La ultraderecha
estadounidense
y las heridas
de la globalización

The American far Right and Globalization’s Wounds

Recibido: 19 de febrero de 2025
Aprobado: 2 de junio de 2025

Henio Millán Valenzuela

El Colegio Mexiquense, A.C.

https://orcid.org/0000-0003-0115-0636

Resumen

El objetivo de este ensayo es aportar una explicación del ascenso de Trump y de la ultraderecha estadounidense, centrada en las heridas que la globalización acarreó en la sociedad, especialmente en el ciudadano medio. El método consiste en sistematizar algunas reflexiones bajo un hilo conductor: el sentido de pérdida de la cultura y de la forma de vida que, en otros tiempos, le hacían sentir orgulloso de su nación. Los resultados sugieren que esas pérdidas son: a) la vida económica previa de clases populares y pequeños empresarios; b) la vida comunitaria de pueblos enteros, lo que menoscabó seriamente la democracia “desde abajo”; c) la cultura y la moral tradicional; y, d) el país de los padres y de los abuelos. La reparación de estas pérdidas constituye el grueso de la agenda de Trump: a) no ecología; b) no migración; c) no apertura comercial (aranceles); d) no empresas norteamericanas en el extranjero; e) moral básica de género; f) no más burocracia; y g) MAGA (Make America Great Again), lo que implica recuperar las hegemonías económica y militar de Estados Unidos; reactivar el expansionismo territorial; y volver a forzar a todas las naciones a plegarse a los deseos e intereses de ese país.

Palabras clave: Globalización, heridas, Estados Unidos de América,
sociedad, ultraderecha.

Abstract

The aim of this essay is to provide an explanation for the rise of Trump and the American far right, focusing on the wounds that globalization has inflicted on society, especially on the average citizen. The method consists in systematizing some reflections under a common thread: the sense of loss of the culture and way of life that once made one proud of one’s nation. The results suggest that these losses are a) the former economic life of the working classes and small entrepreneurs; b) the community life of entire villages, which has seriously undermined democracy ‘from below’; c) traditional culture and morality; and d) the land of parents and grandparents. Repairing these losses constitutes the bulk of Trump’s agenda: a) no ecology; b) no migration; c) no open trade (tariffs); d) no US corporations abroad; e) basic gender morality; f) no more bureaucracy; and g) MAGA (Make America Great Again), which means regaining US economic and military hegemony; reviving territorial expansionism; and forcing all nations back into submission to US desires and interests.

Keywords: Globalization, wounds, United States of America, society, far-right.

Henio Millán Valenzuela. Mexicano. Doctor en Ciencias Sociales y Políticas, por la Universidad Iberoamericana. Profesor-Investigador de El Colegio Mexiquense, A.C. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores e Investigadoras, con la categoría de Investigador Emérito. Líneas de investigación: instituciones y democracia, política social y pobreza.
Correo: hmillan@cmq.edu.mx

Introducción

El segundo ascenso de Trump al poder —esta vez con el contundente apoyo de la mayoría y no sólo de los votos electorales— parece ser una señal cada vez más elocuente de que el mundo está cambiando; y no para bien, como sucedió en los años veinte y treinta del siglo pasado ante el fracaso de las democracias para sortear exitosamente los retos económicos y sociales.

El cambio asume —la mayor parte de las veces— la forma de un intento por regresar a un pasado mítico que, según el sentir del imaginario colectivo y de los líderes de los populismos de reciente cuño, perdió el rumbo con la globalización, el neoliberalismo y los excesos de las democracias constitucionales. No solo se trata de que “todo pasado fue mejor”, sino también de que si se hubiese seguido el camino que ese pasado proyectaba, el mundo en lo general, y el país donde se habita en lo particular, serían espacios vitales mucho mejores que los actuales.

Este regreso al pasado para corregir los estropicios de aquella triada y retomar así la senda abandonada es un elemento común a los populismos tanto de izquierda como de ultraderecha. En el fondo, el sentimiento que los hermana es la sensación de pérdida, no sólo de la economía y de la política, sino sobre todo de la cultura del país; todas ellas arrebatadas por una élite tecnocrática en lo económico, hermética en lo político y liberal-progresista en lo moral. Esa élite —se piensa— despojó al pueblo de la dirección del proceso social e impuso valores ajenos a la cultura vernácula so pretexto de una modernidad universal, asociada a sus versiones contemporáneas: el neoliberalismo y la globalización.

La pregunta que anima estas líneas es: ¿qué le sucedió a la sociedad norteamericana para que otorgara un apoyo casi incondicional a Trump? La respuesta adelantada (hipótesis) es que experimentó un profundo sentido de pérdida que acarreó un fenómeno para el que, en contra de lo que creían los economistas, no estaba preparada. Para desarrollar este argumento, en la primera sección se explica la globalización como un fenómeno derivado del redespliegue industrial con aspiraciones universales. En la segunda se aborda la primera pérdida sensible: la de la vida económica. En la tercera, la disolución de la vida comunitaria, y en la cuarta, lo que podemos denominar “el país que forjaron los abuelos”. La quinta ensaya una descripción de la lógica de las bases sociales de Trump y de la ultraderecha. Como es costumbre, la sección final concluye.

La globalización y la universalidad

La globalización no es un fenómeno reciente. Se le puede ubicar como algo sustancial al nacimiento del capitalismo en el siglo XVI (Wallerstein, 1979 y 1998). Sin embargo, la última oleada arranca en los años setenta y ha dominado los intercambios económicos y financieros durante las décadas recientes.

El antecedente más conspicuo es lo que en su tiempo se llamó el redespliegue industrial (Fajnzylber, 1983). Fue la respuesta que los países industrializados dieron a la tendencia estructural al estancamiento que se registraba en los años setenta y que se expresaba en un fenómeno hasta entonces novedoso: la estanflación. La causa de esta tendencia de largo plazo fue que, por primera vez en la historia del capitalismo, los salarios crecían más rápidamente que la productividad (Millán, 1998), con la consecuencia de que detonaba una tendencia —también estructural— a la declinación de la tasa de ganancia, como la había pronosticado Marx1.

