Historia: Holocausto

Anticipando lo que puede ocurrir cuando ya ocurrió

History: Holocaust. Anticipating what may happen when it has already happened

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Recibido: 21 de septiembre de 2021
Aprobado: 24 de mayo de 2023

Adina Cimet
Universidad de Columbia, Estados Unidos

Resumen

Este ensayo enfrenta los intentos políticos en partes de Europa por dememoriar –disminuir o eliminar– los asuntos referentes a las violaciones humanas durante la Segunda Guerra Mundial; específicamente, el Holocausto. El ejemplo directo viene de Polonia y su política educativa actual, aunque esta es prototipo de lo que pasa en otros países europeos. Países que, por igual, estuvieron directamente involucrados en el exterminio de judíos pero que siguen desatendiendo su papel en este. Dado que estas violaciones se justificaron y se normalizaron en la vida política de entonces, queda sin explicarse cómo se dio con tanta facilidad este actuar –y cómo prevenir– un pensar interior que posibilita tales acciones en cualquier sociedad. En este análisis busco identificar, filosóficamente, lo que no se activa o lo que debe activarse para mantener una esencial ética social y humana. Analizo la función de la vergüenza y de la culpa, al tiempo de rechazar la fórmula política que Polonia propone –“el sentirse bien”– cuando ignora el pasado histórico. El tema me parece esencial porque presenta la tremenda facilidad con la que se puede caer en prejuicios y justificantes que facilitan la destrucción, y también el exterminio, de grupos humanos.

Palabras clave: Holocausto, Polonia, Culpa, Vergüenza, Conciencia histórica, Violaciones humanas, Segunda Guerra Mundial

Abstract

This essay confronts the political attempts to forget –diminish and eliminate– in parts of Europe today all issues referring to human violations during the Second World War; specifically, the Holocaust. The example I use is Poland and its current educational policies, which are also the prototypical example of what other European societies involved in the killing of Jews, still struggle with. As these violations entered society with justifications and were normalized in their political life then, they still remain without explanation. How did such destruction occur so easily and, for us today, how to prevent such thinking to overtake again any society? In this essay, I attempt to identify, philosophically, what gets deactivated in the thought process but must always remain active to maintain an ethical and humane society. I analyze the function of “shame” and “guilt,” and reject Poland´s political formula that proposes “the feeling good” sentiment by ignoring her historical past. The subject matter is essential today everywhere as it illustrates the tremendous easiness with which people can fall prey to prejudices and justifications that facilitate the destruction and extermination of human groups.

Key Words: Holocaust, Poland, Guilt, Shame, Historical consciousness, Human rights violations, World War II

Adina Cimet. Mexicana. Doctora por la Universidad de Columbia de Nueva York, USA. Investigadora independiente. Líneas de investigación: políticas lingüísticas; asimetrías de poder; tensiones culturales entre minorías; historiografías marginalizadas.

Una conversación informal con un colega de otro continente reveló una estremecedora confesión: él mencionó casualmente que en su país la gente estaba cansada de los recuerdos y de la historia de la Guerra Mundial, y que él –y aquí la sorpresa– entendía bien estos sentimientos. Explicaba que, en su país, todo lo referente al Holocausto desencadenaba ahora en una “pedagogía de la vergüenza”, y obviamente, según él, todos estaban fatigados de esta. Me fue difícil digerir esta confesión: por indicar una postura nueva entre algunos que solían rechazar esto, y por surgir de quien venía. En diferentes lugares del mundo la historia se revisa o se reescribe: se borran los murales; se derrumban las estatuas, y se remueven los recuerdos materiales. Estos actos apuntan a una revisión en la forma en que se aborda el pasado: cómo y quién nos ilustra acerca de él, y cuán incómodo puede resultar reconocerlo y asumirlo. En última instancia, en este periodo de turbulencia social está en juego el pasado, pero también el presente: nuestra visión de la actualidad y nuestras expectativas para el futuro.

En uno de los recientes aniversarios de la liberación de Auschwitz, el que fue conmemorado en Jerusalén en 2020, el notable erudito de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Yehuda Bauer –experto en el Holocausto–, ofreció los estimados más recientes respecto a las muertes atribuidas a la Segunda Guerra Mundial. Calculó el costo en vidas humanas en una cifra de entre los 70 y los 85 millones, hecho que convierte a esta guerra en el conflicto bélico más letal de la historia. Bauer fue enfático cuando señaló que cerca de 29 millones de los fallecidos fueron víctimas del antisemitismo, que murieron “no porque fueran judíos, sino a causa del odio hacia los judíos”. A pesar de haber sido invitado a tomar parte en la ceremonia, el presidente de Polonia, Andrej Duda, se negó a participar porque consideró ofensivos los comentarios del presidente ruso, Vladimir Putin. Este último sugirió que Polonia fue parcialmente responsable por que estallara la Segunda Guerra en 1939. Duda caracterizó los comentarios rusos que inculpan a Polonia, como “revisionismo post-stalinista”. Así, utilizó el tema para recalibrar la perspectiva que le acomodaba a él y a su país, subrayando la importancia de establecer cómo se relata la historia y quién accede, en última instancia, a ser su relator.

Mientras los académicos continúan estudiando el tema, los políticos están revisando las diferentes versiones de la historia del Holocausto para seleccionar la que les cuadra. Esto lo demuestran –además de Polonia– Lituania, Hungría, Ucrania, y los otros países europeos involucrados. Estas revisiones sirven para orientar la política pública que instrumentan los gobiernos respectivos. Estos países siempre se han sentido incómodos respecto al papel que desempeñaron en el pasado. En años recientes, han surgido fuertes declaraciones de quienes proponen solo culpar y señalar al gobierno alemán como el único responsable de esta historia trágica. En estos países se ha optado por distanciarse de sus responsabilidades respectivas por haber consumado acciones antijudías. Aun así, existe evidencia incontrovertible de que colaboraron y participaron de manera activa en el genocidio del Holocausto (Shoa en hebreo), así como que fueron corresponsables del impulso que resultó en las atroces y criminales políticas de exterminio. Tenemos datos que ejemplifican las políticas que se instrumentaron incluso antes de que los nazis invadieran el territorio de otros gobiernos, y se organizaran con los mismos propósitos.

Los primeros pogromos en Kovne, Lituania, constituyen un claro ejemplo de lo anterior. El ٢٢ de junio de ١٩٤١ los lituanos dieron la bienvenida a los alemanes, agradeciéndoles que los liberaran de la ocupación soviética. Entre el ٢٥ y el ٢٩ de junio, apenas al tercer día de iniciada la ocupación nazi, voluntarios lituanos asesinaron masivamente a judíos en la ciudad de Kaunas (Kovne en yidish); específicamente, en el barrio judío de Slobodka. En Lituania vivían entre ٢٠٨,٠٠٠ y ٢٢٠,٠٠٠ judíos a comienzos de ١٩٤١. Para finales de ese año, ١٧٥,٠٠٠ habían sido exterminados. Jedwabne, en Polonia, es otro ejemplo de un asesinato en masa en ١٩٤١, que perpetraron los pobladores locales (Goldhagen, ١٩٩٦). Le siguen ejemplos en Radzilow, Wasosz, Kolno, Zabiele, y otros.  Además, en algunos de estos países, la población siguió atacando y asesinando judíos aun después de que oficialmente la guerra hubiera terminado: fue el caso de algunos de los pocos sobrevivientes que regresaron a los que consideraban sus hogares para reestablecerse ahí. En julio de ١٩٤٦, en Kielce, Polonia, hubo un pogromo de posguerra. Y este no fue el único. Esos asesinatos de judíos a manos de pobladores locales nunca fueron investigados, ni originaron protesta alguna.

La actual ola de antisemitismo se fortalece por autodefiniciones nacionalistas que están cobrando auge en el mundo entero. En esas autodefiniciones se resucita al “enemigo” para establecer la diferencia de un “otro”. El antisemitismo parece ser un útil patrón justificatorio: una herramienta bien aceitada que muchos reconocen. En Polonia, el museo Polin de Varsovia, dedicado a la historia milenaria de la comunidad polaca judía, organizado por una iniciativa judía en colaboración con cierto apoyo gubernamental local, abrió sus puertas al público en ٢٠١٤. En ٢٠١٩ el gobierno polaco exigió, sorpresivamente, la renuncia al director del museo, en respuesta a una exposición que él autorizó y que documentaba una crisis ocurrida en el país en marzo de ١٩٦٨. Tal crisis ocasionó la salida forzosa de ١٣,٠٠٠ judíos del territorio polaco (casi los últimos que quedaban). La exposición ubicaba el problema del antisemitismo en un marco contemporáneo, a la vez que establecía paralelismos entre las acciones del pasado y las que se producen en la Polonia actual. A través de esa decisión política impuesta al museo, Polonia demostró que no tolera, en el presente, ejercicios de recuento histórico como este.

Más preocupante es que este desdén por la historia y por las transgresiones pasadas a códigos morales (incluyendo el rechazo al antisemitismo) no se limita exclusivamente al ámbito político.  La nueva narrativa nacionalista poco a poco se abre paso en las mentes de aquellos que antes consideraban que su función principal y sus metas –tanto en su vida profesional e institucional como en su vida privada– apuntaban precisamente hacia lo contrario. Mi colega es un buen ejemplo de ello. La guerra terminó hace ya mucho tiempo. Los crímenes cometidos han sido reconocidos internacionalmente. Ante el horror de los hechos, se acepta dolorosamente que no hay manera alguna de impartir justicia. Pero los hechos no pueden olvidarse. ¿Qué hacer entonces con los datos y este saber histórico? Básicamente, el problema ahora no es el pasado. Que mi colega haya expresado estas ideas de saturación ante la historia es una muestra de que estas han permeado en los círculos intelectuales.

El grupo Teatro NN del Portón Grodska, en Lublin, parece enfrentar esta coyuntura. La institución se aloja en la colindancia del Portón Grodska, en la vieja ciudad de Lublin. Esta pasarela es también conocida como el Portón Judío, pues era el área que comunicaba a la parte cristiana de la ciudad con la zona judía. Establecida en 1990, la compañía teatral alcanzó su autonomía en 1998 bajo la dirección, visión y guía de Thomas Pietrasiewicz. A la larga, Pietrasiewicz obtuvo el apoyo y el reconocimiento del ministerio de Cultura; ha presentado durante años obras y pequeñas exposiciones cuyo objetivo ha sido educar al público general y a estudiantes y escolares.

Uno de sus mayores logros fue su proyecto de historia oral; como parte de este sus colaboradores entrevistaron a personas de la región sobre temas como la vida en general, la reciprocidad intercultural, el Holocausto, las relaciones polaco-judías durante la Segunda Guerra, y demás. El proyecto llegó a atesorar el mayor acervo documental de su tipo en Polonia. Mientras el gobierno considera ahora la posibilidad de borrar la conciencia y el conocimiento de la historia, esta institución –entre otras– requiere enfrentar de nuevo las demandas derivadas de este reto.

