —mutatis mutandis— con lo dispuesto por el artículo 42 de la Ley Reglamentaria de las Fracciones I y II del artículo 105 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos —en adelante, Ley Reglamentaria—, que, por cierto, a la fecha no ha sido homologada con la reforma constitucional en comento.

En su orden, las sentencias de las acciones de inconstitucionalidad también suponen un cuestionamiento intenso a la legitimidad democrática de la Suprema Corte, al menos por tres causas.

  1. En primer lugar, porque ellas generalmente tendrán efectos erga omnes. Así, conforme a la más reciente reforma al artículo 105 constitucional, los fallos dictados en esta vía de control “sólo podrán declarar la invalidez de las normas impugnadas, siempre que fueren aprobadas por una mayoría de cuando menos seis votos” del Tribunal Pleno. No obstante que en la especie subsiste la incongruencia derivada de la falta de adecuación de la norma secundaria con la reforma constitucional publicada el quince de septiembre de dos mil veinticuatro, parece claro que en los supuestos donde no se alcance la mayoría antedicha, continúa siendo aplicable la consecuencia prevista en el artículo 72 de la Ley Reglamentaria, donde se establece que si el proyecto de sentencia no alcanza la mayoría indicada, la Corte desestimará la acción ejercitada y ordenará el archivo del asunto.
  2. Por otro lado, al fallar las acciones de inconstitucionalidad, el Tribunal Pleno goza de una amplia facultad de suplencia de la queja para apreciar la inconstitucionalidad de las leyes. Por tanto, a pesar de los defectos formales en que hubiere incurrido el promovente, la Corte puede fundar la declaratoria de inconstitucionalidad en la violación de cualquier precepto constitucional, haya o no sido invocado en el escrito inicial o, siempre que no se trate de leyes electorales, basar la declaración de invalidez en la violación de los derechos fundamentales consagrados en cualquier tratado internacional del que México sea parte, haya o no sido invocado en el pliego postulatorio (artículo 71 de la Ley Reglamentaria).
  3. Además, la Corte también goza de amplias facultades para determinar los efectos de sus fallos, por ejemplo, al extender sus consecuencias a otros preceptos que formen parte del sistema normativo impugnado con base en un criterio de dependencia o implicación. En palabras de la Corte, los efectos de las sentencias deberán predicarse de “todas aquellas normas cuya validez dependa de la propia norma invalidada, sean de igual o menor jerarquía que la combatida, si regulan o se relacionan directamente con algún aspecto previsto en esta, aun cuando no hayan sido impugnadas, pues el vínculo de dependencia que existe entre ellas determina, por el mismo vicio que la invalidada, su contraposición con el orden constitucional que debe prevalecer” (tesis P./J. 32/2006). Además, el Pleno podrá, incluso, ordenar la reviviscencia de las normas electorales vigentes con antelación a las declaradas inválidas cuando, merced a tal declaración, se produzca “un vacío normativo que impida el inicio o la cabal continuación de las etapas que componen el proceso electoral respectivo”, pues con ello —dice el Alto Tribunal— se preserva el principio de certeza jurídica, a través del cual los participantes en la contienda electoral están en condiciones de conocer, desde el comienzo del proceso, “las reglas fundamentales que integrarán el marco legal del procedimiento y que permitirá a los ciudadanos acceder al ejercicio del poder público” (tesis P./J. 86/2007).

A la luz de este conjunto de consideraciones, tiene razón Juventino Castro al subrayar cómo en los procesos de la jurisdicción constitucional orgánica

[…] cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación recibe el primer impulso de una entidad demandante en una controversia constitucional [en sentido amplio], que plantea un problema genérico de constitucionalidad, materialmente se apodera la propia Corte de dicha controversia y dirige la sustanciación en forma muy distinta a como actuaria respecto del manejo de una acción de amparo (Castro, 2008, p. 113).