La solución tradicional de deprimir los salarios y enlentecer su evolución no parecía políticamente factible, en virtud de la fortaleza estratégica de los sindicatos en Estados Unidos y, sobre todo, en Europa y Japón. Por tal razón, el capitalismo apostó por otra salida: el redespliegue industrial. En pocas palabras, consistió en el abandono de las ramas industriales que hasta entonces habían dominado el dinamismo económico —la industria automotriz y la de bienes de consumo durable— , cuya productividad se había estancado, y su traslado a países de la periferia que cumplieran con dos condiciones: salarios bajos y cierto grado de industrialización, como era el caso de México, Brasil y los países del sureste asiático.

De esta forma, las naciones industrializadas podrían dedicar sus recursos hacia ramas que se vislumbraban dominantes en el futuro: aviación civil, robótica y la informática y la de nuevas herramientas industriales (Thurow, 1992). En cambio, los países subdesarrollados, receptores de las “viejas ramas”, operarían como plataforma de exportación hacia aquellas sociedades desarrolladas.

Al mismo tiempo, la producción de alimentos y materias primas, tradicionalmente enclavada en el tercer mundo, cambia de eje y se produce un desplazamiento del sur al norte.

Estos elementos dibujaron una nueva división internacional del trabajo que, a diferencia de la gestada en el siglo XIX, no intercambiaba productos primarios de la periferia por bienes manufacturados del centro, sino productos tecnológicamente intensivos y alimentos provenientes del primer mundo por bienes durables, especialmente automotrices, de origen periférico. El problema estructural de esta nueva división del trabajo es que en ella no cabían todas las naciones del mundo, como sucedía con la primera: todas registraban bajos salarios, pero no todas habían alcanzado el grado de industrialización requerido para su nueva labor. El redespliegue industrial anunciaba el carácter excluyente que más adelante tendría la globalización.

Para que los flujos comerciales que delineaba el redespliegue industrial fueran posibles, era necesaria la apertura de los mercados en todos los frentes: el de bienes, el de servicios, el financiero y, en algunos casos como el europeo, el laboral. La apertura comercial cumpliría con dos funciones: en primer lugar, eliminar el sesgo antiexportador asociado a la protección efectiva (Cacholiades, 1989); en otras palabras: hacer más rentable la producción para el mercado externo que para el interno. Y, en segundo, acicatear la competencia y obligar a las empresas nacionales a buscar mayores niveles de competitividad. Las naciones más avanzadas del centro lo harían con intensas innovaciones tecnológicas y la formación de capital humano altamente capacitado, mientras que las plataformas exportadoras periféricas privilegiaron la depresión de los salarios reales y la desigualdad del ingreso, impulsada —por lo menos en sus primeras etapas— por una creciente dispersión salarial (López-Calva y Lustig, 2009).

La búsqueda de competitividad se volvió compulsiva y, por ello, no podía faltar el desmantelamiento del Estado de bienestar y la desregulación gubernamental de los mercados estratégicos y de los financieros. Con ello se perseguía liberar al mercado de cualquier distorsión y hacer del sistema de precios relativos el único mecanismo de asignación de los recursos.

En suma, el redespliegue impulsó la globalización e hizo indispensable que fuera acompañada por políticas públicas de corte neoliberal que, en su tiempo, se condensaron en el “Consenso de Washington”. Por convención, se considera que el arribo al poder de Thatcher en 1979 y de Reagan 1981 como los dos hechos simbólicos que legitiman el proceso ya en curso de esta nueva ola de globalización.

Sin embargo, la globalización no desembocó en flujos planetarios de intercambios económico-financieros, sino principalmente en la conformación de bloques económicos, regidos por tratados de libre comercio (América del Norte), uniones aduaneras y posteriormente comunidades económicas y políticas (Unión Europea o el Mercosur) o asociaciones estratégicas (Asia-Pacífico). Esos bloques se caracterizaron por el libre intercambio de bienes, servicios, de capitales, como unidad básica, a la que se podía agregar una política arancelaria común frente a terceros, libre movilidad de personas (espacio Schengen europeo); moneda común, etcétera. Lo común a todos ellos fue el libre intercambio de mercancías, servicios y capitales.

Pero la globalización nunca significó libre intercambio económico de alcance planetario. La forma principal que adoptó en los hechos fue la regionalización y la configuración de bloques, sin que ello significara que el comercio internacional se restringiera exclusivamente a sus integrantes. Actores fuera de los bloques aparecían y desaparecían hasta convertirse en jugadores globales, como fue el caso de Japón en las primeras etapas, y de China, más recientemente.

En el plano cultural, la globalización trajo consigo el desarrollo de las comunicaciones que, a diferencia del pasado, posibilitaron el intercambio de información, de conocimiento, de modas y, en general, de la cultura. Todos esos intercambios apuntaron al ideal moderno: la uniformidad universal de la esencia humana. Desde Descartes (2020), pero sobre todo desde la Ilustración (Moscoso, 2005), arraigó la idea de que si al ser humano se le despojaba de todos los prejuicios, de la religión, de las costumbres y, en general, de sus características idiosincráticas, quedaría en su naturaleza más pura: guiado sólo por la razón. En la medida en que esta fue considerada la esencia del ser humano y que es la “cosa mejor repartida” (Descartes, 2020), los humanos se distinguían por ser naturalmente iguales. Esta verdad es evidente, escribiría más tarde Jefferson en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (Jefferson, 1776).

El corolario era nítido: habría que liberar a la persona de cualquier sesgo vernáculo que le impidiera pensar racionalmente; y por racional se entendía que, frente al mismo problema, todos pensarían y actuarían de la misma manera. Es más, el imperio de la razón llevaría a tener el mismo tipo de moral, la que dicta el imperativo categórico kantiano (Kant, 1785/2020).