La razón de ser del TeatrNN (como se le conoce en polaco) no fue crear un espacio Zen, un área “para sentirse bien”, o un foro para que la gente olvidara sus problemas. La idea era crear allí un museo de arte que fungiera como un espacio dedicado a reconocer el pasado histórico –en particular el reciente pasado conectado con la Segunda Guerra, de manera específica, la Shoa– con propósitos educativos y éticos.  Aunque centrado concretamente en las circunstancias de Polonia, el proyecto refleja temas que otros países de Europa confrontan de manera similar. Polonia, como otras naciones europeas, enfrentó un vacío físico y cultural enorme al aniquilar su población judía, y se congeló frente a una incapacidad para encarar plenamente el pasado reciente. 

El grupo Grodska, por lo tanto, aprovechó para abordar públicamente el tema de las pérdidas culturales de la nación. El proyecto también representó la posibilidad de debatir el tópico de la maldad y de los delitos cometidos, y las responsabilidades de los diversos actores involucrados. Significó, a la vez, la posibilidad de contar con un espacio dedicado al diálogo con nuevas generaciones. Tuve contacto personal con esta comunidad cuando fui directora del proyecto educacional EPYC (Proyecto Educacional de Cultura Yidish, por sus siglas en inglés) para el instituto YIVO de Nueva York. Este esfuerzo intentaba evocar tanto la desmemoria del pasado cultural yidish como el desconocimiento de la vida e historia de la Europa occidental judía truncada por la Shoa, como pérdidas lamentables para la cultura judía abordando la historia desde la ciudad de Lublin, que tiene un pedigrí antiguo en la memoria judía. Nuestra juventud, por lo general, está en parte al tanto de la guerra, pero comúnmente desconoce hoy de la vida y del acervo cultural que se perdieron.

Mutación del diálogo sobre la historia

En aquellos días, mientras discutía nuestras metas con miembros del equipo del proyecto educacional polaco, exploramos las maneras en que el conocimiento y los proyectos de uno pudieran beneficiar al otro: todos dirigiendo nuestra atención y esfuerzos a corregir la falta de conocimiento y el vacío producido por el manto del olvido que había sido arrojado sobre los judíos y su cultura. Ambos esfuerzos para poblaciones diversas, si bien diferentes, compartían metas muy loables, y de gran alcance: aspiraban a una forma de reparación cultural y de reconstrucción educativa (Alive! Toby’s Sunshine [https://www.alivetobyssunshine.com/], 2023; Cimet, 2014). Pero algo ha ocurrido desde entonces. Enterarme de que algunos de los miembros del equipo polaco hayan adoptado hoy día la narrativa que ellos mismos identifican como el “axioma Kaczynski”, me sorprendió y me pareció alarmante. Ante presiones locales diversas de la población, el ministro polaco J. Kaczynski ha ofrecido, como “solución”, una fórmula para aquellos que buscan una vida más fácil y gratificante.1 Pero en lugar de proponer e instrumentar una mejor política económica –que es su especialidad–, ha promovido el rechazo de lo que él afirma son formas exógenas de culpa “impuestas por otros” al pueblo polaco. Según Kaczynski, este sentido de culpa es por implicación la fuente de todos los males del país.

Es asombroso que aun aquellos que habían internalizado el código moral y lo habían convertido en herramienta de trabajo hayan adoptado esta nueva narrativa. ¿Están “otros”, hoy en día, imponiendo culpa y malestar? La insinuación de “otros” se enfoca a los esfuerzos educativos sobre temas judíos. Pero ¿quién exactamente está proponiendo alguna retribución? No hay duda de que el diálogo sobre la historia representa una encrucijada en donde chocan posturas rivales, y de la cual emergen potenciales procesos contenciosos. Para abordar el tema de la Shoa y de sus víctimas, debe permitírsele a estas últimas expresarse; presentar su testimonio. Deben ser escuchadas. Tienen voz, y es necesario escucharla. Este difícil intercambio requiere encarar el enojo y el dolor de los sobrevivientes, y esforzarse por entender cómo tales destierros, crímenes y atrocidades, pudieron haberse cometido.

En otras palabras, la narrativa de la vida antes de la guerra debe ubicarse en el contexto de una vida judía comunitaria resquebrajada, con muy pocas o nulas protestas de parte de las comunidades vecinas cuando esto sucedió; en consecuencia, nos encontramos frente a un vacío físico, y por ende, frente a diferentes tipos de perpetradores. Es comprensible que existía y existe aún hoy carga y malestar en todos los involucrados en esta historia y sus descendientes. Los diálogos y testimonios de víctimas y su historia reconocida que hoy vehementemente quiere ser eliminada, son parte del ejercicio de encarar y asumir los hechos. Ello implica un proceso que demanda clarificar lo más efectivamente posible las decisiones tomadas en aquel entonces, y confrontar las consecuencias que de estas surgieron. Los efectos de la guerra fueron muy diversos para las distintas comunidades involucradas. Pero, a años de distancia de estos sucesos, algo resulta muy claro: afectaron a todos.2 El trabajo del Teatro NN fue histórico y visionario. Pietrasiewics luchó por establecer su espacio en el marco de la narrativa de su país; era difícil imaginar que pocos años después la institución tendría que renovar estos esfuerzos ante el reiterado cuestionamiento de sus objetivos.

Mi propia preocupación por la “reparación cultural” y la “restitución educativa” a través de la enseñanza jamás ha reclamado procurar justicia en nombre de los afectados. Ello sería una tarea imposible hoy y, de hecho, fue también casi imposible para las cortes y los fiscales al terminar la guerra. Tampoco me he esforzado en buscar que se aplique un castigo: ya sea particular o general. Muy pocos podrían derivar satisfacción de tal esfuerzo, aun cuando algunos han dedicado su vida a ello (Nagórski, 2016).3 Del mismo modo, el esfuerzo educativo hoy no busca identificar específicamente al que haya esquivado su mirada de los crímenes, o a aquel cuyas acciones lesivas hayan parecido pasivas u omisas; nada más alejado de su propósito.

Ningún museo, curso de historia, o proyecto cultural intenta eso. El propósito fundamental siempre ha sido educar al público y expandir el conocimiento del genocidio. La historia y el conocimiento de los hechos constituyeron –y constituyen– el corazón de este esfuerzo. Pero tal enfoque y atención también implica reclamar los fundamentos morales violados y perdidos durante la Shoa: fundamentos que habían sido desactivados y transgredidos, en un lugar donde las decisiones morales y los argumentos éticos determinaron primordialmente el pasado y lo que este produjo. Tal pasado debe estudiarse y confrontarse. De hecho, este ha sido el deseo y propósito fundamental de todos los libros Izkor que han publicado los judíos desde el fin de la guerra.

Estos libros, alrededor de un millar publicados hasta hoy, constituyen un género en sí mismo.4 Son libros de remembranza que los judíos sobrevivientes de toda la destruida Europa judía publicaron por sus propios medios: sin ser en su gran mayoría ni editores, ni académicos, o historiadores. Los autores son simples testigos, comprometidos con honrar la memoria de las personas de los pueblos, ciudades, y comunidades devastadas durante la Shoa. En sus diversas formas, los libros Izkor claman y elevan, en la forma de un coro no orquestado, su protesta; constituyen una auténtica brújula para confrontar las abominables formas del mal de la guerra, e impedir el olvido de los culpables. El proceso educativo se emprendió con este mensaje, al forjar sus metas.

El agente de la historia: los retos 

Quien investigue esta historia y esta cultura, adentrándose en ella, también enfrentará su condición hoy, o sea, dirigirá su atención al presente. Y eso es lo que está en juego ahora: el hoy que todos construimos cotidianamente. Queda claro que el tema y los efectos sobre la población judía no se han eliminado. Polonia, como otros países, se convirtió en un espacio de primordial importancia para la Solución Final que instituyeron los nazis. Los polacos, al igual que los habitantes de otros países europeos, enfrentan –les guste o no– interrogantes a su conciencia relativos a su conocimiento y participación de las acciones que los nazis implantaron en su suelo, y que la mayoría de la población local permitió, apoyó, o ignoró.5 El odio hacia los judíos fue visto como una forma de contrarrestar todas las calamidades sociales. Algunos polacos no judíos y de otros grupos culturales o políticos también sufrieron, y tuvieron que soportar, como víctimas colaterales, los efectos de las perniciosas políticas públicas derivadas de esta retorcida visión.6 Así que no hay escape de este horrible pasado para nadie (los retos planteados por esta situación no se limitan, por supuesto, a Polonia). 

Dada la magnitud del daño ocasionado, una vez que la maldad se normalizó y transformó en acciones cotidianas, no podemos eludir el encarar esta historia de manera aún más dramática: el que se hayan aceptado y legitimado estas inmorales acciones causó en su momento, para los que lo vivieron como víctimas (y lo siguen viviendo ahora como testigos morales), el estremecimiento propio de una revelación terrible. Hubo escasas denuncias de este actuar maligno, y muy pocos activaron su código moral para detener, evitar, o descarrilar la destrucción en curso. Por supuesto, hubo también extraordinarios ejemplos de personas únicas que protestaron y actuaron contrariamente a los designios de las políticas de los nazis. Pero millones fueron asesinados. La meta era destruir todo vestigio de los judíos en los países donde los nazis pusieron el pie. Y los asesinatos continuaron aun cuando la guerra ya estaba en vías de perderse y había muy poca justificación interna para continuar con estas políticas de exterminio (Stone, 2019).7

Estas exploraciones me llevan a un terreno ético. Aun durante la guerra –como lo han demostrado diarios rescatados y algunos archivos enterrados como los Oneg Shabes de Varsovia, o los de Kovne (Kassow, 2007; Tory, 1990)8–, y ciertamente después de ella, tanto sobrevivientes como algunos testigos de las atrocidades que las víctimas habían sufrido, intentaron construir un argumento racional para rendir cuenta sobre las acciones tomadas, o evitadas. La meta era compilar y catalogar los hechos históricos y sus esfuerzos por sobrevivir. Para estas personas, judíos en su mayoría, este esfuerzo implicó recopilar descripciones históricas de los hechos que representaron –y aún continúan representando– la base de una memoria existencial colectiva. Pero, sin abandonar el deseo claro de los sobrevivientes por ver castigados a los criminales (cosa que casi no sucedió), sus memorias colectivas constituyeron, paralelamente, un compendio esencial de conocimiento que debe y puede ser transformado en pensamiento ético. Estos recaudadores de datos entendieron que el conocimiento sobre lo ocurrido es una manera de reiterar y afirmar los retos morales del pasado fallido y trágico, para continuar examinando su significado.