Por su parte, el problema contramayoritario en relación con los efectos de las sentencias de amparo es menos intenso que en las controversias y las acciones. En este caso, apenas es dable advertir un efecto medio o leve, según el pronunciamiento se haga en la vía de la acción concreta de inconstitucionalidad o en lo que se ha llamado amparo recurso de inconstitucionalidad (Fix, 1993, pp. 363-366). Conforme al primer supuesto —amparo indirecto—, la concesión se limita al promovente del juicio. La rigidez de la regla sobre la relatividad de las sentencias de amparo contenida en el artículo 73 de la Ley de Amparo, se vuelve más intensa después de la reforma constitucional publicada en el Diario Oficial de la Federación el treinta y uno de octubre de dos mil veinticuatro, en cuanto el artículo 107, fracción II, de la Constitución, establece que las sentencias que se pronuncien en los juicios de amparo sólo se ocuparán de personas que lo hubieren solicitado, limitándose a ampararlas y protegerlas, si procediere, en el caso especial sobre el que verse la demanda. En concreto, tratándose de juicios de amparo que resuelvan la inconstitucionalidad de normas generales, en ningún caso las sentencias que se dicten fijarán efectos generales.

Con todo, para el caso de sentencias estimatorias dictadas en los procedimientos tramitados con fundamento en la vía indirecta prevista por el artículo 107, fracción I, de la Ley de Amparo, la intensidad de la interferencia judicial debe calificarse como media en virtud de características tales como el hecho de que la ley es el acto reclamado destacado dentro del procedimiento, las partes procesales del juicio son precisamente aquellas que participaron en el proceso legislativo, la oportunidad para intentar el procedimiento permite cuestionar leyes contemporáneas que, por su sola entrada en vigor o con motivo del primer acto de aplicación, causen perjuicio al quejoso; al tiempo de que —conforme a lo dispuesto en el artículo 78 de la Ley de Amparo— la declaratoria sobre la regularidad de la norma es una parte esencial de la sentencia, pues “cuando el acto reclamado sea una norma general la sentencia deberá determinar si es constitucional, o si debe considerarse inconstitucional” y, de ser el caso, la declaratoria de irregularidad podrá extenderse “a todas aquellas normas y actos cuya validez dependa de la propia norma invalidada”.

Al contrario, para el supuesto del amparo directo, el coste democrático se califica de leve, porque el alegato de inconstitucionalidad se eleva sólo como argumento para apreciar la irregularidad de la resolución definitiva contra la que se propone el juicio. Por ello, el planteo será materia únicamente del capítulo de conceptos de violación de la demanda, sin señalar como acto reclamado la norma general, debiéndose llevar a cabo la calificación de estos en la parte considerativa de la sentencia (artículo 175, fracción IV, de la Ley de Amparo).

Lo anterior no se desmiente por la existencia de la declaración general de inconstitucionalidad prevista en el artículo 107, fracción II, de la Constitución. Se trata, desde luego, de una figura a través de la cual se aprecia una interferencia más fuerte de la Corte en la esfera legislativa; sin embargo, no parece que los costes democráticos de esta institución sean tan graves. Esto es así porque la declaración sólo puede derivar de jurisprudencias por reiteración dictadas por los tribunales colegiados de circuito o por precedentes del Alto Tribunal, lo cual supone una limitación al elenco de órganos con capacidad para iniciar este procedimiento. Aunado a ello, la declaratoria deberá ser aprobada por una mayoría de cuando menos seis votos del Tribunal Pleno, es decir, la misma mayoría que se requiere para vencer la presunción de constitucionalidad de las leyes en el caso de la controversia constitucional y la acción de inconstitucionalidad. Todavía más, esta figura no será aplicable en el caso de leyes tributarias. Por todas estas características, es dable sostener que el juicio de amparo supone apenas una interferencia media/leve en lo que hace a la legitimación democrática de la garantía judicial.

Ahora bien, la intensidad del fenómeno contramayoritario no está únicamente relacionada con la conformación procesal de las garantías de la Constitución; sino que se halla vinculada, por último, con la posición institucional de la Suprema Corte. Cuando el Alto Tribunal ejerce funciones de control bajo la concepción de que se trata de un órgano especializado en el conocimiento de cuestiones materialmente constitucionales, su legitimación democrática se enfrenta a un predicamento mayor, no solo porque en ese caso ejerce un control concentrado, sino porque aquí el papel político del tribunal resulta más destacado (Ferrer, 2006, pp. 233-267). Para los efectos que ahora interesan, es relevante referir las consecuencias que ese papel político de la jurisdicción comporta en relación con el problema en comento (Sánchez, 2012, pp. 247-273). Así, en esta parte referiré cómo la asunción y la autopercepción de que la Corte es un auténtico tribunal constitucional —al menos desde la perspectiva material— favorece el ejercicio de un control más intenso (Cossío, 2013, pp. 136-151).