De esta forma, la globalización parecía plasmar el ideal de cultura universal, fincada en la racionalidad, y —a partir de ahí— la consecución de un solo tipo de hombre (uniforme), de una sola cultura (cosmopolita), de un solo un tipo de economía (capitalista de libre mercado), de un solo tipo de arreglo social (el moderno), de solo un tipo de régimen político (la democracia liberal) y de solo un tipo de moral: el individualismo auto-interesado, pero ahora carente de los frenos que el proyecto de modernidad de la Revolución Francesa le había impuesto con los conceptos de solidaridad, república, nación, patria y de “voluntad general” de Rousseau (1976), que resumían la subordinación de los intereses particulares al bien común (Wokler, 2001).

Cualquier tipo de desviación de estas formas aspiracionales de vivir la globalización, fue considerada como una aberración ideológica, moral y política, y un atavismo premoderno que impedía no sólo el progreso material de hombres y naciones, sino también de la autorrealización humana.

Rasgos histórico-estructurales
de la ultraderecha estadounidense

A pesar de su complejidad, dos cosas se pueden afirmar con cierto grado de certeza de la ultraderecha estadounidense: por un lado, reacciona a cambios políticos, económicos o sociales que ocurren en la historia del país del norte; y por el otro, exhibe rasgos estructurales, que alternan ponderaciones distintas, según sea el problema que perciben sus promotores como los más amenazantes. El primero de ellos, es la supremacía blanca. El sentimiento de superioridad que embarga a los blancos puede rastrearse en el “Destino Manifiesto”, que suministraba la autoridad moral para invadir y ocupar tierras ajenas: primero las del oeste; después, las mexicanas; y más tarde, las de cualquier nación.

Pero es la derrota que sufre el sur en la guerra civil el verdadero hito histórico que marca su nacimiento. De ahí van a surgir los movimientos del Ku Kux Klan (KKK), que traducen aquel sentimiento en otro componente del ultraderechismo vernáculo: el racismo contra afroamericanos. Manifiesto y violento, como sucedió en su oleada decimonónica y en la segunda década del siglo XX; o físicamente menos agresivo, pero igual de humillante, durante la lucha por los derechos civiles en los sesenta del siglo pasado.

A la par se va desarrollando otro ingrediente de la ultraderecha: el nativismo. Es decir, la convicción de discriminar a los que no son nacidos en la región sureña. No es lo mismo ser blanco de Alabama o Georgia que de Nueva York. Este rasgo arraiga al intento de preservar la cultura y las formas de vida del deep south frente a los yanquies triunfadores. Se trataba de forjar un cinturón identitario de carácter, en principio, regional, que filtrara y minimizara la influencia de otras partes del país. Luego se tradujo en un fenómeno nacional, fincado en condiciones adicionales: no sólo es necesario ser blanco, sino además de origen anglo-sajón y de confesión protestante. Esto se tradujo en un sentimiento claramente anti-inmigrante, que repudiaba no sólo a los de otro color de piel, sino a irlandeses, italianos y judíos: el núcleo básico de las migraciones de fines del siglo XIX y principios del XX.

En el terreno político, el rasgo predominante de la ultraderecha es su animadversión contra la injerencia estatal en los procesos sociales. La repulsa abarca tanto el anticomunismo como el antiliberalismo. Pero hay que aclarar que en Estados Unidos ser liberal es estar a favor de la intervención del Estado y de los derechos sociales. Es decir, lo contrario de lo que define la teoría política: la subordinación de todo constructo social al individuo. Por eso, este rasgo puede ser replanteado como un sentimiento antigubernamental, que va a derivar en un rechazo generalizado a la clase política de Washington. El origen puede ser encontrado en las diferentes estructuras económicas del sur y del norte, desde inicios del siglo XIX. Mientras, los estados meridionales reposaban en el cultivo del algodón y del tabaco, que necesitaban del libre comercio —algo común a todas las economías fincadas en la agricultura de plantación—, los Estados del norte practiban políticas industriales activas, señaladamente las de carácter proteccionista. Y ello quiere decir, Estado.

La primera pérdida: la vida económica de las clases populares y pequeños y medianos empresarios en los Estados Unidos

En general, el proceso de apertura económica y el libre comercio suscitan dos tendencias contradictorias: por un lado, impulsan las exportaciones; por el otro, desplazan la producción para el mercado interno por bienes de origen foráneo. En la medida en que la nueva oleada de la globalización partió de una base económica desigual, no todas las unidades económicas estaban en condiciones de competir. Solo las más grandes y con alcances trasnacionales podían hacerlo. Fueron ellas las que se orientaron hacia los mercados internacionales y, la más de las veces, desmantelaron sus plantas en las localidades de origen y —de conformidad con el redespliegue industrial— trasladaron sus operaciones a otros países que ofrecían ventajas competitivas.

En el caso de los Estados Unidos —que es el que nos ocupa—, cientos de pueblos (factory-town) que dependían casi en su totalidad de la fábrica que por años producía en esas localidades, desaparecieron al cerrar las plantas trasladadas a otras naciones. No sólo los empleados que ahí vivían fueron despedidos, sino también infinidad de pequeños comercios de ropa, comida, diversión, bares y los propios ayuntamientos fueron afectados. De esta forma, los pueblos se vaciaron y se hundieron en la pobreza relativa.

Por otro lado, las pequeñas y medianas empresas, orientadas a abastecer el mercado interno, sufrieron el embate de bienes de origen foráneo y en infinidad de casos no pudieron resistir la competencia. Muchas de ellas tuvieron que quebrar y, en el mejor de los casos, convertirse en pequeñas unidades comerciales que, por definición, solían ocupar un menor volumen de empleo por unidad vendida.