El propósito de su atención se convirtió además en un camino para que otros –incluyendo las generaciones por venir– entendieran que, una vez cometida, toda falla moral que intenta justificarse como “legítima” forma parte de un manual de posibles acciones futuras. La tarea de comunicar esta realidad es monumental, y se fundamenta en la esperanza que entraña la narrativa de los sobrevivientes. Es así como hay una razón esencial y un propósito contundente para mantener esta memoria activa. Sí, esto es difícil e incómodo: en particular asignar culpa, denunciar incapacidades y limitaciones y, por encima de todo, subrayar las consecuencias. Es el único camino para sustentar la definición práctica de la moral en cualquier sociedad. Y eso se requiere si aspiramos a evitar una repetición de los que fueron auténticos actos de perversidad cometidos durante la Segunda Guerra Mundial.

La cuestión, entonces, se plantea así: ¿puede todo lo acontecido ignorarse o pasarse por alto porque es difícil e incómodo? Intento argumentar enfáticamente, como muchos otros, que este pasado no puede ignorarse. Una vez entendidos y analizados, los códigos morales rotos se convierten en hechos sobre los que hay que rendir cuentas. Esto es lo que intentan las actividades, las publicaciones y todo el esfuerzo educativo y memorial en Israel y en instituciones variadas del mundo: sostener como función vital el análisis de la política histórica del periodo y sus fracasos filosóficos profundamente nefarios. Con lo anterior se desea promover la necesidad de una renovación intelectual constante, adoptando lo que es moral como un código de comportamiento reconocido. Esta es la única base para lograr una vida armoniosa en comunidad, en cualquier momento histórico. 

Por supuesto, este conocimiento histórico es incómodo y doloroso. Conlleva asumir una postura crítica frente a las dicotómicas opciones éticas de ese pasado. ¿Cómo podría no ser así? Y no puede analizarse selectivamente. Este es el tipo de conocimiento que no puede ser dividido en pedazos sin perderse, por más intentos que se hagan luego para unir los fragmentos sueltos. Así mismo, es imposible escoger qué partes conservar o descartar. Tomemos por ejemplo el conocimiento científico, que se imparte de manera diferente: Pitágoras, Galileo o Newton, por ejemplo –cuyas ideas fueron consideradas extraordinarias en su tiempo– hoy son considerados curiosidades históricas, útiles para estudiar los procesos del pensamiento científico. A los estudiantes de hoy no se les enseña necesariamente lo que propusieron estos pensadores. Los estudiantes de física hoy en día comienzan en el punto en el que nos encontramos en este momento en la ciencia.

Esto, sin embargo, no es posible hacerlo con el conocimiento histórico/ético: este no se acumula para exhibir su excelencia permitiendo solo enfocar en logros de manera cumulativa; este conocimiento no es lineal, y no se puede tener una visión integral del mismo prescindiendo o eliminando alguna de sus partes. Los fracasos de los comportamientos particulares del pasado o presente no pueden omitirse para ser explicados en un marco teórico de reglas generales. Lo particular se convierte en un dato relevante que ilumina los retos y elecciones en el ayer y quizá sirva para alertar a posibles elecciones que alguno tendrá que encarar. Pero ninguna situación es igual a la pasada. Las acciones son elecciones de los agentes que las toman; tienen frente a sí un mecanismo que se repite, pero esto nunca ocurre con su contenido específico. Cada posible acción contiene en sí un ABC de lo ético; el actuar y sus opciones conlleva un significado.

Si la Shoa ocupó, como muchos argumentan, un lugar único y primario en cuanto a la amplitud y formato de la criminalidad de las acciones en contra de sus víctimas, hemos visto partes de esta misma lógica destructiva utilizada una y otra vez en casos posteriores. Así pues, parece que el presente aun distante del pasado es incapaz por sí solo de evitar las perversidades que los humanos permitieron aflorar durante la Segunda Guerra Mundial. La ética –o su carencia– que la sociedad permitió que se enraizara, ha abierto el camino en la imaginación de algunos a la posibilidad de reactivar estas acciones envilecidas. Necesitamos ubicarnos en el entonces para entender claramente lo que no queremos ver repetido en el ahora. Y esto es válido para todas las generaciones. Nadie está exento. Las barreras que debemos erigir provienen del pensar y no del esquivar.

Protestando en contra de la desmemoria

Esa es la función extraordinaria –sutil, absoluta e insubstituible a la vez– que el conocimiento crudo del pasado histórico judío ofrece hoy.  No se intentan otras metas: ni inculpar, ni perdonar, ni juzgar particulares. No se trata de culpar a las nuevas generaciones por las acciones de sus antepasados; tampoco el propósito es perdonar hoy a quienes incurrieron en acciones injuriosas y éticamente inaceptables, como si esto pudiera hacerse en nombre de las víctimas. Tampoco se intenta juzgar a los más jóvenes como si ellos formaran parte directa del pasado. No, no. Este continuo ejercicio de estudio y revisión histórica es una manera de ubicarnos imaginativamente en la historia pasada e intentar mirar a través del lente que nos ofrece ese pasado, para elaborar y practicar cómo pensamos, entendemos, y juzgamos nuestras acciones en el presente.

El reto del pasado –específicamente, el genocidio de los judíos ocurrido en el ayer– es visualizar cómo se rompió el código moral, resultado de las muchas formas de destrucción ocurridas, y analizar las decisiones de unos y las consecuencias que estas produjeron. Es necesario distinguir y contemplar lo que el filósofo Berel Lang llamó las agonizantes “decisiones sin alternativa” (choiceless choices) que los judíos enfrentaron a causa de este horror, así como las “alternativas viables” tan distintas a las que tuvieron acceso otros grupos de la población. Al leer hoy las noticias del mundo, cuando los gobiernos que ocupan el poder están cerrando alternativas de cooperación y coexistencia entre los grupos de manera ininterrumpida, ¿puede uno concluir que el pasado no tiene nada que ver con el presente? En realidad, no.

Aquellos que hoy promueven la fórmula basada en una mentalidad que parece afirmar: “¡Basta ya! Necesitamos sentirnos bien” y, como corolario, “¡Queremos deshacernos del peso que acompaña la concientización de la historia de nuestro pasado! promueven, de hecho, formas de enturbiar la claridad del conocimiento y juicio, necesarios para la convivencia ética. Aquellos que insisten en que es posible vivir con una mentalidad evasivamente olvidadiza tienen motivos ulteriores para ocultar la razón de sus designios. Rechazar o redefinir el pasado argumentando generalidades que sirvan a los descendientes de los perpetradores de entonces, con el propósito de obtener cierto “respeto” –como hacen ciertos políticos en Europa, con el aval de algunos de sus pares en América– es ofrecer una anestesia social ilusoria e insubstancial. El no pensar se convierte en hábito: crea su propia guía de comportamiento. Consiste en desmemoriar a toda una sociedad. Así que argumentar contra el conocimiento histórico, o a favor de un conocimiento mínimo, deformado, con el propósito de sentirse bien, es altamente problemático y muy peligroso.

No todos vivimos en el mismo “presente”. De hecho, algunos de nosotros no estaríamos ni siquiera vivos, dado lo que en ese pasado se intentó lograr. Para todos nosotros, es difícil desconectarse del pasado. Algunas personas se lo recuerdan constantemente a otras, por el solo hecho de vivir. Estas asimetrías y complicaciones nos revelan constantemente que esta tendencia a olvidar el pasado histórico constituye una elección derivada de un acto de mala fe. Los que promueven el “sentirse bien”, y el olvido de tal pasado, no tienen nada que ofrecer a los otros, a aquellos que biográficamente recuerdan que hubo quien incurrió en acciones destructivas sin razón alguna. Las preguntas entonces permanecen: ¿qué tan activo es el pasado en el presente? ¿Cuánto condiciona este pasado al presente y cuántos de sus frutos –las viejas ideologías, las justificaciones para el desdén y el abandono de seres humanos, y el acomodo ante crímenes– nos atosigan hoy? ¿Cómo y dónde los fragmentos de ese pasado no afrontado se están enraizando nuevamente?

Estas no son preguntas retóricas. Hoy, varios países en el mundo están viendo resurgir ideologías claramente perniciosas, que a muchos nos hacen sentirnos incómodos. Estas incluyen el racismo, la xenofobia, el antisemitismo. ¿Qué elementos pueden construir el autorespeto de algunos ante este desdén por el código moral necesario para respetar al otro? La forma en que entiendo, conectadas, la Shoa, la historia y la sociedad, implica involucrarse con el pasado. No hay cómo borrarlo, y no hay adelanto posible con el olvido. Soy un eslabón en una cadena. El estar aquí me conecta con quien estuvo allí; somos parte de esta historia. Evitar la historia, o no estudiarla, no imaginársela, esquivar el hecho de su existencia, equivale a deconstruir y distorsionar nuestra identidad en el presente. Toda persona viva hoy comparte esa historia. Del presente al futuro no puede haber entendidos comunes sin mirar atrás a ese pasado.

Renunciar a esa meta sociocultural –evitar utilizar ese conocimiento como una plataforma para describir los ultrajes perpetrados– es una decisión poco inteligente. Si buscamos significados comunes, este es el momento de presentarlos. Si en aquel momento hubo quien no estuvo presente, tenemos la oportunidad de estar presentes ahora. El yo y el tú no pueden escapar de la historia, ni del compromiso que esta impone. Algunos imaginan que la gente es capaz de ocultar el pasado y escapar de él, pero esto suscita una pregunta urgente: ¿nadie va a preguntar quién deseó este pasado? ¿Quién dispuso la deliberada ejecución de actos de destrucción? ¿Cómo es que se formaron grupos de cooperación para tales destrucciones? Y entonces, ¿encaramos este hecho mirándolo de frente, o lo reprimimos y lo ignoramos?

Una y otra vez, el discurso moral que ha evolucionado a partir del conocimiento histórico es la única protección que tenemos para asegurarnos que una nueva carnicería genocida no ocurra en nuestro tiempo. Debemos rechazar el clamor por cercenar selectivamente el conocimiento histórico con el propósito de que alguien se “sienta bien”. No debemos aceptar como una racionalización efectiva el argumento que esgrime: “Oh... alguien me señala con el dedo; alguien me hace sentir incómodo asociándome con ese pasado; no soy responsable de nada; no quiero hablar de responsabilidad y no quiero sentir culpa ni vergüenza”. Quienes argumentan de este modo se ubican en un terreno pantanoso. El esfuerzo de algunos por encontrar un “autorespeto” realmente conlleva la obligación inevitable de respetar al otro, quien tiene el mismo derecho.