La idea del tribunal constitucional representa una constante no solo de la política constitucional sobre la Suprema Corte, sino también una concepción fundamental sobre la que se asienta la teoría desarrollada por el propio colegio judicial. Esta fisonomía sirvió conjuntamente para justificar los cambios en la estructura y distribución del trabajo del Alto Tribunal, como para justificar los nuevos y más intensos pronunciamientos generados a partir de la reforma constitucional de 1994. Estas trasformaciones institucionales inmediatamente dejaron sentir sus repercusiones sobre el problema contramayoritario, pues en última instancia a partir de ellas se puede fechar el nacimiento de una nueva forma de entender y operar la garantía judicial marcada por el perfeccionamiento de los mecanismos procesales para la defensa del orden supremo.

Bajo el paradigma del tribunal constitucional la Corte ensanchó las fronteras de la intervención sobre los demás poderes, no como una autoasignación arbitraria, sino como el resultado de un proceso de constitucionalización y fortalecimiento democrático mucho más comprensivo. Sin embargo, este protagonismo no ha estado acompañado de una teoría constitucional exenta de vaivenes (Rodríguez, 2012, pp. 10-12), lo cual acentúa los problemas de legitimación y dificulta la aceptación social y política de las interferencias de la Corte. Por todos, basta recordar ahora la posición veleidosa de la jurisprudencia sobre la inclusión de los derechos de fuente internacional en el parámetro de control de regularidad y la doctrina sobre la primacía de las restricciones constitucionales derivada de la contradicción de tesis 293/2011. En ese precedente, pese a que el Alto Tribunal reconoce que los elementos conformadores del bloque de constitucionalidad no se relacionan en términos de jerarquía, en un verdadero obiter dicta sostiene, no obstante, que cuando en la Constitución exista una restricción, deberá preferirse esta (Astudillo, 2014; 23-166; Cossío, Mejía y Rojas, 2018; y Silva, 2021).

Según Cossío (2008, pp. 136-173), la referencia recurrente a la naturaleza de la Suprema Corte como tribunal constitucional se ha usado con dos finalidades principales desde 1988: primero, para justificar el entendimiento de aquello que se ha hecho en cuanto a la organización, las competencias, los procedimientos o, en general, las funciones del Alto Tribunal; y otra, para poner de relieve lo que había de hacerse en el futuro sobre esas mismas áreas. El efecto de esta tendencia ha sido perjudicial porque la trayectoria judicial reciente parece cerrada a la contemplación de esa sola idea: consolidar a la Corte como tribunal constitucional sin que, en algunos extremos, quede claro con qué objeto se acomete semejante empeño. En opinión de Cossío un amplio sector de la doctrina y la propia teoría constitucional de la Corte está

encaminada [sólo] a ordenar los trabajos que pretendan realizarse respecto de una pluralidad de temas que de manera general pueden agruparse bajo la expresión de justicia constitucional: la organización de la Suprema Corte, el establecimiento de nuevos procesos en la materia y el ajuste de los ya establecidos o de las competencias existentes previamente. Ha sido, en otros términos, una idea-guía de la ingeniería de la justicia constitucional y, adicionalmente, de la manera de ir articulando la jurisdicción constitucional por quienes la ejercen o la hacen su objeto de estudio (Cossío, 2013, pp. 151-152).