Los despidos y las quiebras masivas menoscabaron sensiblemente los salarios reales, en virtud del exceso de mano de obra frente a una demanda laboral deprimida. El resultado fue una mayor concentración del ingreso que revirtió la famosa vida igualitaria ligada a la expansión de la clase media norteamericana.

Pero con el desempleo ocurrió un hecho estructural más grave: la obsolescencia de las capacidades laborales del trabajador norteamericano, reputado hasta entonces por sus altos niveles de productividad. De repente, la revolución tecnológica asociada a la globalización no sólo activó el típico desplazamiento del trabajo por las máquinas, sino también —y sobre todo— la inadaptabilidad de las capacidades, hasta entonces vigentes, a las nuevas formas de producción. El antiguo y orgulloso obrero estadounidense de las grandes fábricas ya no cabía en la nueva estructura que delineaba la nueva oleada de la globalización.

La segunda pérdida: la vida comunitaria

En virtud de que generalmente aquellas localidades eran de tamaño relativamente pequeño, por la escasa diversificación productiva, tejieron una red de vínculos y lealtades personales entre empleados de la fábrica y entre estos, y los beneficiarios indirectos de la principal actividad económica. Esos lazos eran típicamente premodernos (como el de una familia ampliada por una red de amigos que abarcaba prácticamente a la totalidad del pueblo); y por lo mismo, contravenía el espíritu moderno de la globalización. Al desmontarse las plantas y vaciarse esos pueblos, no solo la afectación fue económica, sino también existencial: muchos de esos vínculos se rompieron o se olvidaron, dejando atrás la experiencia de vivir y compartir en comunidad. La obra de Putnam Bowling Alone (2000) refleja claramente la pérdida de comunidad.

A diferencia de la sociedad, la comunidad es una extensión de una unidad básica de carácter colectivo: la familia. Tiene muchas desventajas frente al individualismo moderno, pero tiene una gran ventaja: asegura la cooperación y, por esta vía, la cohesión social. Es decir, se cimenta en lo que Durkheim (2012) llamaba “la solidaridad mecánica”. Basta que un hijo nos pida ayuda, para brindársela, sin esperar nada a cambio. Esta sensación de no estar solo ante la adversidad, sino que se puede esperar razonablemente que la comunidad o algunos de sus miembros vendrán en nuestra ayuda cuando encaramos un problema, no es otra cosa que la extrapolación de los vínculos de parentesco a la vida comunitaria. Con la desaparición del empleo, también lo hicieron los mecanismos de cultivo de los vínculos personales, como el bar, los deportes colectivos, las reuniones de adolescentes en lugares alejados, etcétera. Y con su desvanecimiento, apareció la sensación de estar solo frente a una incertidumbre cada vez más grande. No se trataba de que ahora la gente no quiere ayudar, sino de que no hay gente que ayude.

Y la pérdida de comunidad no es algo trivial, en la medida en que, como percibió acertadamente Tocqueville (2020), ha sido durante siglos la base de la democracia norteamericana. Ahí, en las pequeñas comunidades se asistía a la iglesia, a la reunión de padres de familias, a las asambleas y se tomaban las principales decisiones.

La tercera pérdida: la cultura

En el mundo, pero particularmente en los Estados Unidos, la cultura popular fue desplazada por dos tipos de movimientos elitistas. El primero es de índole claramente moderna; y el segundo, de naturaleza posmoderna. Los dos florecen en la Costa Este de esa nación. Aquel se articula en torno al hombre de negocios exitoso, oportunista y sin escrúpulos, que generalmente labora en las esferas financieras o es un CEO de grandes empresas. Vive en Nueva York o en alguna otra metrópoli cosmopolita, por donde transitan los grandes flujos financieros. Viste impecablemente.

Esta imagen es más propia de los Estados Unidos que de Europa o Japón. Y ello se debe a que, como lo ha demostrado Piketty (2014), la globalización y el neoliberalismo reconcentraron el ingreso a partir de los ochenta de dos formas distintas: la anglosajona, propició que el 1 % más rico de la distribución del ingreso no estuviera basado en los dueños de las grandes empresas, sino en los financieros y CEO, mediante sueldos y bonos recibidos por su gestión de organismos y empresas que pertenecían a otros; no a ellos2. A partir de ahí se proyectó la imagen del “yuppie”: un joven ejecutivo urbano, sumamente ambicioso. La película American Psycho caracteriza muy bien a este tipo social y dibuja con agudeza el ambiente desquiciado de la descarnada competencia interpersonal por el estatus labrado por el dinero.

La imagen del yuppie financiero se imponía en los ochenta y noventa como aquella forma de vivir “comme il fault” (como se debe): enriquecimiento sin producir nada y acceso a placeres cosmopolitas; totalmente fuera del alcance del estadounidense común. Esta imagen contrastaba fuertemente con la realidad que vivían y podían vivir obreros, campesinos y, en general, el estadounidense medio de los estados del Mid-West o en el sur profundo (Deep South). Así surge un sentimiento de animadversión contra esta élite y, por extensión, hacia los políticos de Washington, notablemente influidos por ella, no sólo por la imbricación de intereses, sino por la adopción del común del estilo de vida.

La segunda vertiente se ha vuelto hegemónica. Se trata de la cultura “woke” (despierto, aguzado). Sus orígenes se encuentran en la protesta negra y revivió recientemente a raíz del movimiento “Black Lives Matter” (Brounstein, 2024). Se difunde como pólvora al resto de la comunidad intelectual, estudiantil, al profesorado universitario y a las clases medias y altas. Pretende ser un llamado a estar alerta, a denunciar y a oponerse a cualquier tipo de injusticia. De esta forma, abraza el antirracismo, la política de género, el feminismo, la defensa de los movimientos LGBT+, el multiculturalismo, el ecologismo, el indigenismo, la apertura a la inmigración, etcétera. En fin, la defensa de cualquier grupo social en desventaja; desde las mujeres y los homosexuales hasta los indígenas.