La politización del “sentirse bien”

Recordemos que, durante la guerra, los propios nazis procuraron muy conscientemente que ellos mismos y sus partidarios se “sintieran bien”. No cabe duda: ellos reconocían sus crímenes como tales y les incomodaban. Por eso ocultaron de manera sistemática la política que implementaron y los actos que llevaron a cabo. Los nazis utilizaron esta estrategia para controlar la información negativa y el que se conocieran los hechos; para confundir a las víctimas, y para evitar el escrutinio del mundo. Pero también, para facilitar adeptos. De manera increíble –mientras racionalizaban su política intentando presentar su ideología como lógica y justificable, con mentiras y engaños– los líderes nazis buscaban tranquilizar las mentes de los perpetradores.9 El lenguaje, los eufemismos, las actividades y metas disfrazadas a través de códigos especiales, los sinónimos y los secretos: todo ello sirvió para ocultar lo que ocurría y mantener el objetivo de “sentirse bien”. Aquí quizá se centre la mejor evidencia de por qué esa metodología del silenciamiento es nefasta: las omisiones y distorsiones sugieren que la ideología del “sentirse bien” sirvió como herramienta de manipulación –al interior y al exterior de Alemania– para evitar que se pensara en estos terribles hechos históricos. Ciertamente pavimentó el camino hacia la catástrofe genocida.

La fórmula que se utiliza hoy parece llevar a reprimir una vergüenza y una culpa que no han sido procesadas, o que fueron procesadas deficientemente. Y, como hemos visto, tal fórmula se fundamenta en el encubrimiento. ¿Quién impone realmente sentimientos negativos a quién, en estos días? ¿Quiénes estudian el pasado para asegurar un futuro ético, y quiénes, por el contrario, manipulan el pasado con el propósito de obtener algo muy distante de toda moralidad en el presente? El pasado como lo conocemos no es un problema actual. El problema radica en las omisiones y en los actos políticos que buscan ocultar lo ocurrido.  Evitar el pasado es evadir el proceso de rendir cuentas morales. Parece ser el único procedimiento que permite encontrar el lenguaje para expresar una postura moral en la actualidad. Eso es lo que hoy está en juego. Aquí radica la única posibilidad que tenemos para acceder a la ética y la moral en el presente.

Las quejas de que otros señalan con el dedo o inculpan; de que otros logran que uno se sienta incómodo o avergonzado, no aportan nada al entendimiento de estas responsabilidades. Aceptar la ideología del “sentirse bien”, y definir al conocimiento de la Shoa y del judaísmo como una “pedagogía de la vergüenza”, es condenar al silencio la posibilidad de una elección ética; es permitir nuevamente que el desdén hacia el conocimiento histórico desmantele los parámetros morales de la sociedad. Sin asumir responsabilidades, evitamos aquilatar y revisar el precio que se paga por malentender estos retos, intentando borrarlos, sugiriendo que son falsos y que los imponen otros. Esto lo plantean políticos poderosos.

Pero pensar que así se tranquilizarán las conciencias es peligroso. Es justo el error que acarreó graves consecuencias en el pasado. No hay duda de que dicho error se podría reactivar en el futuro. Si todavía es posible sostener un diálogo en estas sociedades, el examen ético y el reconocimiento de la diferencia entre el bien y el mal constituyen la única esperanza que tenemos para una coexistencia en el mañana. Quizá esta elección moral y política fundamentada en el conocimiento del pasado, junto con la rendición de cuentas y la responsabilidad que se derivan de tal elección, signifiquen –irónicamente– la única forma de sentirse un poco mejor, si no completamente bien, en el presente.

II

“The act of truthfully recording human suffering [...] is also the act of affirming human value. The dignity of recalling detail is also the dignity of passing judgment. As a matter of individual ethics and as a matter of democratic pragmatism, no ‘trampling on human rights’ should remain anonymous”.

Timothy Snyder

Vergüenza y culpa:
mecanismos éticos para la sobrevivencia

Hasta este punto, he enfatizado una postura de rechazo incontrovertible al manejo politizado del tema del Holocausto por parte de ciertos gobiernos.10 En aras de una supuesta “felicidad y tranquilidad social y colectiva”, dichos gobiernos han apostado por ignorar la historia, y reescribirla. La consecuencia de ello es la notoria reactivación del antisemitismo, que en el pasado reciente causó, irreparablemente, tanto daño. Profundizo ahora en el análisis de esta “pedagogía de la vergüenza”, a la que aludí páginas arriba. Esta postura inyecta en el proceso político una peligrosa noción: adentrarse en el pasado histórico judío resulta inútil y acarrea consecuencias negativas. La “pedagogía de la vergüenza” no busca, entonces, solo un distanciamiento colectivo; intenta, además, culpabilizar a quienes, como víctimas, estuvieron atrapados en ese pasado.11

En consecuencia, el tema nos lleva hacia el campo de la ética. Se requiere un enfoque que permita analizar las acciones del agente social; acciones que esta política del olvido desea ignorar. El Holocausto contra los judíos europeos en el siglo XX –lo enfatizo aquí de nuevo– lo desataron gobiernos y milicias, pero también los comportamientos de grupos que nadie obligó a dedicarse a ello.12 En el contexto general de este periodo, el deterioro cívico, político, y humano, no tardó en aparecer (Goldhagen, ١٩٩٧). De esta manera, el estudio histórico exige una revisión de la historia política y cultural, pero también requiere que se resalten las acciones de dolo que cometieron miembros de la sociedad en contra de una parte de su sociedad civil: golpes, burla, robo, desfalco, asesinato, confiscación, rechazo.

Se trata de hechos que derivaron en el confinamiento en los guetos y, finalmente, en la exterminación. Hubo quien se lanzó a la criminalidad de inmediato. Otros se mostraron al principio inseguros o irresolutos; sin embargo, poco después atisbaron lo utilitario de estos comportamientos –utilidad derivada, en lo fundamental, del despojo material de las víctimas– por lo que se unieron a las prácticas de abuso desenfrenado muy poco después. Pero incurrieron también en conductas criminales quienes, en un principio, mantuvieron pasivamente silencio y distanciamiento. Muchos de estos ciudadanos, incluso, asumieron posteriormente un definido papel protagónico en el genocidio ya claramente estructurado, en forma activa y como conocedores de los hechos.

Los crímenes en los que incurrieron –y el conjunto de acciones que describen los recuentos históricos y muchas de sus consecuencias en los países europeos– los dirigieron contra una población de ciudadanos indefensos. En lo que puede resumirse, tales crímenes se produjeron en dos oleadas sucesivas: al comienzo los perpetraron pandillas, grupillos y milicias locales; luego, sectores policiacos y del ejército nazi apoyados por gobiernos locales y su población. La pregunta surge: ¿quién es responsable de todo esto?  Fue una guerra que duró por lo menos oficialmente, de 1939 hasta 1945 (sin contar los años de preparativos en Alemania a partir de 1934-1935). ¿Por qué seguimos discutiendo quién es responsable de ese genocidio?

Las renovadas e insistentes justificaciones de hoy, por parte de individuos y gobiernos –“Oh, fueron los nazis quienes entraron a este país y lo convirtieron en su espacio de destrucción”–, siguen siendo las mismas narrativas incompletas del ayer. Claro que los nazis entraron a varios países y organizaron deportaciones multitudinarias, para después perpetrar matanzas masivas a diario. Pero como ya se ha identificado, sabemos que no fueron solo los nazis los que asesinaron y quemaron masas de la población civil judía, procurando deshacerse de ella (Snyder, 2010). En Polonia, Lituania, Austria, Estonia, Croacia, y otros países, ciudadanos de estas naciones fueron culpables del delito de genocidio y no pueden ser exonerados de responsabilidad: como iniciadores, o posteriormente como asistentes e impulsores de la ideología que habían adoptado y adaptado.

Los que justificaron entonces los actos hoy tienen adeptos que siguen promulgando los mismos prejuicios: “estos judíos, demasiado ricos, depredadores”; o “tremendamente pobres, fuentes de pestilencia”; o “comunistas”, o “capitalistas”. Todos estos epítetos los utilizaron entonces con el propósito de catalogar a los judíos como traidores y, por ello, indeseables; los mismos epítetos se escuchan de nuevo hoy. En el pasado reciente, miles de judíos fueron despojados, sin mucha dificultad, de su estatus ciudadano. Lo anterior los dejó en la indefensión jurídica, convertidos en objeto de explotación. Este tipo de destrucción anárquica de leyes e instituciones obedeció a fobias y prejuicios que tenían ya fuertes raíces en sus sociedades. Todo indica, pues, que las viejas raíces siguen vivas actualmente: de ahí el temor de que las acciones depredadoras que estas raíces engendraron puedan repetirse en el presente y en el futuro.

Insisto de nuevo en la imperiosa necesidad de no abandonar el estudio y la confrontación del tema. La guerra desgarró y destruyó redes y relaciones en sociedades enteras, y esas sociedades no quedaron inafectadas. Entonces, ¿es válido simplemente archivar el dato? Esto debería bastar para convencernos irrefutablemente de que es imposible abandonar el tema; existe una deuda ética con la propia humanidad (Snyder, 2015).13 No se trata de prometer la posibilidad de un paraíso social o una sociedad libre de maldad y prejuicios: en donde todo actor y agente viva de manera responsable y en donde no haya víctimas. Desafortunadamente, no podemos aspirar a convertirnos en una sociedad sin crímenes en el ámbito individual, ni tampoco en una sociedad que nunca más esté expuesta a manipulaciones de masas. El protestar contra crímenes colectivos que dejaron un vacío humano de dimensiones extraordinarias; el exhibir de manera insistente a las ideologías que incitaron a tales crímenes; el exponer a las instituciones que, sin freno ni vergüenza, los perpetraron durante más de una década, puede constituir un paracaídas de seguridad a futuro.

La memoria y el estudio histórico, que tantas personas promueven incansablemente, ha tomado diversas rutas: goteo educativo, recuperación de voces de testigos, testimonios escritos, arte, museos.14 Estos esfuerzos han respondido a la insistencia infinita en el tema, por parte de los sobrevivientes y sus familias (entre otros). Estas personas han asumido el papel de testigos del genocidio, manifestándose también a nombre de los seis millones de asesinados incapaces de hablar. Todas ellas han exigido análisis y autoanálisis ante esta historia. La responsabilidad de estos crímenes representa, para esas personas, el foco de atención. Pero dado el mundo deformado que heredamos; en donde las relaciones entre grupos humanos quedaron fracturadas, y los hechos de los que se derivaron tales fracturas nunca tuvieron una resolución judicial formal, ¿cómo debemos entender las reglas del aparente nuevo equilibrio de estos últimos 80 años?

Toda semilla latente de ideas, abandonada a la intemperie social y política, puede en algún momento –como ciertos episodios del presente lo evidencian claramente– germinar.15 Estados Unidos, diversas naciones de Europa y muchos otros países más ilustran fehacientemente que, así sea en forma parcial, esta ideología nefasta nunca se extinguió. De ahí la exigencia imperativa que la humanidad debe plantearse: vivir con una conciencia histórico-ética a pesar de la dificultad que esto representa. Pero el ejercicio de tal conciencia lo desdeñan algunos gobiernos. De ahí que de nuevo revisitemos y rearticulemos su importancia. Confrontar estos hechos es vivir con un nivel mínimo de dignidad y significado.