En este punto queda claro cómo la idea-guía del tribunal constitucional incide en el problema contramayoritario porque favorece la aceptación de un modelo de control particularmente intenso. Si se confronta la trayectoria legislativa y se pasa revista a las principales razones que el constituyente permanente esgrimió para sustentar los cambios en la morfología del sistema de justicia constitucional, al menos hasta antes del proceso reformador de 2024, se verá que de manera reiterada se alude a la necesidad de que el Alto Tribunal tenga competencias más dilatadas para ejercer el control, no solo cuando ese ejercicio sea deducido a partir de una reclamación individual, sino también cuando la Corte es llamada a intervenir en una controversia suscitada entre diversos órganos o niveles de gobierno, ya sea de forma concreta o abstracta. Desde el momento en que la Corte asume ese escrutinio no como una función equivalente al ejercicio de la jurisdicción federal, sino como una labor propiamente constitucional que tiene como única referencia a la propia ley fundamental (Schmill, 2000, pp. 11-42), entonces el Alto Tribunal se asume a sí mismo como la fuente última para la interpretación cualificada del texto constitucional.

6.3. Deferentes, pero no siempre…

Por último, en este apartado analizaré algunos pronunciamientos de la Suprema Corte con el propósito de evidenciar cómo la apelación al carácter especializado de las cuestiones materialmente constitucionales, le ha permitido interpretar de manera flexible las normas que le otorgan atribuciones e, incluso, modificar a través de acuerdos generales el despacho de los asuntos de su competencia originaria, a fin de seleccionar solo los asuntos que el Alto Tribunal desea conocer en función de su importancia y trascendencia para el orden jurídico nacional. Pero también, en ciertos casos, autocontenerse y, de ese modo, morigerar el problema contramayoritario.

La interpretación “flexible” de las vías para ejercer el control se aprecia, en casos tan peculiares, como aquel en el que la Suprema Corte se vale de las llamadas consultas a trámite para generar pronunciamientos en torno a cuestiones constitucionales. Ese es el caso, verbigracia, de los expedientes radicados para analizar las acciones que le corresponden al Poder Judicial de la Federación en relación con las sentencias condenatorias dictadas por la Corte Interamericana contra el Estado Mexicano. Sin embargo, quizá el asunto más llamativo tenga que ver con el expediente Varios 698/2000-PL, a través del cual “la Suprema Corte habilitó una vía no prevista en la Constitución ni en las leyes para declarar la inconstitucionalidad de alguna ley que, en su opinión pudiera afectar la independencia del Poder Judicial Federal” (Román, 2020, p. 218) y, bajo ese mecanismo, declaró la inconstitucionalidad de normas generales. El caso se originó con motivo de la expedición de la Ley de Concursos Mercantiles que, pese a no haber sido impugnada por ninguno de los sujetos legitimados, en opinión del Alto Tribunal generaba una afectación a la división de poderes, por lo que el presidente del entonces Consejo de la Judicatura Federal —y de la Suprema Corte— optó por elevar una consulta sobre la cuestión al Tribunal Pleno. Al fallar la consulta, el Pleno arribó a una curiosa conclusión. Sostiene que, si bien en diversos artículos de la Constitución se prevén los medios de control jurisdiccional, no es menos verdadero que

en dichas normas no se contempla ninguna vía para estudiar y resolver si un precepto atenta contra la autonomía del Poder Judicial de la Federación y, por tanto, vulnera el principio de división de poderes. De ahí debe inferirse que, si bien no existe consignado un medio procesal de control constitucional específico para salvaguardar el orden constitucional, en ese caso, sí se encuentra establecido tácitamente, pues lo contrario conduciría a que actos y leyes de ese tipo permanecieran fuera del control constitucional, desconociéndose que la evolución de los referidos medios procesales para defender la supremacía constitucional, de manera fundamental a partir de la Constitución de 1917 y de sus diferentes reformas, ha perseguido que todos los actos de autoridad estén sujetos a control. Por consiguiente, si el presidente del Consejo de la Judicatura Federal plantea un problema de esa naturaleza en una consulta ante el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que, conforme al sistema constitucional, es el órgano supremo para decidir en forma terminal todos los asuntos de importancia y trascendencia nacionales que entrañen problemas de constitucionalidad de normas generales y cuestiones de interpretación directa de un precepto constitucional, debe concluirse que dicha instancia resulta procedente. Asimismo si, conforme a la fracción IX del artículo 11 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, el Pleno de la Suprema Corte tiene dentro de sus atribuciones conocer de las controversias que se susciten dentro del mismo, entre otras hipótesis, con motivo de la interpretación y aplicación de lo dispuesto por los artículos 9497 y 100 de la Constitución, relativos a los principios básicos que la misma establece sobre el referido poder, cabe inferir que resulta procedente una consulta formulada por el presidente del Consejo de la Judicatura Federal que se refiera a esas cuestiones y que tienda a prevenir y evitar que surjan esas controversias (tesis P. CLVII/2000).