El núcleo del pensamiento woke es la identidad subjetiva. Es decir, el derecho a ser diferente, tal y como uno es o quiere ser. Esto significa incrustar la democracia liberal en un dilema. Por un lado, esta se finca en el derrumbe de las jerarquías sociales reconocidas jurídicamente, que prevalecen en las sociedades premodernas, especialmente las feudales y esclavistas. La modernidad la convierte en una de sus principales banderas y la vuelve una condición ineludible de la autorrealización individual (escoger y desarrollar el proyecto de vida que se quiere vivir). La fórmula democrática más elocuente se consigna como la “ceguera ante las diferencias” (Taylor, 2009): todos los ciudadanos son concebidos como iguales ante la ley y ninguno vale más que otro, a pesar de que sea diferente en dinero, estatus social, educación, etcétera. De esta forma, es perfectamente congruente con la lucha que sostienen los pueblos colonizados, los indígenas, los LGBT+, las mujeres, los de raza no blanca…, por ser considerados iguales por la cultura hegemónica. Es decir, la lucha por ser reconocido como igual.

Pero el problema es que la identidad también implica especificidad: algo que hay en mí que me hace ser particular. Que me permite ser lo que yo quiero ser: mujer, indígena, homosexual, negro. La demanda de esta identidad es lo que se conoce como “la política de la diferencia” (Taylor, 2009). Pero la democracia liberal exige que esa diferencia sea soslayada; y, en su lugar, demanda que esos grupos sociales minoritarios u oprimidos se incrusten en la cultura hegemónica y adopten una identidad que es común a esa cultura, pero que no es la suya. Por tanto, les impone una identidad falsa que impide la autorrealización individual (ser lo que uno quiere ser). Es decir, incluye, pero a condición de que se renuncie a la identidad; o se reconoce esa identidad, pero a cambio de ser socialmente excluido. En el primer caso, por ejemplo, la cultura dominante exige una mujer no solo subordinada al varón, sino procreadora, heterosexual y pendiente del cuidado (aunque sea compartido) de los hijos. No concibe una mujer independiente, que decide permanecer soltera, que goza de su sexualidad en el tiempo y la forma que le parezca. En el segundo, si esa mujer opta por esa vía será excluida socialmente por la cultura dominante al tildarla de ligereza moral.

El problema con la cultura woke es que pronto cedió ante sus raíces postmodernas. En forma breve, la posmodernidad es una reacción frente a la modernidad, en la medida en que postula el fin de los metarrelatos (Lyotard, 1987). Es decir, de aquellos discursos que prometían la liberación de la humanidad al adoptar ciertas formas de arreglo social: capitalismo libre, socialismo, comunismo, budismo, etcétera. En el mundo contemporáneo no existe nada liberador que transforme la sociedad y, por este medio, mejore la condición humana, como alguna vez planteó Marx en los manuscritos del 44 (Marx, 1970).

La conclusión posmoderna condujo a un postulado contundente: si la sociedad no entrañaba las potencialidades liberadoras que una vez había prometido, lo único que quedaba era el hiper-individualismo. El “yo” es lo único que importa. Si en la premodernidad, Dios es la medida de todas las cosas y en la modernidad el hombre es esa medida3, en la posmodernidad, “yo” soy la medida de todas las cosas. Lo bueno es lo que me favorece, lo que me gusta, lo que me da placer. Lo malo, lo contrario: lo que no me conviene, lo que me disgusta, lo que implica deber y obligación.

El hedonismo individualista es el centro de la posmodernidad. Por ello hay que deshacerse de las “amistades tóxicas”; del deber hacia la patria, hacia los demás, hacia las obligaciones, hacia el cuerpo. Es lo que Lipovetsky llama “El crepúsculo del deber”. Si no nos gusta, hay que abandonarlas, desecharlas o cambiarlas. Lo mismo sucede con el cuerpo en que se habita, con el sexo asignado por la biología, con los trabajos que no complacen, con la tiranía de la naturaleza. Pero sobre todo, con la dictadura de lo racional, que tanto encomia la modernidad. La racionalidad es una prisión que, al obligar a los seres humanos a actuar y pensar coherente y congruentemente, limita las posibilidades vitales. La verdadera vida se vive en la contradicción y en el absurdo.

El movimiento woke devino hegemónico y se difundió en Europa y América Latina entre las élites “progres”. De hecho, sus banderas legitimaron su autoproclamación como la verdadera izquierda contemporánea. Las viejas luchas sociales con connotaciones claramente clasistas y populares aparecieron en la mayoría de los casos como antigüedades de museo, o subsumidas a una lucha más general: la lucha por el reconocimiento de la identidad. Esta es la posición del mayor exponente de la teoría: Honneth, quien a pesar de liderar la escuela de Frankfurt, de sólida tradición marxista, postula que no es la lucha de clases sino la lucha por el reconocimiento el motor de la historia y la gramática con la que debe escribirse toda teoría de la sociedad (Honneth, 1995). En su polémica con Fraser (Fraser y Honneth, 2006; Honneth, 2009), niega que las reivindicaciones sociales puedan darse al margen de la lucha por el reconocimiento y representen una vía paralela de la evolución social, como plantea Fraser. Sin embargo, estudios recientes niegan que el movimiento woke sea igual a izquierda, como suelen presumir sus feligreses (Newman, 2024). Para ellos, la izquierda contemporánea se reduce la lucha por: a) la ecología; b) la política de género; y c) la diversidad cultural con todos sus derivados: indigenismo, folklore, sexualidad, migración, etcétera.