El constante rechazo del tema, su eliminación, negación y, más aún, la manipulación ideológica derivada de su desatención implica perder la posibilidad de una regeneración ética propia, en el ámbito individual. Además, las manifestaciones de rechazo y conflicto entre grupos, en tantas sociedades, indican que el fundamento ético de las relaciones humanas está de nuevo en jaque. Desafortunadamente, entender todo esto hoy resulta difícil. Aquí el reto: trascender las imposiciones negativas de la política local para agenciar criterios éticos activos.

El tema filosófico de la ética tiene una larga historia, y no es aquí el lugar para revisarlo ni para resumirlo (Hetzel, 2015).16 Sin embargo, en referencia al tema del genocidio, es imposible ignorar tanto los aspectos históricos como los éticos. Las preguntas fundamentales son las mismas permanentemente: cómo distinguir el bien y el mal social, a fin de lograr una convivencia con otros grupos de seres humanos en nuestro entorno. Es por ello que reviso la “vergüenza”, que entendemos como la liga que une el pensar y el actuar. La vergüenza se asoma precisamente cuando están en juego el actuar bien o mal. Las formulaciones más interesantes del tema se han depurado con el paso del tiempo. Pese a esto, se logra un avance significativo cuando, más allá de definir las acciones en abstracto, se ligan al entendimiento de que el ser humano es agente social, responsable de las acciones históricas concretas. Independientemente de si sigue mandatos religiosos o no, el agente debe ser capaz de justificar sus acciones.

Fue el filósofo Immanuel Kant, en el siglo XVIII, quien introdujo cuatro “imperativos categóricos” con los que estableció que la responsabilidad ética radica al interior del pensar del ser humano. Sus formulaciones resultaron extraordinarias, aun cuando su descripción y prescripción para el pensar no alcanzan a enraizar la moralidad de las acciones, como la historia lo corrobora. Las contingencias y complejidades de la historia nos ilustran con ejemplos de actuaciones apegadas a la ética. No obstante, por lo general, son muchos más los casos que ejemplifican el abandono de esta ética para vivir. Aun así, con Kant se atisba algo de lo que ocurre en la conciencia del individuo cuando este asume posturas distorsionadas, que imposibilitan su sana convivencia social. El análisis kantiano parte de la premisa de que se debe actuar como si los principios que uno adopta se fueran a convertir en ley universal; o sea, “si hago X, es porque estoy de acuerdo que otros puedan hacerlo también”.

El contexto afecta el pensar del agente individual. El agente toma decisiones reaccionando al “pensar social” de las instituciones que regulan la convivencia colectiva, en un momento histórico determinado. Hacer caso omiso de las reglas éticas reconocidas solo facilita aún más los abusos sin freno dentro de una sociedad. Aduciendo un principio de libertad de acción, hay quienes las ignoran y se desdicen del “contrato de sobrevivencia mutuo” (Geras, 1998) e incurren en acciones lesivas contra el otro. Ahora bien, si yo no quiero ser tratado como estoy a punto de tratar a otro, debo frenar mi comportamiento... allí el ideal. En un momento determinado, el agente social decide. Tal decisión viene recalibrada por las diversas formas establecidas en el contexto político del lugar y, dado que están vigentes diversas versiones que no promueven la equidad de las partes, el agente recoge fácilmente justificaciones gratuitas que le “permiten” actuar y abusar. El monólogo interno solipsista del individuo, entonces, confronta un reto enorme y sabemos que muy a menudo resulta insuficiente para sostener principios éticos.17

¿Cómo hacer para que los principios éticos se conviertan en un freno a la acción malévola? Obviamente, no existe una fórmula perfecta. Aun así, como ciudadanos esperamos de las instituciones sociales que las formulaciones éticas sean compartidas y por ello protegidas. Se requiere asumir el principio básico de convivencia social:  el otro y el yo debemos compartir las mismas reglas de acción. Es preciso asegurarse de que, en efecto, así ocurra; de otra forma el cálculo intelectual no funciona. Si la motivación es solamente evitar lo que el otro podría hacerme en retribución, pensando solo en términos utilitarios del yo, entonces estoy eludiendo una responsabilidad elemental. Así, el análisis y el proceso de decisión quedan definidos de una manera unilateral y parcialmente débil.

Al actuar de este modo quizá se expongan destrezas individuales, pero fácilmente se niega la ética. Aquí están todas las partes entrelazadas que deben sostenerse activas: el yo racional, el otro imaginado, y las instituciones del contexto. Eliminar del proceso de pensar una de estas perspectivas conduce a un actuar desenfrenado. Se argumenta entonces que las interconexiones de estas partes fungen como escudo social mutuamente protector.  ¿Y qué es lo que hace posible este enlace? Aquí es donde la vergüenza entra en gestión. La vergüenza, suscitada por la revelación del posible perjuicio que el yo puede ocasionar al otro, se activa. La acción dañina se verá rechazada y neutralizada por esa vergüenza que va anticipando efectos (quizá lo describe mejor lo que se designa comúnmente como “pena ajena”), fungiendo como mecanismo de freno de las acciones lesivas.

¿Cómo se detecta esa fuerza en la vergüenza? Este sentimiento –reconocido históricamente desde la antigüedad– brota ante la posibilidad de que, en un momento determinado, el yo quede exhibido públicamente incurriendo en una acción inapropiada; hecho que pudiera acarrearle, además, consecuencias negativas al agente (Williams, 1993).18 Esta definición de la funcionalidad de la vergüenza es, en un principio, similar a la que se expone en los textos bíblicos. De forma más elaborada la encontramos también en el legado de la cultura griega, cuando se habla de aidōs. La vergüenza anticipa la opinión de otros sobre las acciones que el agente toma. El miedo al juicio activa un repensar. El agente siente vergüenza al haber sido visto en acciones de dolo a otro (y quizá resienta no haber tomado, en un principio, medidas para ocultarlas); pero esa no es la solución a la tensión.

La vergüenza es el sentimiento de un desagrado que, internalizado, representa el posible rechazo a lo negativo que la acción ha producido. Ese es el mecanismo que hace posible la activación y la consecuente internalización de las preocupaciones éticas. Ahora bien, para lograr la fortaleza y efectividad de este mecanismo ético, es necesario que esté afirmado por los otros miembros de la sociedad. Para asegurarnos de que la vergüenza se asiente en la sociedad, y mediatice el pensar y el actuar de todos los individuos, es preciso reconocer el potencial de su efecto. La vergüenza tiene deliberadamente un nivel más profundo, que se produce con la internalización de la mirada del otro en la imaginación del yo/agente. Este debe pensar: ese observador de mis acciones tiene cierta perspectiva; su opinión es válida e indestructible, por lo que le atribuyo valor crítico”. El otro sigue siendo valorado.

Para que una interrelación así entre el yo y el otro conserve su validez, debe permanecer activa, de manera internalizada. Es parte de una cultura de valores sociales compartidos, aun cuando el otro no esté físicamente frente al agente en todo momento.  La vergüenza así internalizada significa un mensaje permanente del pensar, que hace posible calibrar nuestras actuaciones. Debe ser, entonces, parte de la narrativa político-social e individual de la sociedad: debe quedar estructurada institucionalmente e internalizada individualmente de manera permanente. Sería un error sugerir que, una vez identificadas las partes que interactúan, queda organizado, activado y protegido el proceso corrector de las acciones. La descripción de partes constituye tan solo una descripción analítica, y por sí sola, representa una postura reduccionista.

Como sabemos por la experiencia histórica, estas partes no siempre están entrelazadas; la desconexión resultante entre ellas impide que la ética quede anclada. Cada individuo puede estar exigiendo solo su bienestar propio. Siempre parece haber ideologías reinantes que justifican acciones muy cuestionables. Además, los diferentes sectores sociales nunca están en posiciones análogas, lo que dificulta la exigencia de sus derechos cívicos y humanitarios de manera igualitaria. Lo recomendable sería lograr una “internalización de valores mutuamente aceptados”, y no meramente una voz externa –el yo, sin el otro que se torna débil ante nosotros– que solo como binomio puede recordarnos que el comportamiento X debe frenarse. Las versiones de la ética que asumían que el pensar individual era suficiente han mostrado su debilidad. Al estudiar la historia obtenemos la descripción de las fallas sociales, pero, a la vez, los retos de un pensar ético-político. Si bien la descripción de tal pensar no representa la totalidad del proceso, sí constituye un mínimo indispensable –perfectible aún– para salvaguardar la coexistencia humana de una sociedad.

Deben darse, entonces, los siguientes pasos: internalizar los valores éticos; difundirlos para convertirlos en propiedad social compartida; y tener la certeza de saber que habrá quien observe y comente, por así decirlo, siempre. La consideración de ese otro –idealizado, generalizado, abstracto e internalizado– es requisito primario para activar el pensamiento ético dirigido a la acción. La meta es exteriorizar ese diálogo interno, y sostenerlo activo de manera constante: “mis acciones aducen mi relación con el otro, y definen mi yo”. No se trata meramente de crear una narrativa individual que refuerce adjetivos positivos para el yo, sin corroboración alguna. Una narrativa así es una pretensión individual totalmente ficticia y autogestionaria. Sin ese intercambio intelectual en el pensar, no hay forma de obtener el deseado respeto social del otro. El otro interior, movilizado como alguien que me observa, suscita la vergüenza: “así quiero que me reconozcan; me presento, y este es el yo que soy”. Durante ese intercambio la vergüenza me permite reconocerme como la persona que soy o quiero ser, y como estoy reconocida por otros.

El segundo componente de este proceso de control ético y contrapeso a la vergüenza es la culpa. La culpa se ve confrontada seguidamente por una voz social exteriorizada, en apariencia separada de la vergüenza. No es fácil esconderse ni abstraerse de la culpa porque hay instituciones sociales –amparadas en el derecho– que se dedican a identificarla. El sistema legal (a veces) identifica lo que define como culpa: señala al culpable y a la víctima. Institucionalizada, surge un disgusto público que castiga el comportamiento acometedor de una persona contra otra. Definida la culpabilidad, se articulan las desigualdades creadas, y se proponen formatos para que el agente culpable repare –a veces con recursos monetarios, por ejemplo, cuando esto es posible– lo que alteró. Se intenta así regenerar las relaciones sociales, lo que dañaron con la irrupción de la agresividad y el odio.