Con todo, lo que ahora importa poner de relieve es la manera en que los pronunciamientos dictados por la Suprema Corte a partir de 1995 describen una tendencia doble en relación con el problema contramayoritario. Por un lado, algunos aspectos de la teoría constitucional del Alto Tribunal tienen interferencia directa sobre la intensidad de la dificultad contramayoritaria, como ocurre cuando en lugar de declarar la inconstitucionalidad de las normas para expulsarlas del ordenamiento, la Corte prefiere suplir las deficiencias del legislador, ampliar o restringir el ámbito de aplicación de los preceptos examinados o exhortar al Congreso para que modifique la ley en algún sentido concreto señalado por la judicatura (Figueroa, 2011). Por el contrario, en ocasión de otros casos, la Corte se muestra deferente con el legislativo a través de ejercicios de interpretación conforme para salvar la irregularidad; o bien, mediante el recurso argumentativo a la presunción de constitucionalidad como elemento para mantener en vigor las normas cuestionadas cuando la parte accionante del mecanismo de control no ha superado la carga argumentativa en contrario (Ferreres, 2012, p 197-278).

La primera tendencia exacerba el problema de legitimación de la garantía judicial porque supone el abandono del papel negativo o meramente depurador del tribunal constitucional. Cuando a través de las sentencias intermedias (Martín, 2003), la Suprema Corte decide suplir las deficiencias del legislador, incluir supuestos no previstos en la ley o restringir ciertas posibilidades hermenéuticas de las disposiciones sometidas a examen, el Tribunal no interviene para expulsar una norma, sino para incluirla en el sistema a través del sentido obligatorio de sus sentencias. Con ello, la Corte se convierte en un legislador positivo e interfiere decididamente en el ámbito de atribuciones del Congreso (Figueroa, 2011, p. XXXII). Por otro lado, cuando la Corte prefiere mantenerse deferente hacia el legislador, y con ello atenuar sus problemas de legitimación, acostumbra recurrir a mecanismos como la interpretación conforme, la presunción de constitucionalidad o la libertad de configuración legislativa, para sostener la regularidad de la materia impugnada.

Veamos ahora algunos elementos a través de los cuales el ejercicio jurisdiccional se despliega de tal modo que se atemperan sus costes democráticos.

A través de su jurisprudencia la Corte ha acuñado todo un filón argumental sobre las diversas intensidades con las que puede desplegar el escrutinio de constitucionalidad. Según los precedentes dictados en este campo, cuando se analiza la constitucionalidad de normas que inciden sobre los derechos fundamentales, especialmente en lo que tiene que ver con la aplicación legislativa de los principios de igualdad o no discriminación, está justificado un examen de constitucionalidad más estricto o exigente que cuando se analiza la constitucionalidad en casos distintos, donde cabe aplicar un test de exigencia normal. En esta parte la Corte sigue de cerca la teoría acuñada por la corte federal estadounidense, al grado de que ha producido reiterados criterios para justificar un escrutinio estricto de las distinciones legislativas fundadas en categorías sospechosas.

En efecto, bajo ese entendimiento la Corte sostiene la existencia de dos niveles de análisis de la constitucionalidad, uno de carácter ordinario y otro de rigor intenso (Santiago, 2007). El primero debe realizarlo el juez constitucional en los asuntos que no incidan directamente sobre los derechos fundamentales y exista un amplio margen de acción y apreciación para la autoridad desde el punto de vista normativo, como ocurre en la materia económica o financiera. En cambio, el escrutinio estricto se actualiza cuando el caso involucre categorías sospechosas detalladas en el artículo 1o., párrafo quinto, de la Constitución; se afecten derechos reconocidos por el texto constitucional o los tratados internacionales, o se incida directamente sobre la configuración legislativa que la Constitución prevé de manera específica para la actuación de las autoridades de los distintos niveles de gobierno [tesis 1a. CCCXII/2013 (10a.)].