A pesar de la justicia de sus banderas, el movimiento woke no tardó en derivar en excesos que abiertamente incurrían en la irracionalidad posmoderna hasta rayar en el absurdo (Brounstein, 2024). El primero de ellos fue negar la determinación biológica del sexo. Como dice este autor, lo único que contaba era la conciencia y si esta obligaba a concebirse mujer, aunque se fuera hombre, debería tratársele como tal. Lo mismo sucedía, si la autopercepción era de carácter trans-especie: una persona que se percibía como jirafa se sentía con el derecho a exigir que los demás lo reconocieran y lo trataran de esa forma. De la lucha por la igualdad racial, se transitó a considerar a todo hombre blanco un racista estructural; de la pugna por la igualdad de género, se pasó a considerar a todo varón un machista irredento, a pesar de que muchos hombres simpatizaban abiertamente con las demandas feministas. Así se demandó la deconstrucción (un término con aroma a Derrida) de la masculinidad y la reconfiguración de un nuevo tipo de masculinidad. No bastó con exigir el reconocimiento oficial y social de un tercer género (el no binario), sino que se adoptó una actitud semifascista al señalar y condenar a quien no modificara el lenguaje en favor de la sustitución de las letras con intenciones aclaratorias del tipo de género con la ambigüedad de la letra “e”.

Cuarta pérdida: el país de los padres
y los abuelos

Hasta los años cincuenta, el estadounidense sentía un enorme orgullo por su país. No sólo era la primera economía mundial, sino el más poderoso de la tierra; el ejemplo de una democracia exportable; el justiciero internacional; el policía del mundo, capaz de someter cualquier acto de rebeldía en cualquier lugar del planeta. Y, además, la fuente más importante de innovación tecnológica; el de mejores niveles educativos; el de una población mayoritariamente de clase media, entre otros atributos.

Y, muy importante, un país esencialmente WASP (White: blanco; anglo-saxon: anglosajón; y protestant: protestante). De facto, los que no llenaban este perfil deberían ocupar un papel inferior en la escala social: italianos, irlandeses y judíos en el siguiente escalón; asiáticos, en el siguiente; y latinos y negros, en la parte más baja. Más allá de los grados de tolerancia, la convivencia de varias razas en los mismos barrios era poco usual y los precios de los terrenos se depreciaban cuando alguna familia de color o latina llegaba al vecindario. Menos usuales aún eran los matrimonios interraciales.

La tolerancia en la convivencia variaba de una región a otra, siendo más inflexible el caso del sur. Con independencia del grado de tolerancia hacia los no-wasp, una actitud era común en todo casi en todo el país: la de considerarlos y hacer que se consideraran socialmente subordinados a cualquier wasp. Para decirlo en forma extrema, pero no tan alejada de la realidad: un negro con doctorado era visto y debía verse a sí mismo adscrito a un estatus inferior y siempre alerta para complacer al blanco, anglosajón y protestante; es decir, al estadounidense típico, aun cuando este fuera un delincuente. La asunción de que la diferencia racial debería traducirse de forma natural en una relación subjetiva en la que una de las partes debería de exhibir mansedumbre hacia la otra, era un sentimiento introyectado hasta en las personas que se consideraban liberales (progresistas).

La lucha por los derechos civiles y la contracultura hippie de los sesenta fueron las semillas que empezaron a cuestionar seriamente esa actitud. A ello se sumaron los movimientos de los “Black Panters”, así como la mayor presencia de otras etnias en las universidades norteamericanas. La supremacía wasp empezó a tambalearse.

Pero fueron las grandes oleadas de migrantes no europeos (mexicanos, latinoamericanos, asiáticos, haitianos, africanos) las que dieron el golpe final. El estadounidense medio sintió que su país ya no era el suyo; que cada vez era habitado por extraños que en sus propias localidades no acostumbraban a hablar inglés, sino su idioma original; y que, además, imponían sus costumbres (tacos, comida tai, música tex-mex). Pero lo peor era que en su vida cotidiana habían abandonado la mansedumbre de antes y, en su lugar, exhibían una arrogancia provocadora: hablar español en voz alta; volumen elevado de su música; ocupar puestos directivos en las operaciones fabriles, etcétera. En suma, cada vez se sentían unos “extraños en su propia tierra” (Hochschild, 2016). Esta fue la primera sensación de que el país de los abuelos y de los padres se les iba de las manos. Ello cimentó un acentuado sentimiento anti-migrante, a pesar de la importancia de los extranjeros en la economía nacional.

La segunda fuente de pérdida del país de los abuelos fue la declinación de Estados Unidos como potencia hegemónica. Aunque se había dejado sentir desde el fin de la guerra de Corea (1950-1953), cuando no pudo derrotar a la izquierda del norte, fue la falta de victoria militar, pero sobre todo la derrota simbólica de la guerra de Vietnam, la que inauguró la tendencia al declive. Aunque pudo deponer a Allende en Chile, aprehender a Noriega en Panamá, invadir Granada..., su capacidad para tener victorias contundentes fue menguando cada vez más, como elocuentemente muestra el caso de Afganistán y los talibanes. Pero lo más importante consistió en el gran deterioro que experimentó la legitimidad de sus invasiones e intervenciones en otras naciones. Ya nadie se creía el cuento de que se realizaban con el propósito de imponer la democracia, y cada vez arraigó la idea de que era la forma más cínica de defender sus intereses y el de las compañías norteamericanas.

El caso de América Latina es paradigmático: hasta los sesenta la región era, efectivamente, el patio trasero de los Estados Unidos. Una llamada del secretario de Estado o una visita del embajador al gobernante en turno era suficiente para alinear su comportamiento a los deseos norteamericanos. Eso pasó cada vez menos y las naciones latinoamericanas exhibieron márgenes más amplios de autonomía. En el caso de Asia, la emergencia de China y la capacidad armamentística de Nor-Corea disminuyeron la influencia de Estados Unidos en el Mar de China, cuando antes —gracias a la alianza con Japón, Filipinas, Corea del Sur y Taiwán— era decisiva. La caída del sha de Irán, un aliado incondicional, y el ascenso de los ayatolas chiítas, cimentaron un fuerte sentimiento antiestadounidense en Medio Oriente. Lo mismo sucedió con el pueblo palestino y varias naciones árabes, adversarias de Israel.