Sin embargo, este formato institucional para lidiar con (algunas) de las trasgresiones éticas representa solo la parte externalizada del proceso. (En el caso de la historia propia del Holocausto, los millones de cómplices y políticos activos, quedaron a salvo y a distancia de culpabilidad institucional). El análisis aquí propone metas para frenar esos abusos antes de que ocurran de nuevo. La vergüenza entonces debe funcionar independientemente del dictamen institucional de la culpa en la sociedad; la vergüenza debe internalizar y registrar el menosprecio al otro por las acciones lesivas ejercidas en su contra. Cuando la vergüenza frente a los hechos históricos de la Shoa no se activa ni postfacto, ni se mantiene vigente como freno constante, es imposible exigir respeto. Si desde una parte de la sociedad no se promueve el respeto al otro violentado, no hay manera de derivar una lógica contundente para demandar tal respeto para sí mismo. Al mismo tiempo, con esa desmemoria se producirá una erosión constante del autorespeto que tanto se busca. El yo queda fracturado internamente; no puede escapar a la historia que otros rememoran y analizan. Esta erosión y deterioro al interior de grupos culturales que viven con el vacío histórico de un pasado no reconocido, continúa destruyendo la única forma que existe para sostener el respeto propio y el ajeno; y esto incluso en el caso de una generación que se quiere definir como diferente a la que cometió los crímenes de la guerra directamente. Las valoraciones mutuas fragmentadas –“tú, el victimizado, quieres mantener tu valoración ante mí, y demandas que te reconozca así; pero yo quiero sentirme valorado sin estar conectado a ese pasado, sin tener que verte a la cara, sin tener que oír tu historia... sé que estoy conectado, pero lo quiero ignorar...”– constituyen intentos desiguales por lograr una verdadera reparación. Y aquí se da una relación contraria, una especie de ley de rendimientos decrecientes: entre más se abandona la valoración y el reto ético del pasado histórico y se pierde el interés por el respeto al otro, menos autorespeto se genera, lo que supuestamente era el objetivo original.

La justificación y narrativa del supuesto autorespeto, en aras de procurar una “placidez social”, queda mermada con el rechazo del estudio histórico y con su devaluación completa. Así pues, mientras más placidez se busca por medio del rechazo y la devaluación del análisis del Holocausto –un análisis del que hablé arriba y al que ciertos políticos tendenciosos identificaron erróneamente como “pedagogía de la vergüenza”– más rápidamente se deterioran los valores sociales compartidos y se afecta a la ética preventiva del pensar. La vergüenza queda huérfana, y no puede contribuir al compromiso social de sobrevivencia colectiva. La contraparte, la culpa, se debilita totalmente, hasta perder su eco. No queda espejo alguno para verse a sí mismo.

Tenemos entonces que este ejercicio de reflexión ética cumple dos objetivos simultáneos, aunque en distintos niveles: busca, por un lado, perseverar la verdad en el constante descubrimiento y profundización en la historia del trato que unos dieron a sus semejantes; por el otro, ofrecer un foco de luz –quizá esperanza– ante los abusos del ayer, hoy.  Es claro que, para sentir vergüenza social, se necesita entender la culpa detrás de los abusos antisociales. La vergüenza y la culpa se entretejen en el nudo del agravio; no obstante, sus funciones y efectos son distintos. La vergüenza está embonada en la culpa; pero la culpa sola, sin crear vergüenza, no logra entenderse a sí misma.

Identificar la culpa requiere señalar acciones directas, intencionales, y manifiestas, así como también acciones que se tornan infractoras “involuntariamente”. En algunos casos, el agente pasa de una situación a otra. En el presente, existen en Europa todavía agentes sociales inculpados públicamente. Existen, así mismo, sujetos que llevan sobre sí una historia de culpa que niegan. Tal negación, por lo común, deja entrever una falta de entendimiento del hecho de que violaron las bases comunes de las relaciones sociales. Desde esa perspectiva individual, no puede esperarse ni el reconocimiento del error cometido o el crimen perpetrado en el pasado, ni la reconstrucción de un mundo mejor con aquel que produjo abusos y acciones tan atroces. Allí sigue viviendo el “uno” aislado en su monólogo racionalizado, justificando e intentando eliminar cualquier asociación de culpabilidad. En un momento dado, hubo sociedades que se vieron “forzadas” a cargar con culpabilidad, gracias a un nuevo régimen gubernamental. Pero si en ese caso estuvo ausente un auténtico sentir de vergüenza, no podemos esperar que el “yo” colectivo de hoy desarrolle, en sociedad, una valoración diferente.

Admitir solo una culpa temporal, para denegarla después, deja incompleto el proceso ético. Es preciso entonces aceptar la vergüenza que refracta sobre esa culpa; de lo contrario se reproduce, con efectos muy negativos, un yo dividido. Según la define Bernard Williams (1993), la vergüenza –que aplico a este análisis– es un proceso extraordinariamente complejo y doble. El autor registra cómo se articula la vergüenza en una cultura, por vía de su producción literaria y del idioma mismo, o sea como parte de la cultura compartida en un momento histórico. Quienes desean eliminar la vergüenza al revisar acciones de abuso del pasado, aspiran a un monólogo que afirma y justifica al propio yo en la búsqueda de su particular bienandanza: el individuo en audiencia consigo mismo, convertido en juez y parte.

Así, las iniciativas políticas y públicas que desencadenan y justifican el proceso de negación social generan efectos muy problemáticos, pues eliminan la fuente del juicio ético, y permiten la germinación de un narcisismo colectivo, en donde la fuente de la moralidad social reinante –cuestionable– queda definida como válida y suficiente. Además, debido a que el supuesto dictamen ético está ya determinado, el intento por distanciarse del análisis histórico y los hechos descritos en él significan un engaño; lejos de producir el bienestar que alega buscar, provoca un delirante egoísmo destructivo.

Los diferentes pensadores filosóficos –desde Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, y aún Marx– han sostenido que la razón ayudaría a producir los patrones de vida requeridos para lograr mejoras sociales. Pero esto no se ha alcanzado. Los abusos políticos de regímenes que ignoran la historia y de individuos y grupos que se escudan en sus ideologías mitificadas, solo han aumentado. Los seres humanos se forman y constituyen por las relaciones sociales del lugar y el tiempo histórico en que viven. Al observar tanto nuestra historia como nuestro presente, podemos concluir que la humanidad dista mucho de alcanzar el ilusionado edén con que sueña. 

Según la filósofa judía Hannah Arendt (1979), no es posible predecir el futuro. Ella explica que existen, y se activan de manera inesperada, demasiadas contingencias en las variables que afectan la vida humana. No puede, por ejemplo, predecirse el resultado de una revolución, algo que bien sabemos. Pero el pasado, que en un momento fue presente y cuyas contingencias lo hacían indeterminado e indefinido, se presta para otro tipo de análisis. Siendo pasado, puede elaborarse en torno a él una narrativa que elucide qué variables lo conformaron y cómo se concatenaron dichas variables; por eso se puede hablar de qué pasó y por qué. Seguro se pueden producir múltiples narrativas que incluyen panoramas diferentes pero que se conectan presentando el reto moral en lo que describen. No obstante, desde la perspectiva de la narrativa de la “pedagogía de la vergüenza”, el análisis histórico en sí presenta dificultades: porque no se tienen todas las respuestas a las interrogantes, se juega con las que sí se tienen, y así sostienen su deseo de evadir lo que se sabe del pasado, aún como pasado.

¿Podemos afirmar hoy que la población civil de Europa “no sabía o ignoraba qué pasaba”, cuando cientos y miles de personas, vecinos y conciudadanos, desaparecían?  Durante el periodo de la Segunda Guerra Mundial, cientos de miles de judíos –niños, bebés, madres, padres, jóvenes, ancianos, enfermos– fueron hacinados en vagones de acarreo animal que viajaban por partes del país abiertamente. ¿Acaso el presenciar estos hechos no fue razón suficiente para preguntarse qué estaba sucediendo? ¿Quién decidió esto?19 Edificios y calles enteras vacías; todo el contenido de las viviendas abandonado –ropa, muebles, juguetes, relojes, pianos, bibliotecas–, y dispuesto para el saqueo de quien lo deseara.

Quienes argumentan “yo no sabía”, o “en mi familia nadie lo entendió así”, nos están diciendo, verdaderamente, “no quiero saber”. El argumento que pregona “mi familia no me contó y ellos no estuvieron involucrados en nada”, entraña más bien el deseo de no preguntar después qué fue lo sucedido. Y no preguntarse, tampoco, por el hecho de que tantísimos miembros o auxiliares espontáneos del Estado –sectores e individuos del gobierno, voluntarios, transeúntes, y supuestos desentendidos– se estaban beneficiando material y simbólicamente de estos actos violentos de despojo, perpetrados en contra de la comunidad judía… Vacío y olvido, y el esfuerzo actual por fortalecerlos para evitar la incomodidad de los enjuiciamientos es, hoy día, una réplica de las fallas éticas del pasado (Pawelczynska, 1979).

Algunos museos e instituciones académicas –que imparten cursos de historia y desarrollan proyectos educativos– se han dedicado, enfáticamente, a clarificar el costo actual del “no pensar e ignorar” la Shoa. El costo puede aquilatarse en términos éticos, políticos, filosóficos y sociológicos (Didi-Huberman, 2008).20 Así lo han establecido los sobrevivientes mismos, por muy diversas vías. Ejemplo de ello es la obra de Primo Levi. Él reiteró que el no ver, no pensar, y alegar que uno “no sabe nada”, no exime de responsabilidades por estos hechos del ayer. Seguir repitiendo estos argumentos es abrir una veta para que se repitan los hechos del Holocausto. Estas negaciones significan el rechazo de la vergüenza en el pensar: es la conciencia abrogada del cómplice, que prefiere hacer caso omiso de los hechos que lo siguen atormentando.

Así pues, los sobrevivientes de la Shoa –desde los autores de los libros Izkor, hasta los escritores más renombrados en el tema: filósofos, poetas, literatos, historiadores (Améry, 1980).21– afirman que la metafísica de la culpa/vergüenza provee una ruta para crear un sentido de responsabilidad. Del mismo modo, recuerdan la necesidad de la existencia de normas sociales que aseguren la sobrevivencia de una colectividad. Decir “necesito sentirme bien”, remite a comportamientos históricos en los que se incurrió en el pasado: replica, de manera solapada, el comportamiento de aquellos que voltearon su cara para desentenderse de la situación, y toleraron un alto nivel de maldad y destrucción como protección personal.

En referencia a las acciones perpetradas durante la Shoa, el historiador Tzvetan Todorov encara el riesgo de caer en la indiferencia moral que acompaña el no querer enterarse de esta historia (Todorov, ١٩٩٦). Argumenta que detrás de tal actitud evasiva hay una justificación para mantener al mundo tal y como está ahora. El discurso que pregona “deseo sentirme bien, más cómodo, más libre...”, elaborado actualmente en algunos estados de Europa para alcanzar una conciencia colectiva “positiva”, y que los políticos populistas presentan como una guía de ayuda, en realidad implica una política de desentendimiento del prójimo. Pero el prójimo es esencial porque vivimos siempre con otros. Cancelar al prójimo, al igual que anular la idea de culpa/vergüenza como estructura del pensar social, esquivando el análisis de lo moral, significa negar y derrumbar las barreras que inhiben la maldad en toda acción humana lesiva o depredadora.