La existencia de distintos niveles de escrutinio revela, concomitantemente, espacios donde el Congreso goza de mayores ámbitos de decisión, en la medida que la jurisdicción recorta el ámbito sobre el cual puede o debe pronunciarse. Solo cuando la actividad parlamentaria sea potencialmente lesiva para algún derecho fundamental u otro bien relevante desde el punto de vista constitucional, y precisamente por el tipo de valor que queda en juego, es indispensable que el ente que emita el acto o la norma razone su necesidad en la consecución de los fines constitucionalmente legítimos, ponderando específicamente las circunstancias concretas del caso. Si entonces se acepta que, en esos supuestos, el legislador debió haber llevado un balance cuidadoso entre los elementos que considera como requisitos necesarios para la emisión de una determinada norma o la realización de un acto, y los fines que pretende alcanzar y, en el caso, se estima que dicha expectativa fue defraudada, entonces la jurisdicción constitucional podrá desplegar ahí su virtualidad. En cambio, cuando la materia de análisis no tiene que pasar por una ponderación específica porque no se advierte alguna clase de merma para algún derecho fundamental, por regla general, el juez deberá deferir su juicio para respetar la libertad política del legislador.

Es por ello que en campos como el económico, el de la organización administrativa y, en general, donde se discutan cuestiones técnicas o políticas públicas respecto de las cuales existe libertad de acción para el legislador, la Corte asume que “un control muy estricto llevaría al juzgador constitucional a sustituir la función de los legisladores a quienes corresponde analizar si ese tipo de políticas son las mejores o resultan necesarias. La fuerza normativa de los principios democrático y de separación de poderes tiene como consecuencia obvia que los otros órganos del Estado deben respetar la libertad de configuración con que cuenta el Congreso en el marco de sus atribuciones”. En tales supuestos, el legislador posee mayor discrecionalidad, y ello “significa que en esos temas las posibilidades de injerencia de otros poderes son menores y, por ende, la intensidad de su control se ve limitada” (tesis P./J. 120/2009).

El escrutinio estricto supone que la presunción de constitucionalidad de la norma es más débil en los casos donde el legislador interfiere sobre los derechos fundamentales, sobre todo cuando dicha intervención cae dentro de las categorías sospechosas. Tal situación se proyecta en dos vertientes: por una parte, otra vez permite apreciar cómo la incidencia de los derechos fundamentales acentúa el problema contramayoritario; y, por otro lado, describe un filón mediante el cual la Corte puede tornarse exigente a la hora de examinar la regularidad de la ley. En efecto, el juego de factores aludido —niveles de escrutinio y presunción de constitucionalidad— abre un espacio para que la magistratura constitucional se autocontenga en beneficio del legislador democráticamente legitimado. Por eso, al Alto Tribunal sólo le correspondería llevar hasta sus últimas consecuencias el papel de intérprete definitivo de la regularidad en los casos donde no exista otra alternativa; esto es, “cuando la vulneración de la Constitución ha sido demostrada de manera indubitada” (De Lora, 2000, p. 55). Surge entonces el rol de la presunción de constitucionalidad como elemento para mitigar la intensidad de la interferencia sobre el legislativo. En consecuencia, atender a ese postulado, como explica Pablo de Lora, implica «que al que alega la inconstitucionalidad le corresponde la carga de la prueba y que ante la falta de elementos suficientes para constatarla se utiliza la presunción como forma de salir del impasse. La presunción de constitucionalidad opera por tanto ex post, una vez comprobada que la “prueba de cargo” no es suficiente para destruir la constitucionalidad de la ley» (De Lora, 2000, p. 63); porque a final de cuentas la acción legislativa se concibe también como una parte insustituible para la actuación del proyecto constitucional.

La deferencia legislativa ante la duda —in dubio pro legislatore— requiere que antes de que se produzca la declaración de irregularidad deban preferirse las opciones interpretativas que, dentro del marco constitucional, permiten conservar las normas secundarias en solfa (Sánchez, 2008). Así, la inconstitucionalidad solo deberá decretarse en los casos donde el vicio aparezca de manera patente y clara más allá de toda duda interpretativa, ya que con ello se favorece el principio de confianza hacia el legislador, se respeta su origen democrático y se fortalece la seguridad jurídica dentro del ordenamiento (Figueroa, 2013, pp. 240-241).