Cuando cayeron el Muro de Berlín (1989) y la URSS (1991) se tuvo la impresión de que el mundo bipolar había terminado y que los Estados Unidos habían triunfado en la Guerra fría. Pero la emergencia de la Unión Europea y la reconstitución de la hegemonía que operó Putin, hicieron cada vez más evidente que era una ilusión y que la multiculturalidad del mundo era la nueva realidad geopolítica. En este mundo, Estados Unidos era incapaz de imponer sus decisiones no sólo al resto del orbe, sino a sus aliados tradicionales. La emergencia de China como potencia militar debilitó aún más su posición hegemónica.

Otro tanto sucedió con la economía. La globalización, aunada a la menor capacidad para imponer sus intereses en el resto del planeta por la fuerza o la coerción, mostró una economía mucho menos competitiva de lo que se creía. En un principio, Japón pareció asumir el liderazgo de la globalización; después Europa y, más recientemente, China. La competencia con otras regiones provocó que, en contra de lo que se piensa, Estados Unidos no fuera el principal beneficiario de esa oleada de libre comercio. Antes bien, como lo muestra la Figura 1, su participación en el producto mundial declinó abruptamente:

Figura 1. La participación de los Estados Unidos de América en la economía mundial

Nota. The World Bank.

Aunado a esta menor participación, los Estados Unidos han mantenido una cuenta corriente de la balanza de pagos constantemente deficitaria, lo que a los ojos del estadounidense medio (incluido Trump) significa que pierde en su comercio con el resto del mundo.

Figura 2. Cuenta corriente trimestral de los Estados Unidos de América y balances de sus componentes

Nota. Buró de Análisis Económico de los Estados Unidos de América.

En realidad esta percepción es errónea, porque el verdadero mensaje de este déficit es que USA está importando capital. De otra manera: el resto del mundo, sobre todo China, le está prestando a través de la compra de bonos del Tesoro (T-Bills). Pero lo que sí revela es que la sociedad norteamericana (familias, empresas y gobierno) está endeudada. Ello es otro signo adicional de la debilidad creciente de la economía norteamericana vis a vis el resto del mundo.

El corolario es que el estadounidense medio siente que ha perdido su país, porque de cara a la diversidad cultural, piensa que vive como un extraño en su propia tierra; pero también percibe que su nación ha perdido su antigua grandeza, tanto en el terreno militar como en el económico. Ello es lo que provoca que el lema favorito de Trump sea MEGA (Make America Great Again: hacer grande de nuevo a América).

Las bases sociales de Trump
y de la ultraderecha norteamericana

Para decirlo pronto, la base social de Trump son las clases populares depauperadas (obreros, clases medias, pequeños empresarios), que constituyen el grueso de lo que podemos tipificar como el ciudadano medio. Son ellos los grandes perdedores de la globalización y los que han conformado el motor más potente de la emergencia de la ultraderecha.

El sentimiento de pérdida abarca un campo mucho más amplio que el de la economía. También sienten que han perdido su vida comunitaria y, con ella, las células más básicas de la democracia norteamericana. Hoy sienten que la política que afecta su vida cotidiana (la apertura comercial, la eliminación de los subsidios, la salud, la educación, entre otras) ha escapado de sus manos y ahora se gestiona en Washington por políticos cada vez menos atentos de sus necesidades y más propicios a guiarse por las tentaciones del poder. Con esta pérdida se han roto lazos entrañables y el sentido de solidaridad que brinda la vinculación personal.

Pero también sienten que se han perdido las bases más simples de la moral, de lo que es correcto y de lo que no lo es. Se les enseñó que el género contemplaba dos sexos y ahora les dicen que existen varios; que el interés personal debe sacrificarse al bien común, especialmente al deber a la patria, el trabajo, a los demás, al deber de mantener la biología corporal, etcétera. Y ahora impera la idea de que el único deber legítimo es hacia la propia persona; a lo que le causa placer. Que es legítimo desembarazarse de todo lo que signifique incomodidad y obligación. Los niños pueden ser atendidos en la escuela o guarderías, o entretenerlos en diversas actividades; a los viejos, se los manda a un asilo y se les olvida. Las amistades se mantienen mientras dura el dispositivo que posibilitó la convivencia (el trabajo, la escuela, la vecindad); y el matrimonio, mientras uno se sienta cómodo. Se conserva la monogamia, pero es rotativa. Nada es firme, porque nada es obligatorio. Todo es legítimo. Es lo que Bauman (2005) llamó el “amor líquido”, para referirse a la fragilidad de los vínculos humanos.

Y quienes enarbolan este tipo de ideas son los intelectualmente más avanzados; los de las ciudades del este y los políticos de Washington. También son ellos los que abogan por el feminismo radical y en favor de la migración, que parece adueñarse del país. También sienten que esas ideas displicentes y novedosas son la causa profunda de la pérdida de su país. Son ellas las que han dado la bienvenida a la migración y a la diversidad cultural; las que han borrado el orgullo por el trabajo (Sennett, 2000), ahora es considerado un mero instrumento para obtener dinero. Pero también se les acusa de ser las que abogan por la paz y la no intervención militar de los Estados Unidos en otras naciones, y en cambio obligan al gobierno a suministrar ayuda humanitaria a extranjeros que, en el fondo, anidan un fuerte sentimiento antinorteamericano.

Son los woke y los políticos de Washington los principales vigilantes de la ecología, sin reparar que representa un freno para la actividad económica, que ahonda la falta de empleo y obstaculiza el desarrollo económico que benefician a ese ciudadano medio.