Enfrentarse a la maldad sin este armamento del pensar es evadir un criterio evaluador. Sin compás moral, perdemos la esperanza de un mundo mejor; no podemos esperar un mejor mañana. Si no imponemos limitaciones y directrices al odio social y a la consecuente acción malévola, caeremos en una condición de ceguera sociopolítica deliberada (o permitiremos que nos arrastren a ella). La indiferencia al otro, acojinada con la conformidad acomodaticia del momento, puede generar nuevamente el mundo totalitario que hemos conocido ya: un mundo en donde existan regímenes capaces de llevar al exterminio a millones de personas.

Todorov nos señala que la distancia histórica desde la última guerra mundial –y otros hechos degradantes del ayer– enfría, por así decirlo, la exigencia de enfocarse sobre las culpas y vergüenzas de ese periodo. Las nuevas generaciones carecen de experiencia directa de los hechos; no es fácil vivir en constante consternación. En la vida cotidiana, relativamente tranquila, se asume que uno se ocupa de quienes le son cercanos. En tiempos de paz esto es bastante más fácil de lograrse. Pero, en tiempos de guerra, las obligaciones hacia el prójimo demandan otra definición; es necesario ampliar nuestro círculo social y así responsabilizarnos también de quien no conocemos bien. Debemos a otros apoyo y protección, como ellos nos lo deben a nosotros.

Claramente, la política y la ética están hermanadas. Ninguna plataforma política, por sí sola, ha logrado elaborar una narrativa de protección a toda la población de un Estado, para satisfacción de las partes. Hay quienes alegan que la política gubernamental, en toda su gama, es el instrumento mediante el cual los países se responsabilizan por toda la sociedad Pero sabemos de gobiernos que dedican su atención política a grupos de su particular interés; a ciertas clases sociales, o a sectores de la población. Así, dichos gobiernos predefinen su narrativa en términos de oposiciones, declarando a veces abiertamente a quiénes quieren proteger y a quiénes desamparar. Esta forma de actuar puede convertirse en estrategia, acompañada por un “permiso” ideológico para distanciarse de “otros” considerados nocivos. Esto se manifiesta al privar a partes de la ciudadanía de manera repetitiva, de su estatus; y esto es aún más claro cuando nos referimos a refugiados. Lo anterior, desde una perspectiva que considera el asunto como un problema ajeno. De ahí que, cuando la ideología política se distancia de la ética –trátese del gobierno del que se trate– se destruyen los espacios de supervivencia de algunos ciudadanos, ignorándose sus demandas de justicia social.

Sabemos que aún los sistemas que intentan proteger mayorías y que reclaman responsabilidad moral para ello, no siempre lo han logrado. Una revisión histórica de los siglos XX y XXI indica que la narrativa y conciencia de lo ético está siendo eclipsada repetitivamente por lo político; inmigrantes y algunos grupos de ciudadanos no reciben, en consecuencia, la protección que se les debe. A toda costa y con la mayor conciencia que lo que hemos heredado, un pasado histórico, se ha repetido de manera parcial en el presente. Así que, por allí podemos empezar, si queremos evitar genocidios a futuro. Es indispensable rechazar lo que Norman Geras (1998) llama el “contrato de la indiferencia mutua”. Un “contrato” que se ha arraigado en el mundo social y político actual, y que repetidamente recibe barnices de apoyo y lustre para hechizar a las masas a la vez que justifica el distanciamiento de otros. Las variadas crisis que vivimos hoy confunden y opacan responsabilidades. Rechazar al veneno de la indiferencia es una exigencia urgente y constante que parecía, ilusoriamente, confrontada desde la última guerra mundial. No podemos cometer el error que implicaría el abandono de la persistencia en tal rechazo.

Conclusiones

Son diversas las partes del argumento que aquí he presentado: la importancia de la historia y la necesidad de su estudio constante; la revisión de las fallas éticas y morales en los encuentros sociales del ayer y sus retos; el reconocer lo que significa compartir espacios sociales como ciudadanos; el que  nos debemos derechos como iguales en el convivir; que las instituciones que tenemos en el espacio de la vida pública son solo tan eficaces y amparadoras como las protecciones que los ciudadanos estiman darles; y la propuesta de que este listado es una cadena interdependiente que se debe defender y escudar.

Hay que recordar que nuestras prácticas del pensar, que en apariencia parecen provenir de cada cual, en tanto individuo aislado, son en realidad un producto social y, como tales, pueden convertirse a través de las manipulaciones de alguno(s), en fuente del deterioro de la vida pública.  Por esto, la concientización de nuestra condición conectada solo puede protegerse mientras pensamos en el otro y no mientras pensamos solo en el yo aislado (Climo y Catell, 2002; Cimet, 2002). Hannah Arendt, quien pensó el totalitarismo como el mal social extremo que ha sido, peleó por ideas que tienen eco en este ensayo también. Las sintetizó como el “derecho a tener derechos” de todos los humanos (Arendt, 1979).22 Ella insistió en que para enraizar estos derechos en la sociedad se requiere de instituciones gubernamentales o estatales que los afirmen, así como de formas de pensar que los aseguren, utilizando la perspectiva de un constante recapacitar de cada cual sobre los “derechos” de otros.

Arendt recalcó que la protección de los derechos exige un pensar constante. Estas ideas provinieron de su repensar la filosofía clásica bajo un lente específico con el que magnificó los fracasos históricos. Reiteró que estos fracasos ocurrieron pese a las exposiciones teóricas de los filósofos que proponían evitarlas. Habrá que recordar que ella misma confrontó la humillante experiencia del desmoronamiento cívico y social europeo por lo que le tocó vivir durante la Segunda Guerra Mundial: esa parte deshumanizada de la sociedad que experimentó directamente como judía europea.

Me he cuidado de no definir aquí las instituciones específicas que deberían dedicarse a “cuidar” los derechos de los miembros de la sociedad. Solo me he referido a que, en el espacio político, las instituciones que modifican el compromiso social de cuidar a los otros, lo alteran siempre que los individuos que las conforman son incapaces de resistir los cambios de argumentos. Argumentos que socavan los derechos de esos otros para justificar ciertos acomodamientos que funcionan solo para unos pocos. Estas modificaciones institucionales que también se expresan en los comportamientos de los individuos de manera aislada y repetitiva y que siempre buscan justificarse, se dan cuando los actores –en su capacidad de miembros de la sociedad– se desdicen del pensar que incomoda y además impiden que se juzguen las acciones de las que forman parte.

He señalado en este ensayo que, a pesar del tiempo transcurrido desde el Holocausto –su historia y su respectiva revisión– no hay manera de negar las acciones de vastas mayorías de las sociedades europeas que entonces coadyuvaron y colaboraron a destruir la minoría judía europea. Cuando ١١ millones de judíos quedaron desamparados por los Estados que los representaban, las acciones de dichos Estados pueden sin duda calificarse como criminales. Molesta. Incomoda. Renace el deseo de desdecirse del pasado o de autocalificarse como víctima también. Pero las consecuencias de ello son a su vez potencialmente catastróficas para un repetir estos actos criminales.

Queda irresuelta entonces la interrogante de cómo evitar tales errores y crímenes comunitarios en el futuro. Sabemos que un proceso de educación por sí solo es insuficiente para elevar la conciencia en los actores sociales: parte de la sociedad más educada se unió a los procesos de acción de pandillas y criminales y aceptó puestos importantes, con justificaciones ideológicas que eximieron el proceso de juicio antes de emprender sus acciones. Propongo un constante adentrarse en el interior del pensar para practicar el cavilar que debe verse como constante e interactuante, donde el yo debe confrontarse con el otro (por así decirlo), para así pensar, decidir y juzgar una acción como ética en donde no se disminuye al otro, devaluándolo o eliminándolo para satisfacer al yo individual.

Es imperativo autoimponerse reglas –la libertad suprema del pensar y la única forma de construir una guía ética para juzgar– compartiendo y retándose a confrontar al otro real e imaginado. Solo así se logrará abandonar el relativismo y los deseos subjetivos que florecen con el abandono. El compartir ese diálogo interior –ejercitado constantemente para que a la larga se convierta en un reto (con su reproducción al exterior social como diálogo político)–: esa es la base para formatear un pensar ético activo. Con esto quiero decir que necesitamos fomentar nuestra materia prima interior para construir y fortalecer los juicios políticos del actuar, con respaldos éticos.

Nada de esto es una cualidad humana individual ni un proceso con una fórmula específica y concreta. Dentro del vivir cotidiano, necesitamos una conciencia histórica del ayer para afirmar nuestra habilidad de discernir el bien del mal; también una manera de afinar constantemente las formas del pensar que sean la base emblemática de las edificaciones institucionales del espacio social. Pero para refinar su contenido específico y además defenderlo, debemos reconocer al otro como mi contraparte en el vivir social. Este formato del pensar interior (ético-político) es el reforzamiento invisible para nuestra sobrevivencia colectiva.

El Holocausto del siglo pasado, y todos los abusos y destrucciones grupales que hemos vivido desde entonces sin ser capaces de frenarlos, son mucho más susceptibles de repetirse si este oxígeno mental que necesitamos para un convivir político y social protegido se niega, elimina y ridiculiza. Así pues, ese mítico “sentirse bien” –que parece eludir a quienes lo persiguen de manera infantil como sueño social, intoxicados por lo que parecen ofrecerles la ignorancia y el olvido– solo magnifica la enorme necesidad y responsabilidad que tenemos de gritar verdades históricas para afianzar un compromiso y una obligación social para defender un futuro más digno y decente para todos.

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1. Jaroslav Kaczynski es hoy la mano más fuerte dentro del gobierno polaco y la cabeza de Ley y Justicia: el partido conservador-nacional-populista de derecha con mayor representación en el parlamento. Los hermanos Kaczynski lo fundaron en 2001 como partido centrista-cristiano democrático. Se le describe comúnmente como “iliberal y autoritario”.

2. El mundo entero carga con responsabilidad ante los hechos de la guerra. Los intentos frustrados por emigrar desde antes de la guerra misma, durante la guerra cuando era posible, y aun después de ella para los refugiados sobrevivientes, son capítulos vergonzosos que implican problemas de inmigración que –como sabemos– se repiten. La Conferencia de Evian (Francia, 1938) reunió a 32 países, entre ellos México. Todos ellos articularon críticas a la política de la Alemania nazi contra los judíos; nadie, empero, abrió sus puertas para solventar esa crisis. Varios países de Latinoamérica albergaron sin embargo a nazis de alto rango, después de la guerra: Adolfo Eichman; Josef Mengele; Walter Rauff y Franz Stangl son algunos ejemplos. Varios otros en Estados Unidos (Gleizer, 2011). El ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Cárdenas obstaculizó toda entrada de grupos de judíos (Cimet, 2000).   