En principio nuestro sistema se decanta a favor de una presunción de constitucionalidad alta en tanto que para declarar la inconstitucionalidad con efectos generales en la controversia constitucional y en la acción de inconstitucionalidad se requiere una mayoría calificada de cuando menos seis votos, misma mayoría que se necesita para la declaratoria general de inconstitucionalidad prevista el artículo 107, fracción II, de la Constitución. Si ahora se toma como punto de referencia el nivel de votos necesarios para vencer la presunción de constitucionalidad y se toma en cuenta que ese número no varía aunque la Corte sesione con el mínimo de quorum previsto en el artículo 4º de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, es dable apreciar cómo la presunción de constitucionalidad se torna más fuerte al requerir un porcentaje creciente de votos a favor para lograr la invalidación, aunque en la sesión donde se discuta el asunto concurran menos integrantes de aquellos que integran el Tribunal Pleno.

Pero no solo. La Corte también sostiene el criterio de que las normas sometidas a examen de regularidad no pierden su presunción de constitucionalidad, sino hasta que el resultado del control así lo refleje. Esta situación es indicativa de la manera en la que puede salvarse el problema de regularidad mediante el recurso a la interpretación conforme, ya sea en sentido amplio o en forma estricta. Por ello, el fenómeno de inconstitucionalidad sobrevendrá únicamente en los casos donde la norma sujeta a examen no pueda “salvarse” mediante ninguna de esas posibilidades interpretativas. En otras palabras, la posibilidad de inaplicación o expulsión de las leyes por parte de la judicatura en ningún momento supone la eliminación de la presunción de constitucionalidad, sino que parte de este postulado al permitir diversas alternativas para salvar la integridad del ordenamiento en forma previa a la solución radical impuesta por el juicio de inconstitucionalidad.

Finalmente, la intensidad del control constitucional cede cuando el conflicto subyacente se califica como una disputa de naturaleza política. La improcedencia de los mecanismos de control ante controversias de ese cariz es ampliamente conocida en el caso del juicio de amparo; sin embargo, este supuesto de contención puede extrapolarse como una línea general para atemperar la intensidad de la objeción contramayoritaria. Ahora bien, la definición de cuándo se está frente a una cuestión meramente política no obedece a reglas predeterminadas en forma general. Por el contrario, el elenco de casos cubiertos puede ser extendido o restringido en función de la progresiva elaboración del concepto, de manera casuística, dependiendo de las particularidades de cada ordenamiento (tesis 1a. XXXVI/2008). En consecuencia,

con la finalidad de ejercer correctamente el control constitucional, es necesario observar la mayor prudencia en el uso de las facultades propias de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y discernir las causas justiciables de las que no lo son. En razón de lo anterior, aquellos casos que involucran el estudio de una cuestión meramente política no son susceptibles de análisis en sede judicial […], pues, si bien es cierto que a través [de los mecanismos de la jurisdicción constitucional orgánica] es posible plantear cuestiones que comporten aspectos de índole política, en atención a la naturaleza de las entidades, poderes u órganos legitimados para intervenir en el proceso, también lo es que, de examinarse asuntos que correspondan en su totalidad a esa esfera de actuación, se caería en la judicialización de cuestiones estrictamente políticas, excediendo con ello los fines y principios que con el aludido medio de control constitucional pretenden salvaguardarse (tesis 1a. XXXV/2008).

7. ¿Qué esperar del futuro?

Hasta ahora he dado un largo rodeo para demostrar que el problema contramayoritario admite una configuración gradual dependiendo de la actualización de una serie de factores normativos e institucionales, tal como lo establece la tesis 3. Al aceptar esta afirmación lo que he tratado de averiguar es en qué grado el problema contramayoritario resulta intenso dentro del sistema de control constitucional mexicano, incluso después de la reforma constitucional del quince de septiembre de dos mil veinticuatro. El producto de esta reflexión conduce a sostener la conclusión de que los problemas de legitimación del constitucionalismo en nuestro sistema no han desaparecido, debido a que la configuración procesal y el diseño institucional del sistema favorecen una presencia judicial fuerte en el ámbito de acción de los otros poderes del Estado. La conclusión no resulta intranquilizante porque esta gravedad es consustancial al Estado constitucional. Pero al decir esto parecería que se volvió al principio y se ha caído en el error de la argumentación circular: el punto de llegada bien podría haberse intuido desde el principio de esta reflexión. Sin embargo, una consideración detenida de las cosas muestra que alguna utilidad reporta el recorrido.