En fin, el abrumador apoyo popular que experimentó Trump en la pasada elección de noviembre de 2024 estuvo cimentado en la esperanza de esas bases populares de recuperar un pasado que se fue con la globalización. Y la agenda es precisa: a) no ecología; b) no migración; c) no apertura comercial (aranceles); d) no empresas norteamericanas en el extranjero; e) moral básica de género (eliminación de ambigüedades sexuales en los documentos oficiales); f) no más burocracia que le da poder a los políticos de Washington; y g) MAGA, lo que implica recuperar las hegemonías económicas y militar de Estados Unidos; reactivar el expansionismo territorial y volver a forzar a todas las naciones a plegarse a los deseos e intereses de ese país.

Conclusiones

Las principales conclusiones del texto son las siguientes:

  1. La globalización es un fenómeno que nace con el propio capitalismo en el siglo XVI. La trata de negros de África, el flujo de metales preciosos de América y el comercio de especies con Oriente, fueron formas de acumular cantidades de dinero que, al contacto con una mano de obra “libre” de sus ataduras feudales y de los medios de producción asociados, propició lo que Marx llamó la “acumulación originaria de capital” (Marx, 2014). Pero, al mismo tiempo, son encuentros seminales de Europa con tres áreas del mundo que hoy consideramos subdesarrollado. En este sentido, es necesario ver la globalización como algo sustancial al capitalismo, y no como una nueva manera de gestionar su funcionamiento.
  2. A partir de entonces, el capitalismo ha experimentado varias olas de globalización, de distinta intensidad y alcance. La más reciente arranca en los años setenta y responde al intento de relocalizar ramas industriales desde el centro a la periferia, para usarla como nuevas plataformas de exportación.
  3. La activación de esta forma de globalización, aunada al desarrollo de las comunicaciones y al intercambio más intenso de información, propició que el viejo ideal de modernidad de la Ilustración en torno a la universalidad de las formas culturales, el imperio de la razón y la configuración de una solo moral, diera pasos agigantados.
  4. Aunque el gobierno estadounidense fue uno de los impulsores más denodados de la globalización, esta tendió a favorecer a ciertas élites financieras, políticas y culturales, radicadas en la costa oeste de los Estados Unidos. En cambio, representó un serio menoscabo en la vida cotidiana del ciudadano común, en la medida en que significó una oleada de pérdidas que dañaron severamente su autoestima y la posición económicamente privilegiada que sostenía antes de la globalización vis a vis el resto del mundo
  5. Las pérdidas más importantes fueron:
  1. La vida económica de las clases populares y de los empresarios pequeños y medianos previa a la globalización, activada por el desempleo y el deterioro de los salarios reales.
  2. La vida comunitaria. Muchos pueblos-fábrica (factory-town) quedaron vacíos, y con ello se rompieron viejos lazos personales y muchas de las actividades que antiguamente se realizaban colectivamente desaparecieron o tuvieron que practicarse de forma solitaria
  3. La moral y la cultura tradicional. La globalización acarreó el encumbramiento de la lógica del enriquecimiento a toda costa, sin escrúpulos y fincada en formas no productivas, como la financiera. El orgullo asociado al tipo de trabajo que se realizaba se extinguió y, en su lugar, ocupó un espacio más grande la ostentación y la vida de lujo de la costa oeste de Estados Unidos. Además, esta forma de vivir resultó totalmente ajena a la que vivía el ciudadano medio. A ello, se agrega el surgimiento de la cultura woke, enraizada en la posmodernidad, cuyos afanes a favor de la identidad individualista y hedonista incurrieron muy pronto en excesos que, a los ojos del estadounidense tradicional, parecían insensateces y un agravio que en el fondo los ubicaba como un anacronismo de los años cincuenta.
  4. Y, por último, la pérdida del país de los abuelos: aquellos Estados Unidos que eran hegemónicos en todos los frentes y eran respetados por el mundo. Pero también aquella nación que se vio invadida por migrantes que ya no respondían de acuerdo al racismo tradicional del estadounidense “wasp”, sino que ahora disputaba con éxito, apoyado por la cultura woke, muchos espacios económicos, sociales y culturales, originalmente destinados para los blancos típicos.

6. La reparación de estas pérdidas conforma el grueso de la agenda de Trump y, en general de la derecha norteamericana. En ella prevalece un sentido existencial de recuperar lo perdido y volver a hacer grande a la nación. De eso se trata el MAGA: “make America great again”.

7. Su puesta en marcha significará un cambio drástico en las reglas del juego en las que se organizan las naciones y el mundo. El ascenso de los populismos, el rechazo de China y Rusia —y paradójicamente, del propio Trump— a apoyar un mundo fincado en valores como la universalidad de la democracia liberal y de los derechos, así como la creciente legitimación de movimientos mundiales de ultraderecha (Rizzi, 2025), han cultivado el campo para que los sentimientos de revancha arraiguen cada vez más y de manera peligrosa.

Referencias

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  1. 1 En Marx, la declinación de la tasa de ganancia obedece fundamentalmente al comportamiento de la tecnología, expresado en el aumento de la composición orgánica del capital, en un contexto en que la tasa de plusvalía permanece constante: g = P C + V = P V C V + 1 ; donde g es la tasa de ganancia; P, la plusvalía; C, el capital constante y V el capital variable. P V es la tasa de plusvalía y C V , la composición orgánica del capital. En este caso, la causa es otra: el crecimiento más acelerado de los salarios que el de la productividad significa que la tasa de plusvalía ( P V ) desciende y, con ella, la tasa de ganancia g.

  2. 2 La segunda forma de reconcentración del ingreso es la europea y japonesa. El 1 % más rico está conformado por empresarios que, en lugar de emprender como lo hacían sus antepasados, registran un perfil más rentista. Por eso la fórmula de la concentración que propone el autor es: r>g; el rendimiento del capital es mayor que el crecimiento de la economía.

  3. 3 Idea central del Renacimiento, como lo expuso en su tiempo Pico de la Mirandolla (2011), en lo que se considera el “manifiesto renacentista”.