3. En 1960 el Estado de Israel juzgó a Adolf Eichman, y lo condenó a muerte. Simon Wiesenthal, sobrevivente de Austria, dedicó su vida a buscar criminales nazis hasta 2005, para enjuiciarlos en sus respectivos países. Le siguen Efraim Zuroff como director del Simon Wiesenthal Center. Serge Klarsfeld y Beate Klarsfeld; Tuviah Friedman; Ian Sayer; Yaron Svoray y Elliot Welles, dedican su vida a este tema (aclaro que soy hija de una sobreviviente de Lituania, liberada en Bergen Belsen).

4. La Biblioteca Pública de Nueva York tiene alrededor de 700 libros que documentan la destrucción de comunidades judías durante la guerra (el 85 % de ellos en línea). Los libros se escribieron en yidish, hebreo, o en una combinación de ambos lenguajes (después, en otras lenguas también). La biblioteca nacional de Israel tiene una colección igual o más completa (Cimet, 2012; Adamcyk-Garbowska, 2011; Adamcyk-Garbowska & Kopeiowski, 2014; Adamczyk-Garbowska & Kopeiowski, 2014).

5. En toda Polonia, los campos de exterminio se localizaron cerca de la red de vías ferroviarias por su utilidad y eficacia para el propósito de exterminar personas. Hay cifras que sugieren que trabajaron en ello aproximadamente medio millón de funcionarios públicos y cerca de un millón de obreros directos en relación con estos trenes de carga humana. Los campos de exterminio más renombrados fueron Auschwitz, Treblinka, Belzec, Sobibor, Chelmno, Majdanek; pero los nazis organizaron 40,000 guetos y centros de concentración en toda Europa, empezando con Dachau, en 1933.

6. Los nazis sojuzgaron a judíos; soviéticos; polacos no-judíos con lineamientos políticos que rechazaron; serbios; eslavos; comunistas; socialistas; personas con discapacidades; gitanos; testigos de Jehova; homosexuales, y criminales comunes.

7. Himmler ordenó impedir que cualquier país aliado liberara prisioneros. Esto se tradujo a eliminar todo testigo y todo vestigio de la labor nazi. También implicó continuas matanzas de judíos aun cuando los guardias ya estaban revisando cómo irse del territorio polaco o de otros países. Los guardias deseosos de correr optaban por asesinar en masa en vez de desdecirse ya de esas órdenes. Esto se dio hasta mayo de 1945. Aun las tardías “marchas de la muerte”, se diseñaron para evacuar campos de exterminio y de concentración.

8. El lunes 27 de marzo de 1944 fue el día de la “Kinder Aktion”, cuando 1,200 niños y algunos adultos mayores del gueto de Kovne fueron asesinados. Tres prisioneros judíos enterraron dos cajas de latón con 30,000 documentos del recuento de la situación en ese gueto. Dos de estas cajas fueron encontradas inesperadamente en 1964 (Berman, 1998).

9. Los eufemismos siempre requieren de la cooperación del oyente. Por ejemplo, el eslogan nazi “El trabajo os liberará” (Arbeit macht frei) colocado en las entradas de campos de concentración y exterminio –significativamente en Auschwitz–, es solo el símbolo más conocido en el tema. Pero hay muchísimos ejemplos de esto como la famosa “Solución Final”. Existe una bibliografía muy extensa sobre el tema del uso del lenguaje en la política nazi. El campo de concentración checo de Theresienstadt fue un centro de matanza utilizado para la manipulación teatral nazi. Para lograr exitosamente su propósito, los nazis concentraron allí a músicos, artistas, pintores, artesanos, diplomáticos y a 15,000 niños. Se invitó a la Cruz Roja Internacional para que atestiguara una presentación única ficticia, y evaluara así el trato nazi a sus “prisioneros”. La Cruz Roja concluyó que dicho trato era magnífico. Ningún representante en esas dos horas de visita y café planteó pregunta alguna; ninguno se comunicó directamente con los prisioneros. Los representantes de la Cruz Roja funcionaron de manera cooperativa para afirmar la gran mentira nazi. Solamente sobrevivieron alrededor de 150 niños de los que llegaron allí (Volavkova, 1993). 

10. Timothy Snyder pertenece a la nueva ola de historiadores que afirma la necesidad de ampliar el lente geográfico en el tema del Holocausto. Snyder enfatiza que el genocidio no puede analizarse solo desde su centro originador –Alemania–; más bien que se trata de un fenómeno que traspasó la geografía nacional y cubrió a toda Europa central: Polonia, Letonia, Lituania, Ucrania, la Union Soviética, Hungría, entre otros. Snyder concluye que si sabíamos que este genocidio fue un horror, ahora debemos confirmar que fue mucho peor que eso (Snyder, 2010; Snyder, 2015).

11. Se han desatado, en la actualidad, extensas discusiones entre filósofos, sobre la manera de abordar ese pasado; es decir, su historiografía. Aun cuando ese tema específico se desvía del mío, sugiero revisar las posturas de Georges Didi-Huberman contra Georges Wajcman, y Claude Lanzmann, en una controversia feroz que se dio en Francia sobre el tema de cómo utilizar la evidencia histórica (Didi-Huberman, 2008).

12. Tony Judt concuerda con que esta historia afecta al presente de manera indiscutible. Siempre habrá interesados en ocultar y encubrir culpabilidades que intentan a la vez minimizar el involucramiento de los individuos en la historia (Judt, 1992).

13. El argumento de Snyder sugiere que, en aquellas naciones en donde el Estado y su red de instituciones mantuvieron con cierto equilibrio su contenido ético, las matanzas de judíos fueron mucho menores y la protección civil y burocrática a estos, fue mayor. Para Hitler, el Estado era transitorio y podía ser manipulado a su interés; las leyes eran instrumentos sin significado alguno y, la ética, una fachada vacua (Snyder, 2015b).

14. La lista mundial puede consultarse en Wikipedia. Son, entre otros ejemplos, el museo Luchadores de guetos (1949), en Israel; el museo Yad Va’shem (1953), en Israel; los mismos centros de exterminio como Auschwitz-Birkenau (1947); Terezin, Buchenwald (1958) y Dachau (1965). También la casa Ana Frank (1960). Todos los anteriores son museos; a estos agrego el US Holocaust Museum en Washington, D.C. (1993), entre muchos otros. Se cuenta, asimismo, con archivos que contienen miles de testimonios de sobrevivientes y testigos en algunas universidades (por ejemplo, Yale, en New Heaven, y Yad Va’shem, en Israel).

15. Dado que el XX fue un siglo lleno de violencia, guerras, gobiernos totalitarios, genocidio, hambrunas masivas, muertes y exterminios, ¿podemos acaso hoy ignorar las reflexiones morales que ello exige? Su proceso de estudio es doloroso, pero absolutamente necesario e ineluctable.

16. Ética y política son dos ciencias de la acción y sus temas se entrecruzan. Desde Platón y Aristóteles, pero ciertamente de Kant en adelante, el “intelectualismo ético” enlazado en la actividad política se ha reconocido como un mecanismo que condiciona el carácter ético del actuar. Lo menciono aquí, aunque sea someramente: el tema de la ética no se justifica ni se soluciona solo con un conocimiento racional e intelectual. Ese nivel no provee la suficiente y apropiada motivación para las acciones morales. En este binomio compuesto por la racionalidad (que justifica lo ético y el trato al otro) y la circunstancia histórica de la realidad (el momento de actuar que es totalmente contingente, determinado por las demandas competitivas de los agentes sociales y la normatividad del contexto), la razón por sí sola no es ni ha sido base suficiente para afirmar una ética. Sin embargo, este intelectualismo ético o racionalidad sigue siendo indispensable en el propósito analítico de indagar sobre las consecuencias posibles y reales de la acción. Esta parte del binomio, como lo identifico aquí, es lo único que tenemos para mantener un lazo con la ética que pueda activarse en un momento dado, en el presente o en el futuro. Por ello, el estudio histórico del pasado, el enfoque en las deficiencias de los actos, en ese proceso histórico, y el entendimiento de las consecuencias de tales acciones, son indispensables. Dichos elementos forman parte del proceso educativo e intelectual de una sociedad que acepta la responsabilidad por acciones dolosas cometidas en el pasado, buscando con ello evitar, a futuro, consecuencias históricas similares a las que tales acciones generaron en su momento. El conocimiento histórico debe crear obligaciones sociales para la sobrevivencia colectiva.

17. En ese formato es en donde se presentan ideas e ideologías que disminuyen la equidad e igualdad entre los ciudadanos, y se elaboran los justificantes para abusar del otro: ideas que ya fungen como legitimadoras socialmente. Pero es así en donde cada cual que los quiera, los puede retomar y usar (Browning, 1992).

18. Sugiero consultar la obra de Williams (1993). En particular, los capítulos 3: “Recognizing Responsibility”, y 4: “Shame and Autonomy”.

19. Primo Levi definió esto como la traición posterior: “sufrir, sobrevivir, contar y después, no tener quién lo pueda creer por ser inimaginable...” (Didi-Huberman, 2008, p. 20).

20. Elie Wiesel (1928-2016), sobreviviente del Holocausto y Premio Nobel de la Paz en 1986, enfatizó la importancia de la memoria colectiva e histórica, insistiendo en que el olvido de las víctimas de la Shoa es de hecho una forma de matarlas por segunda vez.

21. La lista aquí es interminable; presento solo unos ejemplos: Paul Celan, Itzjok Katzenelson, Primo Levi, Elie Wiesel, Avraham Sutzkever, Samuel Kassaw, Yehuda Bauer, Saul Friedlander, entre otros. Todos, en campos del pensar distintos.

22. La politóloga y filósofa Hannah Arendt obtuvo amplio reconocimiento en 1951, con la publicación de su libro The Origins of Totalitarianism. A partir de su texto utilicé varias de sus ideas sobre los frenos institucionales en una sociedad para reprimir el totalitarismo. Distingo esta obra de su trabajo como reportera y cuasi-historiadora en los años 1961-1962, durante el juicio en Jerusalem de Adolf Eichmann. Esa labor casi la destronó de todo reconocimiento intelectual. Su visión de Eichmann como un hombre banal, sin fanatismo y sin prejuicios antisemíticos, convulsionó a los intelectuales, pues él fue el representante nazi encargado de deportar judíos para que fueran exterminados. Dado que Eichmann no mostró ni culpa ni vergüenza durante el juicio esto, más que describirlo como “monstruo”, fanático antisemita y promotor insaciable de un odio a los judíos, Arendt lo representó como persona sin sentimientos negativos, que además parecía no saber exactamente qué había cometido, dado su “sin-pensar”. En 1965, apareció un libro que destruyó totalmente la versión de Arendt, con datos históricos que ella ignoró, desconoció, o confundió. A partir de fuentes primarias sabemos que Eichmann argumentó después de la guerra, que su más profundo pesar fue no haber eliminado a los 11 millones de judíos europeos (Ezra, 2007; Robinson, 1965; Cesarani, 2005) y la película The Devil’s Confession: the Lost Eichmann Tapes (Mozer, 2022).