En este sentido, me parece que el control constitucional es justificable en la medida que sirve para prestar protección a los derechos fundamentales cuando las costumbres del poder no son muy propicias para ello. Aquí alguno podrá pensar que los derechos también estarían a salvo si la última palabra la tuviera el Congreso y que entonces la apuesta judicialista tiene que pagar un precio muy alto para obtener las garantías que pretende alcanzar. Pero esa no es una visión acertada, porque al fin y al cabo mientras nuestras democracias no alcancen un grado óptimo de desarrollo, la garantía judicial estará justificada. Por ello, reflexionar sobre el rol del poder judicial en una democracia, sigue siendo un empeño necesario.

Es cierto, por lo demás, que la reciente reforma constitucional en la materia tiene múltiples espacios que llaman a la desazón. Y es ese hecho el que debe llevar a cobrar conciencia de dos cosas. La primera es que los que corren no son tiempos para arrinconar la garantía judicial en una vitrina de museo, por el contrario, es preciso emprender con nuevos ímpetus la consecución de la idea que la justifica. Y el segundo aspecto que interesa no perder de vista es que la jurisdicción comporta un ejercicio siempre necesitado de justificación. Como explica Aharon Barak (2008) a propósito de la Corte israelí de la que fue presidente: el juez no está en una torre de marfil; sino que, el tribunal tiene sus cimientos precisamente —si se sigue con la metáfora de Barak— en las mismísimas colinas de Jerusalén. Estoy convencido de que reconocer este hecho nos hará tener mejores jueces.

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*Jesús Everardo Rodríguez Durón

Formación: Doctor en Derecho por la Universidad de Guanajuato; Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación (SNII/SECIHTI). Ocupación: Profesor de las maestrías en Justicia Constitucional y Ciencias Jurídico Penales, así como del Doctorado Interinstitucional en Derechos Humanos de la Universidad de Guanajuato. Líneas de investigación: Teoría y filosofía del derecho; derecho constitucional; teoría de los derechos fundamentales, justicia constitucional. Contacto: everardord@hotmail.com ORCID: 0009-0005-6970-2697

  1. 1 Semejante situación se corresponde con la profusa línea jurisprudencial seguida por la Suprema Corte, en el sentido de que el poder judicial, al ejercer el control de regularidad en materia de derechos fundamentales, “deberá realizar los siguientes pasos: a) Interpretación conforme en sentido amplio, lo que significa que los jueces del país —al igual que todas las demás autoridades del Estado Mexicano—, deben interpretar el orden jurídico a la luz y conforme a los derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales en los cuales el Estado Mexicano sea parte (…); b) Interpretación conforme en sentido estricto, lo que significa que cuando hay varias interpretaciones jurídicamente válidas, los jueces deben, partiendo de la presunción de constitucionalidad de las leyes, preferir aquella que hace a la ley acorde a los derechos humanos reconocidos en la Constitución y en los tratados internacionales en los que el Estado Mexicano sea parte, para evitar incidir o vulnerar el contenido esencial de estos derechos; y, c) Inaplicación de la ley cuando las alternativas anteriores no son posibles” [Tesis P. LXIX/2011(9a.)].  

  2. 2 Estos incisos se refieren a las controversias suscitadas entre “c) El Poder Ejecutivo y el Congreso de la Unión; aquél y cualquiera de las Cámaras de éste o, en su caso, la Comisión Permanente”, “h) Dos poderes de una misma entidad federativa”, “k) Dos órganos constitucionales autónomos de una entidad federativa, y entre uno de éstos y el Poder Ejecutivo o el Poder Legislativo de esa entidad federativa”, y “l) Dos órganos constitucionales autónomos federales, y entre uno de éstos y el Poder Ejecutivo de la Unión o el Congreso de la Unión”.